Capítulo 31: La Cena y los Gritos en la Oscuridad
La velada en la mansión de Ryuusei parecía marchar sin problemas. Los amigos de Aiko exploraban con fascinación cada rincón de la casa, maravillándose con la opulencia, la decoración extravagante y los objetos de valor que jamás imaginaron ver de cerca.
—Tu casa es impresionante, Aiko —dijo una de sus amigas, tocando con cuidado un jarrón de porcelana china.
—Sí… —Aiko forzó una sonrisa, echando un vistazo a Ryuusei, quien los observaba desde la distancia con una copa de vino en la mano—. Solo… no toquen nada demasiado caro.
Ryuusei, sentado en un lujoso sofá de cuero, se mantenía en silencio, fingiendo desinterés, pero atento a cada palabra, a cada gesto. Para él, cada persona en esa sala era una posible amenaza. No por lo que pudieran hacer, sino por lo que pudieran descubrir.
Y entonces, ocurrió.
Un grito.
Uno desgarrador.
Uno que no venía de la sala, ni de la cocina, ni del jardín.
Era un grito de agonía pura, de un dolor tan visceral que hizo que todos en la casa se congelaran.
Los amigos de Aiko se miraron entre sí, pálidos.
—¿Q-qué fue eso? —preguntó uno de los chicos, con la voz temblorosa.
Aiko sintió que la sangre se le iba del rostro. Sabía exactamente de dónde provenía ese sonido.
Y Ryuusei también.
Se puso de pie lentamente, dejando la copa de vino sobre la mesa con un leve clink.
—Disculpen un momento.
Sin decir más, caminó con calma fuera de la sala.
Aiko lo siguió rápidamente, tratando de que sus amigos no notaran su nerviosismo.
—¡Ryuusei! —susurró con urgencia cuando estuvieron fuera del alcance de los demás—. ¡Dime que no es lo que creo que es!
Ryuusei le lanzó una mirada asesina.
—Quédate aquí y entretén a tus amigos. No me sigas.
Aiko apretó los puños, impotente, mientras él se alejaba con pasos firmes.
(El Ático Secreto)
Ryuusei subió las escaleras con rapidez, recorriendo el pasillo en penumbra hasta llegar a la puerta que nadie debía abrir.
El ático.
Sacó una llave dorada de su bolsillo y la giró en la cerradura. La puerta se abrió con un rechinido y un hedor metálico impregnó el aire.
Allí, encadenado a la pared, bañado en su propia sangre, estaba Daichi.
Su ropa estaba hecha jirones. Sus heridas, algunas frescas y otras cicatrizando grotescamente gracias a su extraña regeneración, cubrían su piel.
Había mordazas en el suelo.
Había instrumentos de tortura organizados en una mesa de mármol negro.
Y Daichi lo miró con los ojos inyectados en odio y locura.
—Hijo de perra… —escupió con voz rasposa—. Pensé que vendrías antes.
Ryuusei cerró la puerta tras de sí con calma.
—Si sigues gritando así, vas a arruinar la cena de Aiko.
Daichi soltó una carcajada amarga.
—Oh, perdóname, señor multimillonario asesino en nombre de la muerte. ¿Acaso le asustará a la niña ver cómo su querido Ryuusei es un puto monstruo?
Ryuusei chasqueó la lengua.
—Oh, Daichi… no te das cuenta de que ella ya lo sabe.
Se acercó lentamente, sacando de su cinturón una afilada navaja.
—Ahora, dime… ¿debería hacer que esta noche sea más interesante para ti?
Daichi le escupió sangre en los zapatos.
Ryuusei sonrió con diversión.
—Bien. Tú te lo buscaste.
Y entonces, el verdadero espectáculo de dolor comenzó.