Capítulo 33: La Verdadera Muerte
En un lugar más allá del tiempo y la existencia, en un trono de obsidiana y cenizas, ella observaba todo.
La Muerte.
Pero no como la imaginaban los mortales. No una calavera encapuchada, ni un espectro sin rostro.
No.
Era una mujer de una belleza imposible, de cabellos oscuros como el abismo y ojos que contenían la inmensidad del cosmos. Su piel era pálida como la luna, sus labios carmesíes como la sangre de aquellos que habían cruzado su reino.
Desde el principio de la Tierra, ella estuvo allí.
Cuando la primera célula murió, ella la recibió.
Cuando los dinosaurios desaparecieron, ella observó.
Cuando la humanidad nació y comenzó a temerla, ella sonrió.
Pero la Muerte nunca fue cruel. Solo hacía lo que debía hacer. La vida no existía sin ella.
El Torneo de la Muerte…
Un simple juego en su eterno aburrimiento. Los humanos peleaban, sufrían, y en su desesperación, mostraban sus verdaderos colores. Algunos luchaban por sobrevivir. Otros, como Ryuusei, renacían en la oscuridad.
¿Por qué trató mal a Ryuusei y Aiko?
Porque eran diferentes. Porque ella había visto su destino y quería ponerlos a prueba.
Aiko, la niña con un corazón inquebrantable.
Ryuusei, el demonio que la fascinaba.
Pero él aún no lo entendía.
Por eso, le arrebató todo.
¿Por qué borró los recuerdos de sus padres?
Porque la familia es una debilidad. Porque el amor los hacía humanos, y ella quería que Ryuusei trascendiera esa humanidad.
Quería verlo arder.
Quería verlo romperse… o convertirse en algo más.
Ahora, la Muerte sonrió en su trono.
—Veamos hasta dónde puedes llegar, Ryuusei.
La Muerte no tenía prisa. Jamás la había tenido.
Desde su trono de obsidiana, jugaba con una pequeña esfera de energía, una representación de incontables vidas naciendo y extinguiéndose al mismo tiempo.
Sus dedos largos y delicados la hacían girar, creando y destruyendo universos con la facilidad con la que un artista traza líneas en un lienzo.
Su sonrisa era enigmática. No cruel, pero tampoco piadosa.
No era ni buena ni mala.
Solo era.
Y sin embargo… los mortales la temían.
Los humanos siempre habían visto a la Muerte como un castigo.
Algo que llegaba a arrebatarles todo lo que alguna vez amaron.
Pero en realidad, ella era la única certeza en un mundo de caos.
Ella no traicionaba.
Ella no mentía.
No importaba si eras un rey, un asesino, un mendigo o un niño inocente.
Todos vendrían a ella al final.
Porque la Muerte no discrimina.
Porque la Muerte es justicia absoluta.
Suspiró suavemente y se levantó de su trono. Su vestido negro y dorado flotó en el aire, reflejando en sus pliegues las sombras de todos los que habían caído en la historia de la humanidad.
Caminó con una gracia sobrenatural por su reino, donde incontables almas susurraban, pidiendo respuestas, pidiendo consuelo.
Pero ella no respondía.
No aún.
Había algo más que captaba su atención.
Ryuusei.
Ese niño que había sobrevivido a lo imposible.
Ese niño que había abrazado la oscuridad y la había convertido en su aliada.
Ese niño que ahora se creía el amo del dolor y el sufrimiento.
—Eres un enigma, Ryuusei. —Murmuró con una voz dulce, hipnótica.
Sus ojos cósmicos se entrecerraron con curiosidad.
¿Qué harás ahora que has probado la venganza?
Porque ella sabía la verdad: La venganza nunca sacia.
Era un veneno que quemaba por dentro, que exigía más y más, hasta que no quedaba nada de la persona que alguna vez fuiste.
Pero quizás, eso era exactamente lo que Ryuusei deseaba.
Unirse a ella.
Convertirse en algo más allá de la humanidad.
Algo eterno.
Los Documentos Perdidos
Ah, sí.
Los documentos que una vez le entregaron Ryuusei y Aiko.
Pocos entendieron su verdadero valor.
Eran más que simples escritos antiguos. Eran verdades enterradas en la historia, secretos sobre el equilibrio de la vida y la muerte, sobre cómo todo estaba entrelazado de formas que los humanos jamás comprenderían.
Con esos documentos en sus manos, ella no solo protegía su reino.
Ella preparaba algo.
Un cambio.
Algo que redefiniría la existencia misma.
—No es suficiente gobernar la muerte. —susurró—. Tal vez sea hora de gobernar la vida.
Sonrió.
Oh, sí.
Pronto, todo cambiaría.