White seguía observando con fascinación cómo Rhydian revisaba los documentos, firmaba con trazos seguros y los colocaba en diferentes pilas. Su concentración era tan intensa que ella casi sintió que invadía un momento privado, hasta que él desvió la mirada por un instante, tomó un pequeño grupo de papeles y los deslizó hacia ella junto con una pluma y un tintero.
—¿Tienes una firma? —preguntó Rhydian con una leve sonrisa, apoyando las manos sobre los bordes de su escritorio mientras la miraba con calma.
White parpadeó, sorprendida, y luego asintió lentamente.
—Bien. Léelos con cuidado y decide si vale la pena aprobarlos. Déjalo a tu criterio si quieres firmarlos o no. Después de todo… eres una Fox. —Una sonrisa curvó sus labios antes de volver su atención a sus propios documentos.
White sintió una mezcla de orgullo y responsabilidad al escuchar esas palabras. Tomó la pluma con determinación, enfocándose en las hojas frente a ella. No eran muchas, apenas tres, pero aun así sentía el peso de la tarea. Con solo veintinueve personas bajo su cuidado, las peticiones internas eran escasas. Sin embargo, los documentos que llenaban el escritorio no provenían solo del pequeño territorio de Vulpia.
Había montones de cartas de nobles externos: algunos solicitaban unirse a la Casa Fox, buscando alianzas estratégicas o beneficios políticos. Otros, más descarados, proponían matrimonios con sus hijas, un intento de asegurar vínculos con una de las casas más legendarias y aún prestigiosas, a pesar de su declive.
White hojeó una propuesta adornada con sellos de cera y caligrafía dorada. Las palabras estaban cuidadosamente escogidas para endulzar la oferta, prometiendo dotes impresionantes y alianzas con poderosos aliados. Pero conocía a Rhydian lo suficiente para saber que las riquezas y los títulos no le interesaban. Las cartas llegaban casi a diario, y aunque él las rechazaba todas sin vacilar, seguían inundando su escritorio, cada nueva propuesta más elaborada que la anterior.
Un hombre que poseía ya una fortuna considerable, un intelecto brillante y una posición de prestigio tenía pocas necesidades materiales. Y su lealtad, como White comenzaba a comprender, no podía ser comprada.
Mientras pasaba la pluma sobre la tinta, un pensamiento cruzó su mente: Yo también soy una Fox ahora. ¿Qué clase de legado voy a construir?
Era una pregunta válida la que rondaba por su mente mientras revisaba los documentos: ¿Podré estar a la altura de mi maestro? La sombra de su predecesor era inmensa, y la duda la acompañaba incluso mientras firmaba la propuesta que tenía entre manos, negándola con seguridad. Sin embargo, cuando movió la pluma sobre el papel, no utilizó la elegante firma que decía Alba Alger, el nombre con el que había nacido. En su lugar, trazó un zorro estilizado, una representación de su nueva identidad. Estaba decidida a dejar su propia marca en la historia como una auténtica Fox.
Uno a uno, revisó los documentos restantes, evaluando cada petición con atención y determinación. Cuando terminó, los colocó cuidadosamente frente a Rhydian.
Él los tomó con la misma eficiencia que había mostrado antes, revisando cada firma y cada decisión. Al terminar, asintió con aprobación.
—Bien. Todo está en orden. —Su voz llevaba una nota de satisfacción—. Puedo confiar en ti para revisar los documentos.
Con un movimiento fluido, Rhydian hizo una señal. Un sirviente entró rápidamente, recogió los papeles firmados, y los llevó al lugar correspondiente.
Cuando la puerta se cerró nuevamente, Rhydian se reclinó en su silla con un suspiro, dejando que el momento de calma se asentara.
—Normalmente, después de todo esto, me recuesto o me dedico a entrenar. —Se quedó en silencio por un instante, luego, una idea cruzó por su mente, y una sonrisa divertida apareció en su rostro—. Pero, aprovechando que estás aquí, ¿qué te parece si jugamos una partida de ajedrez?
White levantó la mirada con interés y asintió. Era una invitación que no podía rechazar. El ajedrez era uno de los juegos que había dominado durante años, enfrentándose a sí misma en solitarias partidas que le habían permitido mejorar su habilidad.
Rhydian se levantó de su silla, caminó hacia una estantería, y sacó un tablero de ajedrez de madera fina. Lo colocó cuidadosamente sobre el escritorio, con piezas talladas a mano que representaban guerreros y reyes de antaño.
Mientras las piezas tomaban sus posiciones, Rhydian le ofreció las blancas, cediéndole el primer movimiento.
—Adelante. —La sonrisa en su rostro era una mezcla de desafío y camaradería.
White sonrió con una chispa de emoción en los ojos. Movió su primera pieza, y la partida comenzó.
Después de unos cuantos movimientos, la ventaja de White en la partida era evidente. Observaba el tablero con confianza, segura de que la victoria estaba a su alcance. Había pocas jugadas posibles que su maestro pudiera hacer para revertir la situación o superarla. Intrigada, levantó la mirada hacia él.
¿Se estará divirtiendo sabiendo que va a perder? La idea cruzó su mente por un instante. ¿O acaso… me dejó ganar?
Rhydian mantenía su expresión serena, sin rastro alguno de tensión o preocupación. Pero White desechó rápidamente la posibilidad de que la estuviera subestimando. Sabía que su maestro no era del tipo que cedía victorias, y además, su habilidad estaba más que probada: ningún noble con el que había jugado había logrado vencerla.
Regresó la mirada al tablero, los ojos recorriendo cada pieza con atención renovada. Su ventaja seguía siendo clara, pero no podía permitirse bajar la guardia. No frente a él.
Movió su próxima pieza con cautela, pensando en cada posibilidad. La partida continuó durante algunos turnos más, cuando la voz calmada de Rhydian rompió el silencio:
—Jaque mate.
White sintió un escalofrío recorrer su espalda. Alzó la vista justo a tiempo para ver cómo Rhydian colocaba su pieza final, dejando a su rey sin escape.
Parpadeó, incrédula.
¿Cómo? ¿Cómo me ganó?
El tablero seguía delante de ella, sus piezas perfectamente dispuestas como un recordatorio implacable de su derrota. Pensó en su estrategia, repasó cada movimiento que había hecho. Sí, había estado confiada, pero aun así había jugado en serio, sin subestimarlo. Y, sin embargo, había perdido.
White miró a Rhydian con asombro.
—¿Cuándo...? —murmuró.
Su maestro, con una ligera curva en los labios, solo se recostó en la silla, dejando que el silencio hablara por él.
White se quedó mirando el tablero. La derrota aún era un sabor amargo en su boca, pero su mente se negaba a aceptarlo. ¿Me estás diciendo que... nunca tuve oportunidad? No, no puede ser. Debió ser un error, algo pequeño que no vi.
Se mordió el labio y luego, con una mezcla de determinación y frustración, alzó la mirada hacia Rhydian.
—Quiero la revancha.
Rhydian sonrió, un brillo divertido en sus ojos.
—¿Otra partida? —preguntó, ya sabiendo la respuesta. Comenzó a acomodar las piezas mientras añadía—: ¿Quieres ser blancas otra vez?
—Sí —respondió White con firmeza, asintiendo. Esta vez ganaré.
Las piezas quedaron listas. Rhydian le ofreció las blancas y ella no dudó en tomar la ventaja inicial.
El tiempo pasó. El silencio en la oficina se rompía solo por el chasquido de las piezas al moverse sobre el tablero y el crepitar suave de la chimenea. White movía con precisión calculada, cada jugada hecha con extremo cuidado. Su mirada iba del tablero a su oponente, estudiando cada reacción, cada ligera inflexión en su expresión. Esta vez sí. Esta vez lo atraparé.
Y entonces, su voz volvió a llenar la habitación.
—Jaque mate, pequeña.
White se quedó inmóvil. La pieza final de Rhydian quedó colocada, sellando otra derrota.
Frunció el ceño, desconcertada. No podía ser. Revisó las jugadas en su mente, buscó los errores, las posibilidades no vistas, pero no importaba cuánto lo analizara: había perdido.
Una, dos… diez partidas.
Jugaron una y otra vez, y siempre, en el momento en que la victoria parecía suya, Rhydian encontraba la manera de arrebatarle el triunfo.
White respiró hondo, los puños apretados sobre sus rodillas. ¡Diez partidas y ni una sola victoria!
—¿Cómo lo haces? —preguntó al fin, con la voz teñida de incredulidad.
Rhydian, apoyado cómodamente contra el respaldo de su silla, se limitó a sonreír con esa calma inquebrantable que empezaba a frustrarla tanto como a fascinarla.
—El truco no está solo en ver el tablero —dijo—, sino en comprender al jugador.
—Eres implacable —comentó Rhydian, inclinándose levemente hacia el tablero para acomodar las piezas. Su tono era ligero, pero sus palabras llevaban sinceridad—. Eres una de las mejores jugadoras que he enfrentado, si te soy franco.
White alzó la mirada, con las cejas ligeramente arqueadas. Una chispa de orgullo iluminó sus ojos.
—Pero… —continuó él, esbozando una sonrisa mientras se levantaba de su silla—, ya te leí. Sé qué vas a hacer y en qué momento, al menos cuando se trata de ajedrez.
El comentario la hizo fruncir el ceño, pero antes de que pudiera protestar, sintió el peso cálido de su mano sobre su cabeza. Rhydian la acarició con suavidad, un gesto casi automático, familiar.
—No te preocupes, ya habrá más oportunidades.
White se quedó inmóvil por un momento, la ligera caricia en su cabeza pareciendo más significativa de lo que debía. La frustración y el sabor amargo de la derrota se desvanecieron como humo en el aire. Él no lo sabe... pero está alimentando algo peligroso. No peligroso para él, sino para ella misma. Cada vez que lo hacía, una chispa de calidez crecía dentro de su pecho, como un pequeño fuego que le costaba entender, uno que crecía en fuerza y le dejaba una sensación extraña y persistente.
Pero su rostro no delató nada más que una expresión neutral mientras él apartaba la mano y se enderezaba.
—Bueno, ya se hizo muy tarde. Es hora de cenar —dijo Rhydian, ajustándose los puños de la camisa—. Considero que ya puedes moverte por tu cuenta, ¿verdad?
White hizo un puchero, sus labios curvados en una mueca infantil.
—Sí, tienes razón. Vamos.
Rhydian soltó una breve risa y señaló la puerta, invitándola a salir. White cruzó el umbral primero, con pasos suaves y ligeros. Cuando él cerró la oficina tras ellos, el eco de la madera resonó suavemente en el pasillo.
Caminaron juntos hasta el comedor, donde compartieron una tranquila cena. Al terminar, Rhydian se despidió de White con una sonrisa y se dirigió a su habitación. White hizo lo mismo, regresando a la suya. Se dejó caer sobre la cama con un suspiro satisfecho. Su maestro… era más impresionante de lo que jamás hubiera imaginado. Más que un nombre en los libros o una leyenda contada en voz baja, él era real, fuerte, y digno de toda admiración.
La idea la hizo sonreír. Algún día, quizá, alguien también escribiría libros sobre ella. "White, una de las mejores Fox". Solo pensar en ello le hizo sentir mariposas en el estómago. Mientras dejaba volar su imaginación con las hazañas que protagonizaría, las aventuras que viviría y los secretos que descubriría, la emoción llenó su corazón hasta que, poco a poco, el cansancio la venció y se quedó dormida.
A la mañana siguiente, White se despertó temprano. Para cuando Sara entró a la habitación, ya estaba lista, con su atuendo perfectamente acomodado y poniéndose los zapatos de casa.
—¡Buenos días, Sara! —saludó White con entusiasmo.
Sara, un poco sorprendida, sonrió mientras recogía las cortinas para iluminar la habitación.
—Buenos días, señorita White. ¿A qué se debe tan buen ánimo?
White alzó la barbilla con orgullo. —Soy una Fox, y debo actuar como tal. Levantarme temprano es el primer paso para ser digna de mi nombre.
Sara soltó una risa ligera mientras sacudía unas almohadas. —Ya lo creo, señorita, pero me temo que deberá levantarse mucho más temprano si quiere lograr eso.
White parpadeó, desconcertada. —¿Por qué lo dices? ¿Cuánto tiempo lleva despierto el maestro?
Sin dejar de hacer sus tareas, Sara respondió con naturalidad: —Hace unas dos o tres horas. El joven amo tiene muchas responsabilidades, así que siempre comienza el día temprano para revisar asuntos y atender sus actividades.
White sintió cómo sus ojos se abrían un poco más con sorpresa. ¿Tres horas? La idea la dejó pensativa. Por un lado, quería ser como su maestro, levantarse con la misma determinación y disciplina. Por otro lado… también le encantaba dormir.
Sacudió la cabeza, como si apartara la duda de su mente. Tal vez pueda encontrar un equilibrio. Después de todo, incluso una Fox necesita su descanso, ¿verdad?