Capítulo 36: El Destierro de un Perdedor
La risa y la camaradería reinaban en la gran sala del trono.
Los heraldos comunes rodeaban una mesa inmensa, en la cual se jugaban cartas, dados e incluso una versión espectral del ajedrez. Cada movimiento brillaba con un resplandor etéreo, las piezas flotaban en el aire y se desplazaban solas al recibir una orden.
—¡Ja! ¡Jaque mate! —exclamó uno de los heraldos, moviendo su reina negra con un aire triunfal.
—¡Maldito seas! ¡Me engañaste! —gruñó otro, golpeando la mesa con furia, mientras las cartas flotaban alrededor como burlándose de él.
En el centro de la escena, La Muerte, con la apariencia de una madre cariñosa, sonreía dulcemente mientras barajaba un mazo de cartas que parecían reflejar infinitas almas atrapadas en cada figura.
—Vamos, chicos, no sean tan malos perdedores. —su tono era suave, pero su mirada escondía una chispa traviesa—. Después de todo, lo importante es divertirse.
Los heraldos comunes asintieron con risas y siguieron jugando, pero la alegría fue interrumpida por un suspiro de aburrimiento.
La Muerte giró la cabeza y observó a Daichi, quien aún estaba ahí, congelado en shock, procesando lo que había sucedido.
—Tch… qué aburrido. —murmuró ella con desdén, dejando sus cartas sobre la mesa—. Daichi, honestamente… pensé que harías algo más entretenido que quedarte parado como un bobo.
Los heraldos comunes soltaron risitas, algunos murmuraban entre ellos, señalándolo con burla.
—Miren su cara, parece que todavía no lo entiende.
—Es tan patético…
—¿De verdad creía que La Muerte lo recompensaría por perder?
Daichi parpadeó varias veces y luego cayó de rodillas, con los puños apretados, temblorosos.
—Mi señora… ¿qué está pasando? ¿Por qué me hace esto?
La Muerte apoyó su mejilla en su mano, mirándolo con una sonrisa burlona.
—¿Hacerte qué?
—¡Me está desterrando! —gritó Daichi, sus ojos llenos de ira—. ¡Después de todo lo que he hecho para usted!
La Muerte soltó una risita, como si escuchara el berrinche de un niño malcriado, y se cruzó de piernas en su trono.
—Oh, sí, lo olvidé. —chasqueó los dedos con desinterés—. Daichi, desde hoy estás desterrado.
Las carcajadas retumbaron en la sala.
Algunos heraldos se burlaban abiertamente, imitando sus quejas con voces exageradas, mientras otros hacían ademán de despedida, moviendo las manos con fingida tristeza.
—¡Pobrecito Daichi!
—¡Oh no, el "Gran Perdedor" está llorando!
—¿Quién quiere apostar cuánto tiempo durará fuera de aquí? Yo digo que ni una semana.
Daichi sintió cómo su mundo se desmoronaba.
—¡Mi señora, esto es injusto!
La Muerte ladeó la cabeza, con una expresión de pura indiferencia.
—No, injusto sería dejar que un perdedor siga de pie como si nada hubiera pasado.
Los heraldos vitorearon con burlas y aplausos.
—¡Dile, mi señora!
—¡Mándalo a la basura con los otros fracasados!
—Además… —continuó la Muerte con una sonrisa más maliciosa—. Todas las cosas robadas y el dinero que conseguiste con trampas… el 70% se les dará a Aiko y Ryuusei. Después de todo, ellos te vencieron en una batalla a muerte.
La expresión de Daichi pasó de desesperación a absoluta furia.
—¡¿Qué?! ¡No puede hacer eso! ¡Es mío!
El trono entero pareció oscurecerse.
Los ojos de la Muerte brillaron con un fulgor gélido, la temperatura de la sala cayó en picada.
—¿Mío? —su voz bajó varios tonos, volviéndose grave, amenazante—. ¿Acaso crees que algo en este mundo te pertenece?
Daichi tragó saliva, pero su furia aún ardía en su pecho.
—¡Ellos… ellos no lo merecen! ¡Son solo unos malditos heraldos bastardos!
El salón entero quedó en silencio.
Los heraldos comunes lo miraron con expresiones que oscilaban entre la sorpresa y el deleite morboso. Sabían que Daichi acababa de cometer un error fatal.
La Muerte se levantó lentamente de su trono. Su sonrisa seguía presente, pero su mirada se había tornado vacía, un abismo de pura destrucción.
—Daichi. —susurró con una dulzura aterradora—. ¿Sabes qué es lo que más me molesta?
Él no respondió.
La Muerte inclinó la cabeza con una expresión casi juguetona.
—Los malos perdedores.
Chasqueó los dedos.
Un abismo negro se abrió bajo los pies de Daichi.
El grito de terror que soltó fue ahogado por la risa cruel de los heraldos. Mientras caía en la infinita oscuridad, La Muerte se inclinó y susurró con una frialdad mortal:
—Que te diviertas en tu nueva vida, fracasado.
Y con una última carcajada, Daichi fue tragado por la nada.
El salón quedó en silencio por unos segundos.
Luego, La Muerte palmeó sus manos.
—Bueno, chicos, ¿seguimos jugando?
Los heraldos estallaron en vítores y retomaron la partida.
Para La Muerte, aquel fue solo otro día de entretenimiento.