El mercado era un bullicio de voces, risas y regateos que se alzaban en el aire como un canto caótico, un himno involuntario a la supervivencia diaria. Entre los puestos de frutas brillantes y los artesanos con manos agrietadas, se movía una figura peculiar, imposible de ignorar, pero igual de fácil de ignorar si uno lo deseaba.
Aiden caminaba con una mezcla de solemnidad y desparpajo, como un rey sin reino, un general sin ejército. En su muñeca, una cuerda de algodón oscilaba ligeramente, atada al mango de un cuchillo de cocina barato que se balanceaba al ritmo de sus pasos. El cuchillo era su única compañía, su única constante en un mundo que no parecía ofrecerle más que desconcierto.
El sol, despiadado en el cielo, se reflejaba en la hoja gastada del cuchillo, lanzando destellos que danzaban sobre los adoquines del mercado. Aiden, sin embargo, parecía ajeno al calor y al bullicio. Sus ojos, dos abismos negros que absorbían todo a su alrededor, escaneaban el entorno con una intensidad que resultaba casi incómoda para quienes cruzaban su mirada.
—Vamos, cuchillo, es hora de nuestra caminata diaria —murmuró, inclinando ligeramente la cabeza hacia su muñeca.
Era una frase que repetía con la familiaridad de un ritual, como si el cuchillo fuera más que un objeto inanimado. Para él, lo era. El cuchillo no era solo un utensilio de cocina barato; era su confidente, su cómplice, su aliado en una guerra invisible que nadie más parecía notar.
Pasó frente a un puesto de frutas donde un hombre de rostro arrugado y ceño fruncido lo observaba con una mezcla de curiosidad y desagrado. Aiden se detuvo un instante, dejando que la cuerda se tensara ligeramente, y le dedicó una sonrisa que podría interpretarse como amigable o perturbadora, dependiendo de quién la recibiera.
—¡Eh! —gritó el frutero, señalando con un dedo manchado de jugo de melón—. ¿Qué clase de loco pasea un cuchillo por el mercado? ¡Eso no es un juguete, chico!
Aiden giró lentamente la cabeza hacia él, como si estuviera procesando sus palabras con una deliberación exagerada. Luego, levantó la muñeca para que el cuchillo quedara más visible, permitiendo que el sol arrancara un último destello de su hoja.
—El cuchillo nunca miente —respondió, con una voz tranquila, pero con una gravedad que parecía desproporcionada para la situación—. Siempre me dice la verdad. A veces, esa verdad no es lo que la gente quiere escuchar.
El frutero parpadeó, confundido, y murmuró algo inaudible antes de volver a su puesto. Aiden se encogió de hombros y siguió caminando, ajeno al efecto que sus palabras y acciones podían tener en los demás.
Un poco más adelante, un puesto de pollo asado capturó su atención. El olor era irresistible, una mezcla de especias, grasa y humo que flotaba en el aire como una promesa. Aiden se detuvo frente al puesto, observando los pollos girando lentamente sobre el fuego, sus ojos reflejando las llamas.
—¿Sabes, cuchillo? —dijo en voz alta, como si realmente esperara que el cuchillo le respondiera—. Siempre he pensado que el pollo asado tiene una especie de dignidad. Como si aceptara su destino con una gracia que pocos humanos pueden igualar.
Mientras esperaba su turno para comprar un pollo, Aiden sintió algo que lo incomodaba profundamente. No era un instinto sobrenatural ni alguna habilidad cultivada, sino una sensación aplastante, como si el aire a su alrededor estuviera siendo comprimido por una presencia invisible. Giró la cabeza, buscando el origen de esa molestia, y lo encontró: allí estaba nuevamente uno de ellos. Esta vez, un hombre vestido con una túnica blanca, con una mirada fija que Aiden no terminaba de entender.
No era el único. En los últimos días, varios como él habían aparecido, siempre al margen, siempre mirando. Cultivadores de alto rango, sus presencias abrumadoras lo hacían sentir como un insecto bajo una lupa, algo que nunca había experimentado antes. Su piel hormigueaba, como si el mundo luchara por adaptarse a esas existencias desbordantes. Aunque no podía nombrarlo, sabía que algo en ellos era diferente, perturbador. No lo miraban con hostilidad, ni desprecio, sino con una fascinación incómoda, como si lo observaran por algo que ni él mismo entendía.
Aiden sonrió para sí mismo mientras intentaba ignorar esa presión. No era un cultivador, ni poseía técnicas impresionantes o linajes legendarios, solo un cuchillo, un par de preguntas y esa molesta sensación de que el mundo no era como todos creían. Sin embargo, esos hombres lo seguían como si esperaran algo, y esa expectativa lo irritaba profundamente.
Cuando le entregaron su pollo, caminó hacia una mesa cercana, dispuesto a ignorar las miradas y disfrutar de su comida. Pero entre bocado y bocado, sus ojos se alzaban hacia el cultivador de túnica blanca, quien, aunque intentaba parecer impasible, dejaba entrever una mezcla de admiración y respeto apenas contenida. Era como si estuviera frente a algo que no comprendía, pero que reverenciaba por instinto.
Aiden masticó un trozo de pollo con deliberada lentitud antes de hablar, su tono seco y cargado de sarcasmo.
—¿Qué pasa? —preguntó finalmente, con la boca medio llena—. Hace semanas que me siguen como si fuera algún tipo de espectáculo ambulante. ¿No tienen algo mejor que hacer?
El cultivador parpadeó, sorprendido por la franqueza de Aiden, pero recuperó la compostura rápidamente.
—No es nada personal —respondió, con tono calmado, aunque sus ojos brillaban con una emoción contenida.
Aiden soltó una carcajada tonta, pero con un filo que cortaba el aire.
—Claro, claro, nada personal —repitió, burlándose del tono formal del hombre—. Déjame adivinar: estás esperando que haga algo increíble, ¿verdad? Algún tipo de milagro o desastre. Pero ¿qué pasa si solo estoy aquí por el pollo?
El cultivador mantuvo la mirada, y aunque no respondió, sus labios esbozaron una sonrisa apenas perceptible, como si hubiera escuchado algo que confirmaba una sospecha íntima. Esa reacción irritó aún más a Aiden, quien volvió a centrarse en su comida, fingiendo que la conversación había terminado, aunque por dentro no podía evitar que su mente comenzara a divagar.
Sus ojos se posaron en el cuchillo sobre la mesa, su expresión cambiando de la indiferencia a algo más afilado, más curioso. Mientras lo observaba, una chispa de duda cruzó su mente. ¿Qué demonios veían esos cultivadores en él? pensó. ¿Por qué su mera presencia parecía retorcer el mundo a su alrededor? Y, más importante aún, ¿por qué parecían convencidos de que su mera existencia tenía algún significado que él mismo desconocía?
—¿Sabes, cuchillo? —dijo, apoyando la barbilla en una mano—. A veces pienso que tú sabes algo que yo no. Algo importante. ¿Qué es, eh? ¿Qué secreto estás guardando?
El cuchillo, por supuesto, no respondió. Pero Aiden estaba seguro de que, de alguna manera, la respuesta estaba ahí, esperando a ser descubierta.
Mientras el cielo se oscurecía lentamente y los primeros indicios de una tormenta se hacían evidentes, Aiden se levantó, tomó su cuchillo y continuó su camino. Los cultivadores seguían observándolo con ojos fanáticos, pero él no les prestó más atención.
Por ahora, su única preocupación era encontrar un buen lugar para reflexionar... y tal vez comprar otro pollo.