La vasta mansión de la familia Volkov de Dragos se alzaba con majestuosidad en medio de las tierras que gobernaba. Su silueta dominaba el paisaje, como si fuese una sombra que observaba silenciosa todo cuanto se extendía más allá de sus muros. Desde las torres altas hasta las profundas bodegas subterráneas, cada piedra que formaba la estructura llevaba consigo siglos de historias, intrigas y secretos, pero también promesas de poder y ambición. Era un monumento a la perseverancia y al legado de una familia que no solo había sobrevivido a las guerras del pasado, sino que había prosperado.
Los Volkov, a diferencia de otras casas nobles del ducado, no se forjaron únicamente en el esplendor de la riqueza o el comercio, aunque eran dueños de vastas minas de hierro y gemas preciosas que llenaban las arcas de la familia. Su verdadero poder residía en su habilidad militar y en una disciplina férrea que los había hecho respetados en todo el territorio. A los hombres y mujeres de Dragos se les enseñaba a empuñar una espada desde temprana edad, y los Volkov no eran la excepción. Pero lo que realmente los distinguía era la recién fundada rama militar, una división nacida de la necesidad de proteger sus dominios y que se había ganado la reputación de ser implacable.
A la cabeza de esta casa se encontraba Lord Volkov, un líder cuya reputación se había labrado en innumerables batallas. Alto, imponente y de mirada severa, era el reflejo de lo que un guerrero debía ser: un hombre que traía gloria en el campo de batalla y que inspiraba respeto con solo su presencia. Pero el verdadero equilibrio de la casa recaía en su esposa, Lady Volkov, una mujer cuya inteligencia y perspicacia política había mantenido unida a la familia en tiempos de paz y de guerra. Mientras Lord Volkov forjaba alianzas con la espada, Lady Volkov tejía los hilos económicos y políticos que aseguraban el futuro del linaje.
Pero no todo en la familia era armonía. Las disputas entre los herederos de la casa, los hermanos mayores del joven Malaquías Volkov, eran un reflejo de las ambiciones ocultas que bullían dentro de los muros de la mansión. Varys, el primogénito, era un hombre calculador, obsesionado con cumplir con las expectativas de su padre y llevar el apellido Volkov a nuevas alturas. Lucien, el segundo en la línea, era tan astuto como Varys, pero menos disciplinado, y buscaba ganarse el favor de su madre para imponerse en la inevitable lucha por el liderazgo de la familia.
En medio de este juego de poder y expectativas se encontraba Malaquías, el menor de los hermanos, con tan solo diecisiete años. No era un líder nato como Varys ni un estratega astuto como Lucien, pero poseía algo que sus hermanos envidiaban en silencio: talento puro. Desde los cinco años, como era tradición en la rama militar de los Volkov, Malaquías había entrenado día y noche, convirtiéndose en un prodigio en el manejo de la espada y las artes de combate. Se graduó tres años antes de lo habitual, con honores que lo consagraron como uno de los mejores guerreros que la casa había producido en generaciones.
Sin embargo, ese talento era precisamente lo que lo hacía un punto de fricción en la familia. Su madre, temerosa de que su hijo menor se convirtiera en una herramienta más del juego político y militar de la casa, lo protegía con una ferocidad casi asfixiante. Lady Volkov lo amaba profundamente, pero ese amor se manifestaba en la forma de una jaula dorada que no le permitía volar. Su padre, en cambio, veía en él un arma, una posibilidad de fortalecer aún más el prestigio de la familia. Pero Malaquías no quería ser ninguna de esas cosas. Su ambición era otra: buscaba algo más allá de las paredes de la mansión, algo que aún no podía nombrar, pero que ardía en su interior como un fuego inextinguible.
El viento frío soplaba a través de los campos de Dragos, cubiertos por una ligera neblina matutina. Las tierras que rodeaban la mansión Volkov eran vastas y fértiles, bordeadas por colinas y bosques que parecían no tener fin. A lo lejos, las minas de hierro y plata, custodiadas por guardias de la familia, se extendían como cicatrices en la tierra. Eran la fuente de la riqueza de la casa, y de ellas surgían los recursos que mantenían en pie tanto al ejército como al comercio.
Malaquías se encontraba en el patio de entrenamiento, donde el sonido del acero chocando contra acero llenaba el aire. Jóvenes soldados, futuros guerreros de Dragos, entrenaban con dedicación bajo la supervisión de estrictos instructores. Entre ellos, Malaquías destacaba no solo por su habilidad, sino por la tranquilidad con la que se movía, como si el combate fuese parte de su naturaleza.
—¡Más rápido, Volkov! —gritó uno de los instructores mientras Malaquías bloqueaba un ataque con una precisión casi imposible.
—Ya voy rápido —respondió el joven, con una leve sonrisa mientras desarmaba a su oponente con un movimiento elegante.
Los otros soldados lo observaban con admiración y un toque de envidia. Malaquías no solo era hábil, sino que lo hacía parecer fácil, como si cada batalla estuviera coreografiada en su mente mucho antes de que ocurriera. Sin embargo, a él no le interesaba sobresalir. No entrenaba para ser un líder ni para ganar la aprobación de nadie. Entrenaba porque sentía que debía hacerlo, como si algo más grande lo estuviera esperando fuera de esas tierras.
Desde una de las ventanas del castillo, Lady Volkov lo observaba en silencio. Sus manos estaban cruzadas sobre su regazo, pero su mirada era intensa, cargada de preocupación.
—No debería estar allí —murmuró para sí misma, aunque sabía que no podía evitarlo. Malaquías era diferente, y eso la asustaba.
—Lo sobreproteges demasiado —dijo una voz a su espalda. Era Lord Volkov, que había entrado sin que ella lo notara. Su figura imponente llenaba la habitación, y su mirada se posó también sobre su hijo. —Es un guerrero. Es lo que debe ser.
—¿Un guerrero? ¿Y para qué? —respondió Lady Volkov, girándose hacia su esposo—. ¿Para que se pierda en alguna guerra absurda como tantos otros antes que él? No lo permitiré.
—No puedes retenerlo para siempre —dijo Lord Volkov con firmeza—. No es un niño. Él elegirá su propio camino.
Lady Volkov guardó silencio. Sabía que su esposo tenía razón, pero eso no calmaba la tormenta en su corazón.
Mientras tanto, en el patio, Malaquías finalizaba su sesión de entrenamiento. El sudor corría por su frente, pero su respiración permanecía constante, como si el esfuerzo no lo hubiese tocado. Se detuvo unos instantes y miró hacia el horizonte, más allá de las murallas que protegían las tierras de su familia. En su mente, un solo pensamiento lo atormentaba: "¿Qué hay más allá?"
No era solo curiosidad lo que sentía. Era una necesidad profunda, un llamado que no podía ignorar. A sus diecisiete años, ya había demostrado todo lo que podía en su hogar. Había ganado el respeto de su familia, el reconocimiento de sus instructores y la admiración de sus compañeros. Pero no era suficiente. La idea de pasar su vida dentro de los límites de Dragos le resultaba insoportable.
"Debo irme," pensó mientras apretaba el mango de su espada. "Debo encontrar mi propio camino."
La mansión Volkov, con sus amplios pasillos y paredes cubiertas de tapices que narraban la historia de batallas pasadas, parecía más una prisión que un hogar para él. Aunque sus padres lo trataban con cariño, había algo en esa casa, en ese ambiente, que lo ahogaba. Cada día, al entrenar o al escuchar las discusiones entre su madre y sus hermanos sobre el futuro de la familia, se sentía más atrapado en un destino que no había elegido. Las expectativas eran claras: el joven prodigio de la familia debería asumir algún día el liderazgo y llevar el nombre Volkov a nuevas victorias, pero Malaquías nunca lo vio de esa manera.
Esa mañana, mientras caminaba por los jardines de la mansión, el sol ya comenzaba a escalar el cielo, iluminando el paisaje que tanto le era familiar. Las fuentes brillaban bajo la luz cálida, y los árboles que rodeaban la mansión movían sus hojas al ritmo del viento. Malaquías observó a su alrededor, con la vista fija en las montañas lejanas, más allá de los terrenos que su familia había reclamado. Las tierras de Dragos, tan vastas y llenas de historia, no lo llamaban; lo que lo inquietaba, lo que lo atraía, era lo que estaba más allá. Sabía que, en algún lugar de ese mundo, había algo que él aún no había encontrado, algo que no podía hallar entre los muros de la mansión.
El ruido de los pasos lo sacó de sus pensamientos. Su madre apareció en el umbral de la puerta, observándolo con esa mirada penetrante que siempre tenía, como si pudiera leer su alma. Sabía lo que ella quería. Sabía lo que ella esperaba.
"Malaquías," comenzó Lady Volkov, su tono sereno pero firme. "Sé lo que estás pensando. Pero este no es el camino. Ya has demostrado tu destreza, tu fuerza. Pero el futuro de nuestra casa, de nuestra familia, no está en el exterior. Está en estos muros. Te necesitamos aquí."
Malaquías giró hacia ella, su rostro impasible, pero dentro de él, el conflicto era evidente. La mirada de su madre, aunque llena de cariño, también estaba cargada de miedo. Ella temía por él, temía que lo que él deseaba podría llevarlo por un camino oscuro, por un destino que ella no podía controlar.
"Lo sé, madre," respondió con calma. "Pero mi vida no puede ser solo lo que ustedes desean para mí. Quiero algo más que ser solo un nombre en una casa que nunca ha dejado de pelear por más poder. Quiero encontrar mi propio camino."
La tristeza y la preocupación se reflejaron en los ojos de Lady Volkov, pero no dijo nada más. Sabía que no podía detener a su hijo. Él era un prodigio, sí, pero más que eso, era un hombre con su propia voluntad, con un corazón lleno de deseos que ni ella ni nadie en la familia comprendían completamente. Por un breve instante, pareció derrotada, como si todo su esfuerzo por moldear el futuro de Malaquías hubiera sido en vano.
"Si debes irte, hijo mío," susurró finalmente, "que lo hagas con tu honor intacto. No olvides nunca lo que representas. No olvides que siempre tendrás un hogar aquí."
Con esas palabras, Malaquías sintió que el peso que había estado llevando sobre sus hombros durante tanto tiempo comenzaba a aliviarse. Había tomado una decisión, y esa decisión lo llevaría más allá de todo lo que había conocido.
Al caer la tarde, Malaquías hizo sus preparativos. Su madre no dijo nada más, pero la preocupación seguía en su rostro. Sin embargo, ella sabía que su hijo tenía su propio destino que debía cumplir. La despedida fue silenciosa, pero llena de emociones no expresadas.
Al salir de la mansión, Malaquías echó un último vistazo a los terrenos que tanto le habían dado, pero que al mismo tiempo lo habían limitado. Sabía que no volvería pronto. Su destino lo llamaba, y lo que había fuera de Dragos era todo un misterio que él debía descubrir por sí mismo. Con la mochila al hombro y su espada a su lado, se adentró en el camino, sabiendo que, aunque la ruta fuera incierta, ya no había vuelta atrás.
El sonido de los cascos de su caballo resonó en el aire, mientras el paisaje cambiaba a medida que avanzaba. Las montañas que formaban el borde de Dragos se alzaban majestuosamente a su izquierda, y el vasto campo de hierba se extendía frente a él. El viento acariciaba su rostro y le traía el aroma de la tierra fresca, como si la misma naturaleza lo estuviera alentando a seguir adelante.
La aldea estaba a un par de días de distancia. Un pequeño asentamiento rodeado de campos cultivados y bosques que se perdían en la niebla. Al llegar, el aire parecía más denso, como si el lugar tuviera un peso histórico que lo hacía distinto. Los edificios eran simples, con techos de madera y paredes de piedra, pero lo que más llamó la atención de Malaquías fue la taberna en el centro del pueblo. La puerta crujió al abrirse, y la calidez que emanaba del interior contrastaba con el aire fresco de la noche.
Al entrar, un murmullo recorrió la sala, y las miradas se centraron en él, un forastero con una espada a la espalda y un aire decidido. La taberna era pequeña, con mesas de madera desgastadas y una chimenea en el fondo que mantenía el ambiente cálido. Sin embargo, el silencio que se hizo al entrar no le gustó. Era una quietud incómoda, como si su presencia rompiera una especie de equilibrio.
El posadero, un hombre de barba tupida y rostro curtido por los años, lo observó en silencio, pero no dijo nada. Malaquías se acercó al bar y pidió algo de beber, buscando calmar la tensión que sentía. Se sentó en una mesa vacía, aún percibiendo las miradas que lo seguían. No era miedo lo que sentía, pero sí una sensación de incomodidad, como si algo estuviera a punto de suceder.
El ambiente se tensó aún más cuando un grupo de hombres rudos entró, con rostros duros y miradas desafiantes. Malaquías los observó sin moverse, tomando su bebida con calma. Sin embargo, no podía evitar percatarse de que se acercaban lentamente a su mesa. Sabía lo que querían. Sabía que estaba por enfrentarse a algo más que simples palabras.
"¿Vas a beber solo, muchacho?" dijo uno de ellos con voz áspera, mientras los otros lo rodeaban. "O prefieres que te hagamos compañía."
Malaquías no dijo nada al principio. No era necesario. En su mente, ya estaba preparando su respuesta. No era la primera vez que se encontraba en una situación como esa, y su entrenamiento le había enseñado que la calma era la clave.
"Quizás prefiero estar solo," respondió con tono firme, dejando claro que no buscaba pelea.
El hombre que había hablado se acercó más, una sonrisa burlona dibujándose en su rostro. "¿Aún no has entendido lo que estamos diciendo, pequeño?" La amenaza estaba clara en su voz.
Antes de que pudiera decir más, Malaquías se levantó, desenvainando su espada con una rapidez que dejó a todos sorprendidos. En un solo movimiento, desarmó al hombre que estaba frente a él, y en un giro rápido, derribó a otro que intentó atacarlo por el costado.
La pelea fue rápida, brutal. Malaquías se movió con agilidad, sus reflejos tan precisos como los de un animal cazador. Cada golpe era certero, cada movimiento calculado. Los bandidos, aunque más numerosos, no eran rivales para él.
Cuando la pelea terminó, seis hombres estaban tendidos en el suelo, derrotados. Solo quedaba uno, y Malaquías lo observó detenidamente, respirando con calma mientras la adrenalina seguía corriendo por su cuerpo.
En ese momento, una figura se acercó desde las sombras, un hombre alto, con una mirada calculadora. Malaquías lo observó, pero no hizo ningún movimiento. El hombre se presentó con calma, su tono bajo pero firme.
—Me llamo Darius —dijo, extendiendo la mano—. He servido bajo el mando de tu padre. Y ahora, quiero unirme a tu viaje.
Malaquías lo miró en silencio, desconfiado, pero algo en la mirada de Darius le dijo que no estaba ante un enemigo. Al menos no aún.
—¿Por qué? —preguntó Malaquías, sabiendo que no había mucho en lo que pudiera confiar de un extraño.
—Porque he visto lo suficiente para saber quién eres —respondió Darius sin titubear, clavando sus ojos en los del joven Volkov—. Un guerrero no se forma solo con entrenamientos. Necesita ver el mundo, y tú… tú buscas algo más allá de lo que Dragos puede ofrecerte.
El aire entre ambos se volvió denso. Malaquías observó con cuidado los gestos de Darius: la firmeza en su postura, la seguridad en su voz. No parecía un hombre que improvisara, sino alguien que planeaba cada palabra y acción con precisión.
—¿Cómo sabes lo que busco? —insistió Malaquías, cruzándose de brazos.
Darius sonrió apenas, como si la pregunta fuera más para sí mismo que para su interlocutor.
—No lo sé con certeza —respondió—, pero lo reconozco. Lo he visto antes en otros hombres que no podían quedarse quietos. Tu padre no es un hombre fácil de seguir, pero yo serví bajo su mando y aprendí a identificar a quienes, como él, tienen algo especial. Y tú… lo tienes.
Malaquías no respondió de inmediato. Aún no estaba convencido. ¿Quién era realmente este hombre? ¿Y por qué lo seguía con tanto interés?
—¿Qué quieres de mí? —preguntó finalmente.
—Nada. Solo quiero ver hasta dónde llegarás —contestó Darius con honestidad. Luego señaló hacia el exterior de la taberna, donde la noche ya había caído por completo—. Y creo que no querrás desperdiciar el tiempo aquí. Todavía hay un asunto que resolver con esos bandidos.
Malaquías no pudo evitar fruncir el ceño. Aún no confiaba en Darius, pero su lógica era innegable. El problema de los bandidos seguía en pie, y no podía ignorarlo. Sin decir más, Malaquías asintió con la cabeza.
—Muy bien —dijo al fin—. Pero que quede claro: no somos aliados aún.
Darius inclinó ligeramente la cabeza, aceptando los términos.
—Por ahora, no necesito serlo.
Sin perder más tiempo, ambos salieron de la taberna. El frío del aire nocturno los golpeó al instante, y el único sonido que los acompañaba era el crujir de la nieve bajo sus botas. A unos pasos de distancia, uno de los bandidos que había sido noqueado seguía inconsciente, tirado junto a un barril medio roto. Malaquías se acercó y lo inspeccionó con atención.
—Este servirá —dijo con calma, observando a Darius de reojo.
Darius sonrió de lado y se agachó, sujetando al bandido por el cuello del abrigo para arrastrarlo sin miramientos hacia una zona más apartada, donde las sombras cubrían cualquier movimiento. Malaquías lo siguió en silencio, atento a cada detalle.
Al llegar a un pequeño callejón detrás de la taberna, Darius dejó caer al bandido contra una pared, haciendo que el hombre gimiera por el golpe. Malaquías se cruzó de brazos, observando cómo Darius manejaba la situación con frialdad.
—Despierta —dijo Darius con voz grave, dándole una ligera bofetada en el rostro.
El bandido abrió los ojos lentamente, aturdido. Al ver las figuras que lo rodeaban, intentó moverse, pero sus manos y piernas no le respondían del todo.
—¿Q-qué…? ¿Quiénes son ustedes? —balbuceó.
Darius se inclinó hacia él, acercándose lo suficiente para que el bandido pudiera ver la intensidad de su mirada.
—Escucha bien, porque no voy a repetirlo —dijo Darius con calma—. Nos dirás dónde está tu guarida, cuántos hombres tiene tu líder y todo lo que necesitemos saber. Y si mientes… bueno, no querrás saber lo que pasa.
El bandido tragó saliva con dificultad, mirando de reojo a Malaquías, que seguía firme y en silencio. Malaquías no necesitaba hablar para imponer respeto; su sola presencia, con la mano descansando sobre la empuñadura de su espada, bastaba para hacer temblar a cualquiera.
—N-no lo haré… Korr me matará si hablo —dijo el bandido, intentando mostrar valentía.
—Y yo te mataré ahora mismo si no hablas —respondió Darius sin inmutarse, sacando lentamente una daga de su cinturón y colocándola a centímetros del cuello del hombre.
El bandido palideció. Sus ojos se abrieron de par en par, y pudo ver en Darius la amenaza de alguien que no estaba bromeando.
—¡Está bien, está bien! —gritó al fin, con desesperación—. Nuestra guarida está al este, en las ruinas cerca del acantilado. Hay más de cincuenta hombres allí, y Korr es el más fuerte de todos… No tienen oportunidad contra él.
—Déjanos preocuparnos por eso —respondió Darius, apartando la daga con un gesto rápido.
El bandido respiró aliviado, pensando que su tormento había terminado. Sin embargo, Darius se giró hacia Malaquías, su expresión neutral, como si estuviera evaluándolo.
—¿Y qué hacemos con él? —preguntó Darius, su voz calmada pero firme—. Tú decides, joven Volkov. Lo matamos aquí mismo o lo dejamos ir.
El bandido volvió a palidecer, mirando suplicante a Malaquías.
Malaquías no respondió de inmediato. Su mirada se clavó en el bandido, como si estuviera evaluando cada uno de sus pecados. No sentía pena por él, pero tampoco le veía sentido a quitarle la vida a alguien que ya no representaba una amenaza.
—Déjalo vivir —dijo finalmente Malaquías, apartando la mirada—. Ya nos ha dicho lo que necesitamos saber.
Darius levantó una ceja, sorprendido, pero no dijo nada. Soltó al bandido, que cayó al suelo de rodillas.
—Vete —dijo Darius con desdén—. Y reza para no volver a cruzarte con nosotros.
El bandido no esperó a que se lo repitieran. Se levantó como pudo y echó a correr, desapareciendo en la oscuridad de la noche.
Malaquías se giró hacia Darius, su mirada seria.
—¿Tienes algún problema con mi decisión?
Darius negó con la cabeza, guardando su daga.
—Ninguno. Solo quería ver qué clase de hombre eres.
—Espero que eso haya respondido tu pregunta —respondió Malaquías, con un tono firme pero calmado.
Darius asintió, y una leve sonrisa apareció en sus labios.
—Lo ha hecho. Vamos, tenemos trabajo que hacer.
Sin perder más tiempo, ambos hombres comenzaron a caminar en dirección al este, hacia las ruinas del acantilado. La noche seguía siendo oscura y silenciosa, pero ahora, una nueva determinación guiaba sus pasos.
El aire se sentía más frío a medida que avanzaban, un viento cortante que arrastraba hojas secas y polvo por el camino pedregoso. La oscuridad era apenas interrumpida por la pálida luz de la luna, que iluminaba las siluetas de los árboles torcidos y de las ruinas que comenzaban a aparecer en el horizonte.
Malaquías y Darius caminaban con determinación, sus pasos firmes pero sigilosos. Malaquías, acostumbrado a largas jornadas de entrenamiento y patrullaje, mantenía el ritmo sin esfuerzo. Por su parte, Darius avanzaba como un depredador, sus movimientos precisos, como si cada paso estuviera calculado para evitar cualquier sonido innecesario.
—¿Esto siempre fue una ruina? —preguntó Malaquías de repente, rompiendo el silencio mientras observaba las estructuras desmoronadas que se alzaban como sombras amenazantes.
Darius, que había estado observando el terreno con atención, giró la cabeza ligeramente.
—No siempre —respondió—. Hubo un tiempo en que estas tierras pertenecían a un pequeño señor feudal. Las guerras lo arrasaron todo. Ahora solo son el refugio de ratas y hombres sin honor.
Malaquías asintió, comprendiendo el peso de las palabras. Thalvoria estaba llena de historias como aquella, donde las ambiciones de unos pocos terminaban en el olvido, dejando tras de sí solo huesos y piedras rotas.
De repente, Darius levantó una mano, deteniéndose en seco. Malaquías hizo lo mismo de inmediato, tensando su cuerpo y buscando el origen del peligro.
—¿Qué sucede? —murmuró el joven, apenas audible.
Darius señaló al suelo delante de ellos. A simple vista, no había nada extraño, pero al observar con más atención, Malaquías pudo ver lo que su compañero había notado: cuerdas delgadas y disimuladas entre la maleza, conectadas a una serie de mecanismos rudimentarios. Trampas.
—Ingeniosas, pero básicas —dijo Darius con voz baja—. Un mal paso y no estaríamos vivos para contarlo.
Malaquías observó las trampas con detenimiento. Aquellos bandidos no eran simples brutos; sabían defender su territorio, aunque fuera de manera rudimentaria.
—¿Alguna idea para sortearlas? —preguntó Malaquías, su tono neutral.
Darius sonrió levemente.
—Sí. No tocarlas.
Con movimientos cuidadosos, Darius comenzó a moverse entre las trampas, señalando a Malaquías dónde debía colocar sus pies. El joven lo siguió con la misma precisión, adaptándose a la situación con la facilidad de alguien entrenado para superar obstáculos bajo presión.
A mitad del trayecto, un ruido distante los puso en alerta. Voces y pasos que venían de más adelante, probablemente una patrulla de bandidos regresando a la guarida.
—Rápido —susurró Darius, acelerando el paso sin perder la cautela.
Se ocultaron detrás de un muro derrumbado, apenas a tiempo para ver a un grupo de tres bandidos pasar junto a ellos, arrastrando lo que parecía ser un saco lleno de provisiones. Los hombres iban hablando en voz alta, quejándose de las órdenes de Korr y de las horas que debían patrullar por turnos.
—Maldito Korr —gruñó uno de ellos—. Se cree un rey solo porque puede aplastar un par de cráneos.
—Mejor no digas eso donde pueda escucharte —advirtió otro—. ¿Quieres que te haga lo mismo que al último que se quejó?
Las risas forzadas del grupo se perdieron en la distancia mientras continuaban su camino. Malaquías observó a Darius, quien hizo un gesto con la cabeza, indicándole que era momento de seguir adelante.
—¿Siempre tan eficientes? —murmuró Malaquías en voz baja.
—Solo cuando hace falta —respondió Darius con un destello de diversión en su voz.
Finalmente, el camino los llevó hasta una ladera, desde donde pudieron ver, a lo lejos, las luces de una fogata y la silueta de lo que parecía una gran entrada de piedra, custodiada por un par de hombres armados. Era la guarida de Korr.
Malaquías se agachó, observando con detenimiento.
—¿Cincuenta hombres? —susurró.
—Quizás menos si la patrulla no vuelve a tiempo —respondió Darius, evaluando la situación con ojos calculadores—. Pero aún así, es una pelea difícil para dos hombres.
—¿Planeas retirarte? —preguntó Malaquías, su tono serio.
Darius soltó una breve carcajada, como si la idea fuera absurda.
—Nunca. Pero la fuerza bruta no nos llevará lejos. Necesitamos una estrategia.
Malaquías asintió, su mente ya trabajando en un plan.
—Primero debemos encargarnos de los guardias —dijo Malaquías—. Si alertan a los demás, será mucho más difícil.
—De acuerdo. Tú tomas al de la izquierda; yo me encargo del otro —respondió Darius sin dudar.
El silencio volvió a envolverlos mientras se preparaban para moverse. Malaquías desenfundó su espada con movimientos fluidos, el metal reflejando débilmente la luz de la luna. Darius, por su parte, sacó dos dagas, prefiriendo un enfoque más sigiloso.
—¿Listo? —preguntó Darius en voz baja.
—Siempre.
Ambos se movieron como sombras, descendiendo por la ladera con pasos silenciosos. El viento soplaba con más fuerza ahora, arrastrando consigo el olor de la fogata y el sonido lejano de voces desde el interior de la guarida. Los guardias no sospechaban nada, charlando entre ellos para pasar el rato.
El primero en actuar fue Darius. Con una rapidez impresionante, el mercenario se deslizó detrás del guardia de la derecha, cubriendo su boca con una mano y hundiendo susen el costado del hombre. El cuerpo cayó al suelo sin hacer ruido.
Malaquías, por su parte, avanzó con precisión hacia el segundo guardia, que apenas tuvo tiempo de girarse antes de que la espada atravesara su pecho.
Ambos cuerpos quedaron inmóviles sobre el suelo, y Malaquías limpió su espada en el abrigo del guardia caído antes de volver a guardarla en su funda.
—Rápido y limpio —dijo Darius con aprobación, observando a su compañero.
Malaquías no respondió. Su mirada estaba fija en la entrada de piedra, donde se vislumbraba la oscuridad del interior.
—Esto apenas comienza —murmuró, ajustando el mango de su espada.
Darius sonrió, sacando otra de sus dagas.
—Entonces será mejor que estemos listos.
Juntos, ambos hombres se adentraron en la guarida, sus siluetas desapareciendo en la penumbra. Lo que los esperaba adentro era una batalla que pondría a prueba no solo sus habilidades, sino también su voluntad de sobrevivir.
La oscuridad dentro de la guarida era espesa, apenas rota por el parpadeo de antorchas clavadas en las paredes de piedra. El olor a humedad y sudor impregnaba el aire, mezclado con el eco distante de voces y el crujir del fuego. Malaquías y Darius avanzaban con cautela, sus pasos amortiguados por la tierra compacta bajo sus pies.
—Mantén la guardia alta —murmuró Darius, su tono apenas audible.
—No tienes que recordármelo —respondió Malaquías en voz baja, con una confianza que no necesitaba exagerar.
El corredor principal se extendía frente a ellos, con ramificaciones que llevaban hacia habitaciones secundarias. A lo lejos, podían oír el sonido de risas descontroladas, voces rugosas y el choque de jarras. Los bandidos estaban reunidos, relajados en su aparente seguridad.
Darius se detuvo, inclinándose hacia una esquina, donde una puerta de madera semiabierta mostraba una tenue luz en su interior. Observó a Malaquías y asintió con un gesto.
—No podemos dejar cabos sueltos —susurró.
Malaquías entendió al instante. Desenvainó su espada lentamente, el sonido del metal apenas perceptible, y avanzó hacia la puerta. Darius, con una daga en cada mano, lo siguió de cerca.
Dentro, dos bandidos estaban sentados en una mesa destartalada, jugando cartas bajo la luz temblorosa de una lámpara de aceite. No se percataron de la presencia de los dos intrusos hasta que fue demasiado tarde. Malaquías cruzó el umbral con rapidez y abatió al primer hombre con un corte limpio al cuello. El segundo apenas tuvo tiempo de levantarse antes de que Darius lo silenciara con una daga lanzada directamente a su pecho.
El ruido fue mínimo. Los cuerpos cayeron pesadamente al suelo, y Malaquías miró a Darius con un brillo aprobatorio en los ojos.
—Sigamos —dijo el Malaquías, avanzando sin perder tiempo.
El pasillo continuaba descendiendo, como si la guarida estuviera incrustada en el corazón de la tierra misma. La luz de las antorchas se hacía más tenue, y la voz de los bandidos, más fuerte. Finalmente, llegaron a una amplia sala que se abría frente a ellos, iluminada por un gran fuego en el centro.
Malaquías se detuvo en seco, ocultándose tras una columna de piedra. Desde allí pudo ver el campamento improvisado: decenas de bandidos estaban reunidos, algunos comiendo y bebiendo, otros afilando armas o discutiendo entre sí. Al fondo, sobre una especie de trono improvisado hecho con madera y pieles, se encontraba un hombre corpulento, con una barba descuidada y una cicatriz que cruzaba su rostro de lado a lado. Korr.
—Ese debe ser él —murmuró Darius, con los ojos fijos en el líder de los bandidos.
—Cincuenta hombres, tal vez menos después de lo que vimos afuera —respondió Malaquías—. No será fácil.
—Nunca lo es —Darius sonrió levemente, como si disfrutara del desafío—. Pero no vamos a dejar que eso nos detenga, ¿verdad?
Malaquías no respondió, pero su mirada era clara. No había lugar para el miedo ni para la duda. La batalla era inevitable, y él había entrenado toda su vida para momentos como este.
—Tomaremos la iniciativa —dijo Darius, preparando sus dagas—. Confía en tus movimientos y en tu instinto.
Malaquías asintió y, sin más palabras, desenvainó su espada. El brillo del acero relució bajo la luz del fuego, y con una señal casi imperceptible, ambos hombres avanzaron.
La calma en el campamento se rompió en un instante. Darius lanzó una de sus dagas con precisión mortal, clavándola en el cuello de uno de los hombres más cercanos al fuego. Malaquías, por su parte, irrumpió con velocidad implacable, cortando a través de los primeros enemigos con movimientos limpios y calculados.
—¡Intrusos! —rugió uno de los bandidos, mientras el resto comenzaba a reaccionar.
La sala estalló en caos. Los hombres se apresuraron a tomar sus armas, algunos tropezando en el proceso, mientras otros cargaban directamente hacia los dos guerreros. Malaquías giró sobre sí mismo, esquivando un hacha que pasó rozando su cabeza, y atravesó a su atacante con un movimiento preciso.
Darius, ágil y letal, se movía entre los enemigos como una sombra. Sus dagas brillaban mientras cortaban tendones y gargantas con eficiencia brutal, cada movimiento acompañado por un flujo perfecto de energía.
—¡Mantén la formación! ¡Maten a esos malditos! —rugió Korr desde su trono, levantándose con furia.
Un grupo de cinco bandidos cargó directamente hacia Malaquías, intentando rodearlo. Malaquías, con una calma impresionante, observó sus movimientos y esperó el momento preciso. El primero atacó con un golpe amplio de espada, pero Malaquías lo esquivó con un paso lateral y contraatacó, cortando su pierna y derribándolo al suelo. El segundo y el tercero llegaron al mismo tiempo, pero con una pirueta, Malaquías bloqueó uno de los ataques y dejó al otro fuera de combate con un corte rápido al abdomen.
—¿Es todo lo que tienen? —murmuró con frialdad, su mirada clavada en los dos restantes.
Mientras tanto, Darius ya había abatido a varios hombres más y se dirigía directamente hacia Korr. El líder de los bandidos lo vio venir y tomó un enorme martillo de guerra que descansaba junto a su trono.
—¡Ven aquí, maldito perro! —rugió Korr, golpeando el suelo con el martillo y haciendo retumbar la sala.
Darius sonrió con confianza, girando una de sus dagas entre los dedos.
—Con gusto.
La batalla entre ambos estaba por comenzar, mientras Malaquías continuaba enfrentándose a los últimos bandidos que quedaban. La guarida retumbaba con el sonido de espadas chocando, gritos de muerte y el rugido del fuego que ardía en el centro.
La tensión en la sala era palpable. El rugido del martillo de Korr al chocar contra el suelo reverberaba en las paredes de piedra, como si el lugar mismo reaccionara al desafío de aquel gigante. Darius, con una sonrisa confiada, dio un par de pasos hacia adelante, sus movimientos calculados, como un depredador que acecha a su presa.
—¿Crees que eso te hará invencible? —murmuró Darius, girando una de sus dagas entre los dedos.
—¡Ven a comprobarlo tú mismo! —rugió Korr, levantando el martillo y cargando con una fuerza descomunal.
El suelo crujió bajo sus pisadas, y Darius apenas tuvo tiempo de esquivar el golpe. El martillo impactó contra el suelo con un estruendo que levantó polvo y astillas de roca, pero Darius ya se había deslizado a un costado. Sus dagas brillaron en el aire mientras lanzaba un corte rápido hacia el costado de Korr, rozando su carne y arrancándole un gruñido de frustración.
—¡Te mueves demasiado! —bramó Korr, girando con furia y balanceando el martillo en un arco amplio.
Darius saltó hacia atrás, evitando el golpe por un margen estrecho. A cada movimiento del bandido, el líder demostraba que su fuerza era tan peligrosa como su tamaño. Malaquías, mientras tanto, había acabado con los últimos rezagados que se atrevían a enfrentarlo y observaba la escena desde un costado, con la espada aún en mano.
—No deberías subestimarlo, Darius —murmuró Malaquías, con una voz apenas audible.
Darius sonrió, sin apartar la vista de su oponente.
—No lo estoy haciendo.
Korr, jadeante pero aún lleno de ira, levantó su martillo una vez más. Esta vez, en lugar de atacar con fuerza bruta, trató de acorralar a Darius, cerrando la distancia entre ambos y limitando sus movimientos. El mercenario, sin embargo, seguía mostrándose sereno, como si estuviera jugando con su presa. Con una velocidad impresionante, se deslizó bajo el brazo de Korr y clavó una de sus dagas en el hombro del bandido, haciendo que el arma pesada cayera ligeramente.
—¡Maldito seas! —gritó Korr, tambaleándose.
Darius retrocedió un par de pasos, su mirada afilada como una a.
—Eres fuerte, pero la fuerza sin agilidad es inútil.
Korr intentó un último ataque, levantando el martillo con ambas manos, decidido a aplastar a Darius de una vez por todas. Pero en ese momento, Darius se movió con precisión quirúrgica, lanzando su segunda daga. El arma giró en el aire y se clavó directamente en el cuello de Korr, quien se detuvo en seco, soltando el martillo con un estrépito. Sus manos intentaron desesperadamente detener el flujo de sangre, pero era demasiado tarde.
—No… puede ser… —murmuró Korr, antes de desplomarse pesadamente al suelo.
El silencio llenó la sala. Los ecos de la batalla aún resonaban en las paredes, pero ya no quedaba nadie que pudiera levantarse para luchar. Darius se acercó al cuerpo inerte del líder de los bandidos y, con calma, recuperó sus dagas, limpiándolas en la capa raída de Korr.
Malaquías avanzó lentamente, su mirada fija en el campo de batalla que acababan de dejar atrás. Cadáveres yacían por todas partes, algunos aún aferrados a sus armas, otros con expresiones de terror grabadas en sus rostros.
—No ha sido fácil —dijo Malaquías en voz baja—. Pero al menos hemos terminado con esto.
Darius soltó una risa breve, como si el esfuerzo apenas le hubiera cansado.
—Terminado aquí, tal vez. Pero dudo que esta sea la última vez que nos encontremos con gente como ellos.
Malaquías asintió, observando el trono improvisado que Korr había dejado vacío. El fuego en el centro de la sala crepitaba, proyectando sombras en las paredes, como si las almas de los caídos aún permanecieran allí.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Darius, con un tono más serio.
Malaquías guardó su espada, su mirada firme.
—Seguimos adelante.
Sin más palabras, ambos comenzaron a buscar en el campamento. Encontraron provisiones, mapas desgastados y un par de cofres con monedas robadas que no les interesaron demasiado. Para Malaquías, el objetivo no había sido el botín, sino demostrar algo: que no habría obstáculo lo suficientemente grande como para detenerlo.
Cuando finalmente salieron de la guarida, el aire fresco de la noche los envolvió como un alivio. Las estrellas brillaban con más intensidad ahora, como si el cielo mismo reconociera su victoria.
Darius miró al joven Volkov con una mezcla de respeto y curiosidad.
—¿Y ahora? —preguntó.
Malaquías miró el horizonte, donde la oscuridad se extendía sin fin.
—Ahora empieza lo difícil.
El Ducado de Varyon
Descripción: Un extenso ducado dividido en varias regiones, aldeas y pequeñas ciudades, gobernado desde la capital Varyth por la Familia Ducal de Varyon. Las tierras se distribuyen entre varias familias nobles, que administran sus regiones como vasallos del duque.
Capital: Varyth.
Economía y estructura: El ducado prospera gracias a la minería, la agricultura y las rutas comerciales. Aunque en tiempos de paz predomina la economía, las tensiones políticas y las amenazas externas mantienen las fuerzas militares en constante vigilancia.
La Familia Volkov
Título: Condes al servicio del ducado de Varyon.
División de la Familia:
Rama Principal: Gobierna la Región de Valtheria, una tierra fértil, productiva y con pequeñas ciudades y aldeas clave que mantienen el centro económico y político de la familia. La región es rica en comercio y agricultura, siendo uno de los pilares del ducado.
Ramas Menores: Se encargan de otras aldeas o tareas más específicas, como el comercio, la administración de recursos o el enlace con otras familias nobles.
Relación entre ramas: Aunque la rama principal y la rama militar comparten el mismo linaje, existen tensiones debido a los celos y las luchas de poder internas. La rama militar ha ganado prestigio y respeto gracias a su fortaleza, pero la rama principal aún mantiene el control político y económico.
Pequeña Biografía de Malaquías Volkov
Nombre Completo: Malaquías Volkov.
Edad: 17 años.
Rama: Pertenece a la rama militar de los Volkov.
Descripción: Reconocido como el mayor prodigio militar de su generación, Malaquías sobresalió en su entrenamiento, terminándolo a los 17 años con menciones honoríficas, algo inédito para su edad. Aunque tiene el respeto de su familia y de su región, él busca algo más que servir a los intereses de los Volkov. Su objetivo no es el poder, sino encontrar su propia fuerza y descubrir su propósito en el mundo.
Biografía de Darius
Nombre Completo: Darius.
Edad: Cerca de 30 años.
Descripción: Un exsoldado de élite que sirvió en las fuerzas especiales bajo el mando del padre de Malaquías. Darius dejó el ejército debido a la falta de desafíos en tiempos de paz, sintiéndose vacío sin un propósito claro. Al ver a Malaquías, reconoce en él un potencial único y decide seguirlo en su viaje para protegerlo y descubrir hasta dónde puede llegar el joven Volkov.
Personalidad: Calculador, experimentado y honorable, pero con un toque de cinismo debido a su pasado en la guerra.
Información de los Bandidos
Nombre del Grupo: Los Cuervos de Piedra.
Descripción: Una banda violenta que opera desde las ruinas antiguas en los límites de Dragos y otras aldeas menores bajo el dominio de los Volkov. Su propósito es controlar rutas comerciales y saquear aldeas, aprovechando la falta de vigilancia en esas regiones.
Líder: Korr el Rojo.
Descripción: Un mercenario brutal y astuto que desertó de los ejércitos del ducado para formar su propio grupo. Es temido por su fuerza física y su capacidad para controlar a sus hombres con mano de hierro.
Fuerza: Bajo su mando hay 50 bandidos bien organizados, aunque no son guerreros disciplinados. Compensan su falta de entrenamiento con tácticas sucias y emboscadas.
Objetivo: Sembrar el caos en regiones menos vigiladas y expandir su influencia hacia ciudades pequeñas.