Laura se arrodilló junto al cuerpo. La sangre ya se había secado, pegando la camisa de la víctima a su piel. La policía marcó con tiza la silueta en el suelo, pero ella sabía que la muerte no necesitaba contornos.
Observó cada detalle con precisión. La marca de estrangulamiento en el cuello. Los dedos crispados de la víctima, como si hubieran intentado aferrarse a la vida. El cadáver, un hombre de mediana edad, con un tatuaje descolorido en la muñeca.
El detective a cargo carraspeó.
—Doctora Ávila, ¿qué opina?
Laura se enderezó, cubriéndose con su abrigo. No hacía frío, pero la sensación de vacío en su pecho era suficiente para helarla.
—No es un asesinato impulsivo —dijo, analizando la escena—. Es metódico. Personal.
El detective asintió.
—¿Y la conexión con los anteriores?
Esa era la parte extraña. No había conexión aparente. Cuatro víctimas, todas con un patrón similar de asesinato, pero sin relación entre sí. Hasta ahora.
Entonces, lo vio.
Un pequeño objeto, casi imperceptible, entre los escombros de la habitación: un dije dorado con la inicial L.
Su respiración se volvió pesada. Era idéntico al que ella tenía.
O al que creía tener.
Metió el objeto en su bolsillo antes de que alguien más lo notara