La luz del amanecer invadía la habitación con una insolencia casi ofensiva, rebotando en las paredes descascaradas y filtrándose por la cortina raída que Aiden nunca se molestaba en cerrar. Despertó con el cabello revuelto, una maraña gris que cubría parcialmente su rostro, y con una expresión de absoluto desconcierto, como si hubiera olvidado no solo dónde estaba, sino también quién era.
Entonces, ocurrió. Una chispa de claridad surgió de entre el caos de su mente.
—Si el pan siempre cae del lado de la mantequilla… —susurró, aún tendido en su colchón en el suelo—, ¿qué pasaría si ambas caras tuvieran mantequilla?
El pensamiento lo paralizó. Sus ojos negros, completamente opacos, se abrieron al máximo mientras miraba el techo como si estuviera observando el infinito. Lentamente, se incorporó, cruzando las piernas sobre el colchón con la solemnidad de un monje en meditación.
—¿Y si eso…? No, no puede ser tan simple. Pero si lo fuera… —murmuraba para sí mismo, entrelazando los dedos y frunciendo el ceño. De repente, giró la cabeza hacia su cuchillo, que descansaba en el suelo, atado a su cuerda como un perro fiel. Lo levantó y lo sostuvo frente a su cara, observando su hoja mellada y cubierta de ligeras manchas oscuras que se negaban a desaparecer, sin importar cuánto las lavara.
—Cuchillo, viejo amigo… ¿es esta la clave para desafiar la gravedad misma? ¿O acaso somos prisioneros de una ley cósmica más allá de nuestro entendimiento?
El cuchillo, como de costumbre, no respondió. Pero Aiden interpretó su silencio como una afirmación, lo cual era suficiente para él.
Finalmente, se levantó y se dirigió a la cocina, donde un trozo de pan duro esperaba su destino en un rincón de la mesa. Lo sostuvo entre los dedos como si se tratara de una reliquia sagrada. Sin más ceremonia, le dio un mordisco, y mientras masticaba, encendió una pequeña hornilla que apenas funcionaba.
Aiden rompió un huevo en la sartén con una torpeza deliberada y se quedó mirando cómo la clara se extendía lentamente.
—Si el universo tiene reglas, ¿quién las impuso? —dijo en voz alta, como si estuviera dando una conferencia ante un público invisible—. Y más importante, ¿por qué no puedo romperlas yo?
La clara comenzó a cuajar en la sartén, llenando la habitación con un aroma modesto pero reconfortante. Aiden estaba a punto de servirse cuando una presión extraña, como un peso intangible sobre sus hombros, lo hizo detenerse. No era un sonido externo, sino una presencia; una que sabia reconocer muy bien. Entonces, un crujido rompió el silencio. No venía de la cocina ni del exterior, sino de la mesa detrás de él.
Se giró lentamente y allí estaba: el cultivador vestido de blanco de ayer, sentado con una calma inquietante, como si aquel fuera su lugar habitual. Aiden lo observó con una mezcla de desdén y resignación.
—Buenos días, Aiden —dijo el hombre, inclinando la cabeza con una cortesía que no encajaba en la escena.
Aiden no respondió de inmediato. Con el cuchillo en una mano y el huevo a medio servir en la otra, evaluó la situación con una ceja arqueada. Finalmente, dejó el huevo sobre la mesa y se sentó frente al intruso, colocando el cuchillo entre ambos, una barrera simbólica, aunque ineficaz frente a esa abrumadora presencia.
—¿Eres el real o sólo un nuevo capítulo de mi demencia matutina? —preguntó con un tono cargado de aburrimiento y sarcasmo.
El hombre sonrió con una serenidad que a Aiden le resultaba irritante.
—Soy muy real. Mi nombre es Ethan Tian, discípulo de la Secta de la Verdad.
Aiden arqueó la otra ceja, fingiendo interés mientras sus dedos tamborileaban sobre la mesa.
—¿Y qué haces en mi cocina, Ethan Tian de la Secta de la Verdad? ¿Viniste a criticar mi sartén o acaso mi pan seco?
—Ni tu sartén ni tu pan me interesan —respondió Ethan, ignorando la burla—. Hemos estado observándote.
Aiden soltó una risa seca y se recostó en la silla, balanceándola sobre dos patas.
—¿Observándome? ¿Qué clase de secta tiene tanto tiempo libre como para seguir a un loco con un cuchillo y pan viejo?
Ethan inclinó la cabeza, como si considerara cuidadosamente su respuesta, aunque sus ojos mostraban una admiración apenas contenida.
—Nos interesa tu mente, Aiden, no tu cuchillo ni tu pan. Esa red hiperactiva que nunca descansa, ese torbellino de pensamientos que ve patrones donde otros solo ven vacío. Tu esquizofrenia funcional, si es que podemos llamarla así, no es un defecto; es una ventana abierta a cosas que nadie más puede percibir. Y esa conexión instintiva con todo lo que te rodea, incluso con aquello que otros no pueden sentir... Eso es lo que buscamos. Creemos que podrías ser el Santo Niño de la Verdad.
Aiden dejó que las patas de la silla regresaran al suelo con un golpe seco, pero su mirada se mantuvo fija en Ethan.
—El Santo Niño de la Verdad… Suena como el título de un mal libro de autoayuda.
Ethan no se inmutó.
—No es un título vacío, Aiden. Es un camino. Una invitación para trascender, para alcanzar un poder que desafía los límites de lo que cualquier mortal puede imaginar. Únete a nosotros y cultiva bajo nuestras enseñanzas. Podrías descubrir que la realidad no es más que un lienzo esperando ser reescrito.
Aiden observó a Ethan en silencio por un momento, sintiendo nuevamente esa presión intangible. La calma del hombre parecía ocultar algo más profundo, una devoción casi incómoda que lo irritaba y, al mismo tiempo, lo intrigaba.
Tomó el cuchillo y lo levantó frente a su rostro.
—¿Qué opinas, cuchillo? —preguntó, girándolo lentamente como si esperara una respuesta—. ¿Deberíamos unirnos a una secta con un nombre tan ridículamente presuntuoso?
Giró el cuchillo ligeramente, como si esperara que le susurrara al oído. Finalmente, asintió como si hubiera recibido una respuesta concreta.
—Dice que lo pensaré —afirmó, clavando la mirada en Ethan—. Pero no me gusta apresurarme con estas cosas.
Ethan se levantó con la misma calma con la que había llegado, haciendo una leve reverencia. Aiden no pudo evitar notar que, aunque el hombre intentaba parecer sereno, sus ojos brillaban con algo que parecía una mezcla de respeto y fascinación mal disimulada.
—Hazlo, Aiden. Únete a nosotros y cultiva bajo nuestras enseñanzas. Es el camino más claro hacia lo que buscas. Pero no tardes demasiado... Las verdades no esperan, y tampoco nosotros.
Cuando se fue, Aiden terminó su desayuno en silencio, ocasionalmente lanzando comentarios al cuchillo.
—¿Verdades? ¿Qué tipo de verdad necesita una secta? Las buenas verdades no necesitan cadenas. Las mejores son las que descubres por ti mismo, tropezando y cayendo, ¿no crees?
El cuchillo, como siempre, no respondió, pero la extraña presión que había quedado en el ambiente le hizo sentir que, de alguna forma, Ethan no se había marchado del todo. Por lo que Aiden decidió salir a dar un paseo para librarse de esa extraña presión.
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La vida en el mercado bullía con una energía vibrante, una sinfonía de gritos, risas y el aroma de especias, frutas y pan recién horneado. Aiden caminaba entre la multitud con su peculiar aire despreocupado, el cuchillo colgando de su cuerda mientras saludaba a conocidos con exagerados movimientos de manos.
—¡Aiden! —gritó una florista anciana desde su puesto, mientras ajustaba la flor que colgaba sobre su cabeza—. ¿Hoy no paseas nada raro?
—¡Mi cuchillo es insuperable! —respondió, levantándolo como si fuera un trofeo.
Un grupo de niños corrió hacia él, mirando el cuchillo con ojos curiosos. Entre ellos, uno de los más pequeños dio un paso atrás, como si algo lo hubiera inquietado sin razón aparente, pero rápidamente sus ojos volvieron a fijarse en el brillante filo.
—¿Por qué llevas un cuchillo con una cuerda? —preguntó uno de los niños.
—Es porque está vivo —respondió Aiden con una sonrisa cómplice—. Y si no se porta bien, lo saco a pasear para que aprenda modales.
Los niños rieron, pero Aiden notó que el más pequeño, el mismo que había dudado un instante antes, se detuvo al mirar un puesto cercano. Un hombre, con una mirada tan impasible que parecía casi fuera de lugar, acomodaba unas cajas, sin parecer notar a nadie más. Aiden lo observó un momento, sin entender por qué su presencia le parecía extraña pero... algo en la quietud del hombre no encajaba. No le dio más importancia, sin embargo.
Con una sonrisa juguetona, continuó su camino, saludando a un comerciante de frutos secos.
—¿Frutos secos hoy, Aiden? —preguntó el vendedor mientras ofrecía una bolsa llena de almendras.
—No, hoy solo pan —respondió Aiden, dándole una palmada en la espalda mientras avanzaba. El hombre sonrió y lo observó partir, aunque su mirada se demoró un poco más de lo habitual, como si algo estuviera pasando por su mente que no lograba entender.
Aiden no lo notó, pero un ligero escalofrío recorrió su espalda cuando pasó cerca de una tienda de amuletos. El anciano que la atendía levantó la vista, sus ojos brillando con una extraña luz. No dijo nada, solo lo observó en silencio, y por un instante, Aiden se sintió como si hubiera estado bajo escrutinio, algo que no lograba identificar pero que, por alguna razón, no podía ignorar. Decidió seguir caminando sin detenerse.
—Hoy es un día peculiar, no crees? —dijo el anciano, pero apenas lo oyó, se limitó a sonreír sin dar importancia a las palabras.
A medida que avanzaba por el mercado, algo en el aire se volvió más denso. Las voces de la gente se sentían distantes, como si el bullicio que normalmente le daba vida ahora lo empujara a una periferia invisible. En la lejanía, un hombre de capa gris caminaba sin prisa entre la multitud, sus pasos implacables, como si todo a su alrededor se desvaneciera mientras él permanecía firme.
Un niño, casi perdido entre la multitud, se giró hacia Aiden en un instante de silencio extraño y, tras mirarlo de arriba abajo, volvió su mirada hacia el hombre de la capa. Aiden no se dio cuenta de esa mirada, o de cómo el niño bajaba la cabeza rápidamente, apretando las manos al costado.
Aiden siguió caminando, sintiendo algo que no era del todo claro. La presión en el aire se hizo más palpable y, aunque no veía nada fuera de lo común, un sentimiento de que algo estaba cambiando, o incluso a punto de suceder, lo envolvía.
De repente, un suave murmullo, apenas audible, flotó entre los puestos cercanos, como si alguien hablara demasiado bajo para ser escuchado, pero que, de alguna manera, lograba atravesar el bullicio. Aiden no pudo captar las palabras, pero la sensación permaneció.
—¿Qué será de este lugar? —susurró un hombre de túnica a su compañero, a unos metros de distancia. La pregunta no parecía dirigida a nadie en particular, y el compañero no respondió, solo asintió lentamente.
Aiden se detuvo por un momento, un leve suspiro escapó de sus labios mientras se frotaba la nuca, como si tratara de sacudirse una sensación molesta. El cuchillo en su muñeca pareció tensarse ligeramente, y con un movimiento inconsciente, Aiden lo observó por un segundo. El filo brilló bajo la luz del día, pero de una forma extraña, como si algo lo estuviera mirando en lugar de él. La sensación de inquietud aumentó.
Siguió caminando, pero el aire parecía más denso. Cada paso era más pesado, cada sonido más lejano. La gente a su alrededor parecía moverse a una velocidad diferente, casi como si estuvieran sincronizados en un tiempo que no era el suyo.
Y, de repente, sin previo aviso, el bullicio del mercado comenzó a desvanecerse poco a poco, reemplazado por un silencio inquietante. Aiden sintió un escalofrío recorriéndole la espalda, y el cuchillo pareció pesar más en su mano.
Las figuras a su alrededor comenzaron a alargarse y retorcerse, sus rostros convirtiéndose en máscaras grotescas. Las risas de los niños se deformaron en ecos distantes, y las voces de los comerciantes se volvieron murmullos incomprensibles.
Aiden se detuvo en medio de la calle vacía, su respiración entrecortada mientras una sonrisa torcida se formaba en su rostro.
—Bueno, cuchillo… parece que hemos cruzado otra puerta.
El cuchillo brilló débilmente bajo la luz grisácea, y Aiden avanzó, adentrándose en un mundo donde las reglas de la realidad ya no aplicaban.