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Chapter 2 - "La tormenta y el despertar"

El sonido del tráfico, los cláxones y el bullicio de Bogotá marcaban el inicio de una nueva mañana. Era una escena familiar: el cielo gris, el frío que calaba los huesos, y yo corriendo para tomar el autobús. Pero aquel día parecía diferente, como si algo en el aire presagiara un cambio inevitable.

El cielo amenazaba con una lluvia intensa, y yo, sin paraguas, luchaba contra mis tacones que me impedían avanzar rápido. Entré en una tiendita, pedí el baño y me cambié los zapatos por unas zapatillas cómodas que llevaba en mi bolso. Salí de nuevo a la calle bajo un cielo que se oscurecía cada vez más, sintiendo las primeras gotas frías de la lluvia. Era un día típico de Bogotá, donde el clima puede ser tan caótico como el tráfico: frío en la mañana, lluvia al mediodía y, si tenías suerte, un poco de sol por la tarde.

Finalmente logré subirme al bus. Apretujada entre desconocidos, con las ventanas empañadas por el calor humano y el sudor de tantos cuerpos, saqué mi celular y me sumergí en un episodio de mi K-drama favorito. Esos momentos eran mi refugio, una pausa en medio del caos cotidiano. Mientras veía la pantalla, con una mano sosteniéndome de la barra metálica y la otra sujetando el celular, soñaba despierta con una vida diferente. Quería algo más, algo que fuera realmente mío.

Cuando llegué al instituto, me senté en mi escritorio, saludé a mis compañeros y comencé la rutina diaria. Pero ese día tenía algo distinto en mente. Inspirada por una estudiante mayor que había conocido allí, decidí que era hora de perseguir mi sueño. Sin importar los sacrificios, quería convertirme en libretista y escribir esas historias que tanto me apasionaban. Aunque tenía apenas 22 años y no había terminado mi carrera en administración, aún sentía que tenía tiempo para intentarlo.

No sabía entonces que esa decisión cambiaría mi vida para siempre.

 

Los meses pasaron, y en mi nueva carrera conocí a Daniel Chan, un estudiante de intercambio de Hong Kong. Desde el primer momento en que lo vi, algo en él me llamó la atención. Era atento, amable y, sobre todo, parecía entenderme. En un año de romance intenso, decidimos casarnos, a pesar de las advertencias de amigos y familiares que no veían sinceridad en él. Yo, cegada por el amor, creí que juntos podríamos superar cualquier cosa.

Los primeros meses fueron difíciles. Vivíamos en un pequeño departamento cerca de la universidad. Yo trabajaba para pagar mis estudios, y él lo hacía como profesor de mandarín. Su familia, en Hong Kong, ni siquiera sabía que estábamos casados. Yo justificaba todo con las palabras de mi abuela: "El matrimonio no es fácil; hay que aprender a ajustar dos mundos diferentes". Pero esa ilusión se rompió el día de mi cumpleaños número 25.

 

Ese día me levanté con entusiasmo. Había arreglado mi cabello, puesto un vestido amarillo que sabía que le gustaba y comprado un pastel de fresas, su favorito. Todo parecía perfecto, hasta que lo vi. Allí estaba Daniel, saliendo del instituto con una mujer alta, de cabello negro y un vestido rojo que le quedaba como un guante. Estaban tomados de la mano, y cuando él se inclinó para besarla apasionadamente, el mundo se me vino abajo.

—No puede ser... —murmuré, sintiendo que el aire me faltaba.

Solté el pastel, mi cuerpo temblaba, y el aire parecía faltar. Saqué mi celular, tomé una foto de ellos y los seguí en un taxi. El conductor me miró por el retrovisor, dudando.

—¿Segura que quiere seguirlos, señorita? No parece un lugar al que quiera ir.

—Sí, por favor, solo siga el auto. No me haga preguntas, se lo suplico. —Mi voz temblaba mientras trataba de contener las lágrimas.

Cuando llegamos a un motel, el conductor volvió a hablarme:

—¿Está segura de que quiere entrar ahí? Mire, señorita, no se ve como un buen lugar. Mejor vámonos.

—No puedo irme... tengo que saber. —Respiré profundo, intentando reunir valor. —Por favor, espere aquí. No se vaya, le pagaré el tiempo que necesite.

—Está bien, pero deje todo listo para salir corriendo. Esto no pinta bien. —Asintió con resignación y dejó el auto encendido.

Entré en la recepción del motel con el corazón latiéndome en los oídos. Me acerqué a la recepcionista, una mujer de mediana edad que me miró de arriba abajo.

—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó con voz desconfiada.

—Buena tarde. La pareja que acaba de entrar me contrató para un servicio... ya sabe. —Intenté sonar convincente, pero mi voz temblaba.

La mujer arqueó una ceja. —¿Eres nueva? Nunca te había visto por aquí.

—Sí, soy nueva. —Abrí un poco la chaqueta que llevaba encima, mostrando mi babydoll. —Mire, ellos me dijeron que viniera.

Pareció dudar unos segundos, pero finalmente suspiró y me dejó pasar. —Hab. 202. Segundo piso a la izquierda.

Subí por el ascensor, sintiendo que cada piso me llevaba más cerca del abismo. Cuando llegué frente a la puerta, me detuve. Una señora del aseo salió de una habitación cercana, sacudiendo la cabeza.

—Lo que uno tiene que ver, por Dios. Jovencita, ¿qué hace ahí parada? —me dijo con curiosidad.

—No sé qué hago aquí, pero... pero... —Las lágrimas comenzaron a acumularse en mis ojos.

—¿Está ahí su novio? —preguntó sin sorprenderse.

—No es mi novio, es mi esposo. Y hoy es mi cumpleaños... —Saqué la ecografía de mi bolso y la sostuve entre mis manos, temblando. —Estoy embarazada.

La mujer suspiró, como si hubiera escuchado la misma historia mil veces. —Si tiene celular, alístelo. Tome pruebas, eso ayuda a que el divorcio salga más rápido. —De su delantal sacó una llave y me la ofreció. —Rápido, antes de que se den cuenta que la estoy ayudando.

Tomé la llave con manos temblorosas, saqué el celular y respiré hondo antes de entrar.

Cuando abrí la puerta, los encontré en la ducha. El sonido del agua apenas podía ocultar lo que estaban haciendo. Mi visión se nubló por completo, pero aún así levanté el celular y empecé a grabar.

—¡¿Quién es usted y por qué nos está grabando?! —gritó la mujer, tratando de cubrirse.

Daniel se giró, su rostro pálido al verme. —Victoria... ¿qué haces aquí?

—¿Qué hago aquí? ¿De verdad tienes el descaro de preguntarlo? —le grité mientras le lanzaba la ecografía. —¡¿Por qué, Daniel?! ¡Hoy, justo hoy!

Salí corriendo antes de que pudiera responder, con su ropa en mis manos. Afuera, la señora del aseo me esperaba.

—Póngase esto y cúbrase. Yo me encargo de distraer a la recepcionista. —Me ofreció un gaban grande que me ayudó a ocultarme.

Bajé por el ascensor, temiendo que en cualquier momento alguien me detuviera. Cuando llegué al taxi, el conductor arrancó rápido.

—¿A dónde la llevo, señorita? —preguntó con voz preocupada.

—A mi casa... pero espere. Necesito empacar. —Le di la dirección y me quedé en silencio el resto del camino.

Cuando llegamos, empaqué mis cosas, dejé atrás mi vida y le pedí que me llevara al terminal de buses. Llamé a mi mamá para contarle todo, y aunque lloramos juntas, tomé la decisión de irme lejos.

Santa Marta fue mi refugio. Caminaba por la playa, miraba el amanecer y dejaba que las olas se llevaran mi dolor. Me refugié en mis K-dramas, primero los más tristes, llorando junto con las protagonistas. Luego cambié a los románticos, buscando una chispa de esperanza. Mi bebé era lo único que me daba fuerzas.

Cuando Daniel llamó, fue como abrir una herida que aún no había cerrado del todo. Pero su voz no me tambaleó: "Este bebé es mío", le dije. "Y no te necesito". Después colgué, más fuerte que nunca.

El mar y los dramas me salvaron, pero sobre todo, me salvó mi decisión de empezar de nuevo.

Epílogo: Han pasado muchos años desde aquella tarde lluviosa, pero todavía guardo el anillo. Lo tengo en una pequeña caja de madera que también era de mi abuela. Nunca he tenido que usarlo, como ella deseaba. Pero hay días en los que, sin motivo aparente, lo saco, lo miro y recuerdo su risa, su voz y el calor de aquella chimenea.

Cuando lo sostengo, siento su amor conmigo. Me recuerda que el amor no siempre es perfecto, pero es lo único que nos llena de verdad. Y mientras el mundo sigue girando, sigo creyendo en sus palabras: amar, con todo lo que eso implica, siempre será la verdadera magia de la vida.