El sol iluminaba el balcón del palacio imperial, proyectando sombras suaves sobre el mármol pulido. Rose, con su porte impecable y su vestido de terciopelo azul oscuro que resaltaba la elegancia de su figura, permanecía firme frente al emperador Damián. La brisa jugaba con sus mechones de cabello mientras sus ojos dorados se encontraban con los grises y fríos de Damián.
El silencio entre ellos era opresivo, un duelo no declarado que se libraba en sus miradas. Fue Damián quien rompió el silencio, inclinando apenas la cabeza en un gesto de respeto que solo él podía hacer sin perder un ápice de autoridad.
—Lady Rose —dijo, con voz baja pero cargada de control—. Qué inesperado encuentro. ¿Qué asuntos te traen aquí?
Rose, manteniendo una expresión serena, inclinó ligeramente la cabeza. Su voz era cortés, pero había un filo que solo alguien como Damián podía percibir.
—Majestad, es un placer encontrarme con usted. Sin embargo, hay algo que me gustaría discutir. Si me lo permite, hablaré no como una noble de este imperio, ni como su subordinada, sino como la esposa de Adam.
Los labios de Damián se curvaron apenas en una mueca de interés, pero su expresión se mantuvo neutral. Señaló con un gesto hacia el borde del balcón.
—Adelante, Lady Rose. Habla.
Rose avanzó un paso, su mirada fija en la de Damián. A pesar de la imponente presencia del emperador, ella no vaciló. Su voz era clara, fría, y resonaba con una autoridad que nacía de la seguridad en sus palabras.
—Entiendo que siente algo por mi esposo, Majestad. No necesito que lo confirme ni que lo niegue. Es algo que he notado desde hace tiempo. Y aunque no comprendo completamente sus razones, no es mi lugar juzgarlo. Sin embargo —su voz se endureció ligeramente—, sé que me odia. No por quién soy, sino porque estoy al lado de Adam. Porque soy la mujer que él eligió.
La mandíbula de Damián se tensó apenas, pero sus ojos seguían fijos en los de Rose, como si intentara descifrar cada una de sus palabras. Rose aprovechó su silencio para continuar.
—Sé que odia a quienes están cerca de Adam, que considera que cualquiera que comparta su vida le quita algo que cree suyo. Pero le advierto, Majestad, que no toleraré que intente apartarme de él. Adam me eligió a mí. Es mi esposo y el padre de mis hijos, y yo soy quien siempre estará a su lado.
El aire parecía haberse vuelto más frío, y el silencio que siguió a sus palabras era como una cuerda tensada al máximo. Finalmente, Damián desvió la mirada hacia el horizonte, donde los jardines del palacio se extendían como un mar verde y dorado bajo el sol.
—Eres valiente, Rose. Más de lo que esperaba —dijo finalmente, su voz más baja pero no menos firme—. Pero no te confundas. Lo que siento por Adam es mío. No importa quién seas o qué lugar ocupes en su vida. Eso nunca cambiará.
Rose apretó los labios, pero no apartó la mirada. En su interior, un fuego ardía, pero su exterior era hielo puro.
—Puede sentir lo que quiera, Majestad. Pero Adam me eligió, y yo nunca permitiré que nada ni nadie se interponga entre nosotros. Usted podrá ser el emperador, pero incluso eso tiene sus límites.
Damián la miró entonces, por primera vez mostrando algo más que frialdad en sus ojos. Había una mezcla de respeto y algo más profundo, algo que no dijo en voz alta. Pero su postura seguía siendo rígida, impenetrable.
—Espero que esa fortaleza tuya nunca se rompa, Lady Rose. Porque la necesitarás para proteger lo que amas.
Rose inclinó ligeramente la cabeza, pero sus ojos no perdieron el contacto con los de Damián.
—Gracias por su consejo, Majestad. Pero siempre he sabido proteger lo que es mío.
Con esas palabras, se giró y comenzó a caminar hacia la salida del balcón. Antes de desaparecer completamente, se detuvo un momento y añadió, con un tono más suave pero igual de firme:
—Espero que algún día encuentre algo que lo haga tan feliz como Adam me hace a mí.
Damián no respondió. Permaneció en el balcón, mirando hacia el horizonte, con sus emociones cuidadosamente contenidas pero agitadas en su interior. El eco de las palabras de Rose resonaba en su mente mientras el viento soplaba suavemente, como si intentara llevarse las tensiones que habían quedado en el aire.
En el profundo silencio de los pasillos ocultos del palacio imperial, Damián se dirigió a una habitación que pocos conocían. Era su santuario personal, un espacio secreto que había construido a lo largo de los años. Al entrar, cerró la pesada puerta detrás de él, aislándose del mundo exterior.
El cuarto estaba tenuemente iluminado por candelabros dorados. Las paredes estaban adornadas con retratos que, para cualquier observador externo, parecían inusuales en un lugar dedicado al emperador. Pero cada cuadro tenía un tema en común: Adam
En el lado derecho de la habitación, un retrato de Adam como un niño pequeño destacaba, su expresión inocente y sus grandes ojos carmesí llenos de curiosidad, capturados con maestría. Más adelante, otro retrato mostraba a Adam en su adolescencia, su belleza apenas comenzando a florecer, con una mirada que mezclaba desafío y vulnerabilidad. Y en el centro de la habitación, el cuadro más grande y elaborado: Adam en su adultez, con su porte noble, su cabello rosado cayendo en mechones suaves, y esa mirada fría que siempre parecía guardar secretos.
El cuarto no tenía nada de patético ni de lamentable. Cada detalle era meticuloso, desde los candelabros dorados que iluminaban tenuemente el lugar, hasta el trono de terciopelo negro en el centro. Todo en este espacio era un homenaje, una celebración silenciosa de la persona que significaba todo para él.
Damián caminó con calma hasta el centro de la habitación, deteniéndose frente al retrato más grande de Adam, el que lo mostraba en su adultez. Sus dedos rozaron el borde del marco mientras su mirada se perdía en los detalles del cuadro.
—Adam… —murmuró, su voz profunda resonando en el silencio del cuarto—. Tú, más que nadie, siempre has sido mi fuerza. Mi centro.
Se sentó en su trono, reclinándose ligeramente mientras cruzaba una pierna sobre la otra. Su postura, aunque relajada, transmitía autoridad. Levantó una copa de vino de la mesa cercana y la giró lentamente entre sus dedos, como si estuviera reflexionando.
—¿Es esto una obsesión? Tal vez. Pero nunca usaría ese amor para destruir lo que has construido. Tu felicidad es mía también, aunque nunca pueda ser yo quien la otorgue. —Damián sonrió con amargura, pero no había derrota en su expresión, solo una aceptación firme de la realidad.
Sus dedos rozaron el brazo del trono mientras su mirada permanecía fija en el cuadro.
Sus ojos se movieron al cuadro de Adam en su juventud, recordando los años que habían pasado juntos. Había visto a Adam en sus peores momentos, había sido testigo de su fortaleza y su crecimiento. Más que amor, lo que sentía era una devoción inquebrantable. Y aunque su corazón ansiaba más, su mente sabía que Adam había hecho su elección.
—Te amo, Adam. Más de lo que las palabras pueden expresar. Pero nunca rompería lo que eres por ello. —Su tono era bajo, pero lleno de determinación.
Apoyó la copa en la mesa, sin haber tomado ni un sorbo. Se levantó, ajustándose las mangas de su túnica imperial, y volvió a mirar los cuadros. Estos no eran simples retratos para él; eran representaciones de los momentos que más atesoraba.
Su mirada se endureció, reflejando el poder y la determinación de un emperador. Aunque nunca cruzaría la línea con Adam, no dudaría en eliminar cualquier obstáculo que pusiera en peligro su bienestar.
—No soy un hombre lamentable, Adam. Soy el hombre que te ama en silencio, el que asegurará que tu felicidad permanezca intacta, incluso si eso significa mantenerme en las sombras.
Damián se giró, saliendo del cuarto con pasos firmes. No miró atrás, porque no lo necesitaba. Su amor por Adam no era una cadena que lo atara, sino una fuerza que lo empujaba a seguir adelante, a ser el pilar que siempre estaría allí, sin importar qué.
De repente El recuerdo de su padrele vino , el anterior emperador, era un espectro que lo perseguía. Un hombre cruel y manipulador, que no dudaba en usar a las personas como herramientas para sus ambiciones. Su madre, , había sido quebrada por ese hombre. Y la madre de Adam, una figura trágica en la historia de su familia, había sufrido aún más. El amor de su padre hacia ella no había sido amor, sino una obsesión enfermiza que la había llevado a detestarlo profundamente.
"Yo no seré como él", se dijo Damián, su mandíbula apretándose con determinación mientras sus pasos resonaban en los pasillos.
"No ataré a Adam a mí. No lo destruiré con mis deseos."
El secreto que ocultaba la familia imperial era uno que pocos conocían, uno que ni siquiera Adam conocía por completo. El linaje de los Von Zuream estaba construido sobre mentiras, traiciones y sangre.
¿Qué pasaría si Adam supiera toda la verdad? ¿Si supiera que incluso su existencia estaba marcada por los pecados de su padre? Damián había hecho todo lo posible por protegerlo de esas verdades, por mantenerlo al margen de las intrigas y las sombras que lo consumieran.