Era el año 1819 en una vieja hacienda de México. Una señora colocó una taza de café en la antigua mesa de madera mientras dos hombres, uno joven y otro viejo, hablaban de negocios. La atmósfera estaba cargada de expectación y tensión. De un lado, el hacendado Don Gregorio Montero, un hombre de mediana edad con el rostro curtido por el sol y los años de malas cosechas, acompañado por su esposa e hijos, quienes observaban cómo Don Gregorio hablaba con un joven.
—Señor de la Vega —empezó Don Gregorio con voz vacilante—, esta hacienda ha estado en mi familia por generaciones. Aunque Nueva España está en guerra, hemos sobrevivido ya años así... No estoy seguro de si puedo... o si debo venderla.
Del otro lado, Carlos de la Vega, un joven de mirada penetrante y sonrisa confiada, vestido con un traje oscuro de excelente corte, lo miraba directamente, flanqueado por cuatro guardaespaldas imponentes, estoicos y con las manos en las empuñaduras de sus espadas. Parecería el típico villano cobrador de deudas.
Carlos esbozó una sonrisa calculada, pero sus ojos permanecieron fríos, evaluando cada gesto y cada palabra.
—Don Gregorio, comprendo perfectamente el valor sentimental que esta hacienda tiene para usted. Pero permítame ser claro: esta oferta es única y no se repetirá.
Carlos hizo un gesto, y uno de sus hombres colocó con un golpe seco un cofre en la mesa frente a Gregorio. Al abrirlo bruscamente, reveló pilas de relucientes monedas de plata que brillaron bajo el sol.
El destello de la plata atrajo la atención de todos. La familia de Don Gregorio contuvo el aliento; los ojos de su esposa se abrieron con una mezcla de codicia y alivio. Hacía años que ella quería dejar América y regresar a España, pero simplemente no tenían los recursos. Los hijos, que eran niños, soltaron murmullos de asombro, pues con la guerra, nunca habían visto tanta riqueza en su corta vida.
Carlos, inclinándose hacia el cofre, tomó una moneda de plata.
—Le ofrezco una suma que ningún otro comprador podrá igualar: treinta mil pesos de plata en este cofre —dijo con voz firme—. Es suficiente para cubrir todas sus deudas, asegurar el futuro de su familia y vivir cómodamente en España. Pero la oferta es todo o nada, aquí y ahora. Incluye la hacienda, sus tierras, todos los muebles... y los peones que trabajan en ellas.
Mientras la familia Montero intercambiaba miradas llenas de emoción y Don Gregorio tragaba saliva, Carlos no les prestaba atención. En su lugar, jugaba con una moneda de plata, recordando cómo en unos pocos meses su vida dio tantos giros como esa moneda.
Dos meses antes… Nevado de Toluca, 2027
El sol apenas comenzaba a ascender en la cima cuando el grupo llegó al Nevado de Toluca. El aire frío azotaba sus rostros y los paisajes nevados se extendían como una manta blanca a su alrededor. Carlos, Luis, Isabela y Mariana se habían tomado el día libre para escapar de la rutina universitaria y disfrutar del imponente volcán que vigilaba su ciudad.
Al llegar a la cima del valle, Isabela se ajustó su bufanda y comentó:
—Hace frío, estoy cansada y me falta el aire, pero definitivamente vale la pena subir aquí.
—Solo por la vista ya vale la pena —dijo Carlos, en total acuerdo.
—¿La vista o mejor dicho las selfies? ¡Sonrían! —bromeó Mary mientras hacía una foto grupal.
—¿Segura que quieres publicar esa foto? Esa chamarra te hace ver gorda.
—¡Oh, cállate! ¿No sabes que la edad y el peso son temas que nunca debes tocar con una mujer? —lo reprendió Mariana.
—Dejando de lado la obesidad de Mary... este paisaje me hace sentir como si estuviera en una película épica. ¿No sienten que va a aparecer un dragón o algo así? —dijo Carlos.
—O algo aún más raro —añadió Isabela.
—¿Más raro? ¿Como qué? —preguntó Mary.
—Como que al regresar a casa bajes dos kilos —dijo Luis con una sonrisa juguetona en su cara.
—¡Que no estoy gorda, es la chamarra! —gritó Mary, indignada. Luego corrió hacia Isabela mientras fingía llorar en su pecho.
Carlos reía entre dientes y fijó su mirada hacia el horizonte. Un cómodo silencio envolvió a los cuatro mientras admiraban los dos grandes lagos, misteriosos y profundos, envueltos en una nieve blanca que teñía todo el paisaje.
—Quiero volver —dijo Mariana con una voz deprimida y triste.
—¿Estás bromeando? Apenas comienzas a quemar calorías... —Sus palabras murieron en su boca cuando vio la mirada penetrante que Isabela le lanzaba.
—No te lo tomes personal, solo estábamos bromeando.
—No es eso —respondió Mariana.
—Entonces, ¿qué pasa? —preguntó Isabela, confundida.
—Me tiemblan las piernas...
Todos dirigieron la mirada a las pobres y delgadas piernas de Mariana que temblaban como espaguetis que apenas se mantenían firmes.
Eligiendo no mencionar la falta de condición física de Mariana, Carlos eligió cuidadosamente sus palabras:
—Cuidado, tal vez la falta de aire te esté afectando. Puede ser mal de altura, pero no te preocupes, descansemos un poco aquí. Además, imagina las geniales fotos que tomaremos en los lagos y la nieve.
—¡No necesito descansar! ¡Vamos de una vez! —En un giro de 180 grados, la enérgica Mariana encabezó el descenso hacia el Lago de la Luna.
Carlos, por su parte, caminaba un poco más atrás, fascinado por el paisaje. Sin embargo, había algo en el aire que le parecía extraño, una sensación en el fondo de su mente que no lograba sacudirse. El frío no le molestaba, pero sentía que algo lo llamaba. Algo... desconocido.
Cuando llegaron al lago, un extraño evento llamó su atención: un hombre desnudo y encorvado estaba parado en la orilla del lago. Inmerso en tan extraña escena, Carlos no pudo evitar caminar hacia él. Una voz lo sacó de su trance.
—¡Hey, Carlos! —gritó Luis desde atrás—. No te alejes tanto, luego te pierdes y te vamos a tener que rescatar.
Carlos sonrió para sí mismo. Era cierto, desde que comenzaron la caminata por el nevado, no había podido concentrarse del todo. Un murmullo sutil en el fondo de su mente lo hacía perderse en sus pensamientos. La sensación aumentaba conforme avanzaban por el sendero.
—No es nada, solo estoy... disfrutando la vista —respondió, buscando al extraño hombre. No es como si me gustara ver hombres desnudos, pensó para sí mismo, pero para su sorpresa, no había nadie por la zona.
Cuando llegaron al fondo del valle donde se encontraban las lagunas, la sensación se intensificó. El paisaje que se abrió ante ellos era algo fuera de este mundo: el valle contenía dos cuerpos de agua, las famosas Lagunas del Sol y la Luna. El reflejo del cielo en sus aguas claras era hipnótico, y el silencio que las rodeaba daba una sensación de misterio.
Conforme Carlos se acercaba a la Laguna de la Luna, sintió un cosquilleo en su nuca. La sensación de ser observado.
—Este lugar... no sé, algo está... raro —dijo, sin apartar la vista de la laguna.
—Es solo la altura, Carlos. Te afecta el oxígeno —bromeó Luis desde atrás—. Ya te dije que no eras bueno para estas aventuras, pero nunca me escuchas.
—Es increíble, ¿no? —murmuró Mariana, asombrada mientras tomaba miles de fotos—. Parece un lugar sacado de una leyenda, y más porque hay tan poca gente de visita.
—Es un buen lugar para encontrar inspiración —comentó Isabela—. Seguro que de aquí puedes sacar una idea para una de esas historias que te gusta escribir, ¿o no, Carlos?
Carlos no respondió. Estaba demasiado concentrado en algo que apenas lograba identificar. Una fuerza invisible parecía guiar sus pasos hacia la Laguna de la Luna. Sentía cómo lo llamaba, un tirón en lo más profundo de su ser, como si algo enterrado en la tierra lo esperara.
—Voy a caminar un poco más allá —dijo Carlos, sin esperar la respuesta de sus amigos. Un destello había captado toda su atención.
—¡Ey! ¡No te alejes tanto! —le gritó Luis de nuevo, aunque esta vez Carlos no lo escuchó.
—Yo lo vigilaré, últimamente ha estado en las nubes —dijo Isabela antes de correr detrás de Carlos.
—¡No se separen, chicos! Después de todo, así mueren los personajes en las películas de terror —gritó Luis.
—El primero en morir siempre es el negro.
—¡Oye! —gritó indignado Luis, quien era de tez oscura ante el comentario racista de Mariana.
—Aún me debes otra por tu comentario sobre mi peso.
Luis, sabiamente, decidió permanecer en silencio.
Carlos había llegado a la orilla de la Laguna de la Luna, un cuerpo de agua tan quieto que parecía estar detenido en el tiempo. El eco de sus pensamientos se amplificaba con cada paso. Y entonces, lo vio.
Era apenas un destello en la tierra, algo que sobresalía de entre las piedras y la nieve. Carlos se agachó, sintiendo su corazón latir más rápido sin entender por qué. Con las manos temblorosas, comenzó a escarbar. Pronto, sus dedos tocaron una superficie dura, fría al tacto, pero que irradiaba una extraña calidez a través de su piel. Sacó lo que estaba incrustado en una placa de piedra; parecía ser una joya o talismán. En el centro, un rostro tallado en jade, rodeado por una piedra turquesa.
Carlos lo observó, sintiendo que ese objeto era mucho más que una simple joya. Había algo antiguo, algo poderoso en su diseño.
—Carlos, ¿qué encontraste? —preguntó Isabela, que se había acercado al notar su silencio.
—No lo sé... —murmuró él, todavía embelesado por el talismán.
Como si la atmósfera hubiera cambiado, una extraña neblina acompañada por una ventisca pareció descender de la montaña, reduciendo rápidamente la visibilidad y la temperatura.
Antes de que Carlos pudiera procesar más, algo extraño ocurrió. Al tocar la joya, una energía recorrió su cuerpo. El aire a su alrededor cambió de forma abrupta, y una presión invisible lo envolvió. El paisaje del nevado comenzó a desvanecerse ante sus ojos, disolviéndose como humo en el viento. El mundo a su alrededor comenzó a girar; el sonido se desvaneció, y todo lo que veía se volvió borroso.
—¡Carlos, Isabela, vuelvan! —gritó Luis desde la distancia, pero la voz de su amigo sonaba distorsionada y lejana.
Carlos sintió cómo su cuerpo tocaba tierra. Cayó de rodillas, sujetando el talismán con fuerza. Cerró los ojos, intentando luchar contra la sensación de perderse en el vacío.
Y luego... silencio.
Cuando Carlos volvió a abrir los ojos segundos después y el mareo comenzó a disiparse, podía ver un paisaje similar, pero a la vez bastante diferente. Estaba parado en el mismo lugar, pero el suelo bajo sus pies ya no era de nieve, sino de polvo y tierra. El frío que calaba su piel fue sustituido por un aire cálido, y la neblina por un cielo despejado. Donde antes todo era blanco, ahora todo era marrón; donde antes era ruidoso, una extraña calma lo envolvía todo.
El cielo despejado insinuaba que el clima había cambiado por completo. Cuando su mente logró asimilar los cambios exteriores, su atención recayó en los cambios interiores que estaba sufriendo su cuerpo. Se sentía empoderado; la energía que irradiaba el misterioso talismán se vinculaba a su ser. Después de unos segundos de disfrutar la sensación, el talismán que antes resonaba con poder, se calmó.
No fue hasta ese momento que Carlos procesó la extraña situación en la que se encontraba. Estaba solo en el nevado, sin esos pocos turistas ni sus amigos que visitaban el valle. Gritó fuertemente, pero no pudo encontrar a nadie. Comenzó a caminar, dejando la laguna atrás para ver si encontraba a Isabela y sus amigos; quizás fueron a la otra laguna. Pero cuando se alejaba, tuvo un sentimiento familiar, ese tirón hacia la zona donde encontró el talismán.
Inmerso en curiosidad, volvió, encontrando algo de lo que no se había percatado antes: una especie de altar, con extrañas inscripciones. Como no pudo leerlas, pensó en tomar una foto, pero cuando estaba a punto de enfocar, notó algo: un talismán igual al que sostenía en su mano, pero este estaba invertido. Al sentir su llamado, Carlos lo tomó. Comparándolo con el que ya tenía, notó que, si lo giraba, encajarían perfectamente, así que intentó unirlo.
Cuando los dos talismanes se conectaron, el mundo a su alrededor comenzó a girar, y todo se volvió borroso. Un mareo lo asaltó, obligándolo a caer al suelo. La nieve que hace unos momentos no existía, amortiguó su caída, y el frío y la neblina lo rodearon de nuevo.
Isabela lo encontró rápidamente y lo ayudó a ponerse de pie. Antes de que pudiera siquiera preguntar algo, escucharon a Luis llamarlos.
—¡Carlos! Isabela, regresemos, es peligroso quedarnos aquí con esta neblina, parece más una tormenta —gritó Luis.
De vuelta en el presente, Carlos estaba agitado. Al escuchar la voz de Luis que continuaba llamándolos, sintió alivio, pero también terror. La sensación de poder y desconcierto que aún fluía en su cuerpo le dejaba más preguntas que respuestas. Este sentimiento se mantuvo con él incluso cuando ya viajaban de regreso en un taxi al centro de la ciudad.
Isabela, preocupada ante el silencio de Carlos, preguntó:
—Carlos, ¿estás bien? Parecías... diferente allá arriba.
Carlos fingió una sonrisa.
—Sí, solo... creo que fue la altura.
Mariana, que miraba el paisaje desde la ventana, agregó:
—Pues más te vale que estés bien. No quiero que vomites encima de Isabela si te mareas. Isabela, cambia con Luis de asiento.
Luis, que fingía haberse quedado dormido en el asiento del copiloto, fingió despertar al escucharla.
—¿Qué? ¿Vomitaste, Carlos? ¡Yo sabía que no era el único al que le cayeron mal los sándwiches de Mariana!
Carlos solo sonrió avergonzado ante la mirada que le dirigió el taxista por el espejo retrovisor, pero dentro de sí, sabía que lo que acababa de suceder era mucho más profundo de lo que quería admitir.
Así, después de unas risas, el taxi continuó su viaje por el camino serpenteante que bajaba del Nevado de Toluca, envuelto en el suave traqueteo del motor y el rugido sordo del asfalto bajo las llantas. El sonido tenue de un noticiero llenaba el espacio. El locutor hablaba en voz baja sobre las crecientes tensiones en Medio Oriente:
—...diferentes potencias han enviado tropas a la región… los analistas advierten que, de no tomarse medidas, podríamos estar a las puertas de una nueva escalada de hostilidades...
Las palabras flotaban en el aire, pesadas y ominosas, pero cada uno de los pasajeros parecía perdido en su propio mundo.
Luis, que antes fingía dormir, ahora parecía hacerlo de verdad, con la cabeza apoyada en el cristal y respiraciones profundas. Mariana, agotada, se había quedado dormida, su cabeza recargada en el hombro de Isabela. Solo Carlos e Isabela se mantenían en silencio, intercambiando miradas ocasionales que no acababan de llegar a los ojos.
El taxi se sacudió levemente al pasar por un bache, sacando a Carlos de sus cavilaciones. Sentía todavía el peso en la palma de su mano, un eco del talismán, tan presente como aquel extraño evento. Miró a Isabela, que parecía tan absorta en sus propios pensamientos que ni siquiera notó su mirada. Por un momento, pensó en hablar con ella del extraño evento, pero desechó la idea rápidamente. Sabía que cualquier intento por explicar lo que sentía lo haría parecer loco, y eso era lo último que quería. Algo en él se resistía a aceptarlo, a aceptar que había experimentado algo que escapaba a toda lógica.
¿Qué fue eso? ¿De verdad fue... real?" Volvió a apretar el talismán entre los dedos, esperando sentir algo. Y realmente sintió algo: un leve temblor que seguía invadiendo sus manos desde que había encontrado el extraño objeto.
Carlos volvió su atención al paisaje por la ventanilla. Las sombras de los árboles y montañas parecían fundirse entre sí, y él se perdió en sus pensamientos. El tiempo, el lugar, incluso la atmósfera parecían haberse detenido en otra realidad. Carlos trató de serenarse y cerró los ojos, concentrándose en el suave vaivén del auto. —Es la primera vez que experimento un poder extraordinario, —pensó.
A un lado, Isabela miró discretamente a Carlos mientras varios pensamientos la asaltaban. No era solo que él hubiera desaparecido momentáneamente en la nieve; era cómo había reaparecido, con una expresión en el rostro que nunca le había visto. Algo entre temor y fascinación, como si hubiese mirado dentro de algo mucho más grande que él mismo. Una idea irracional le cruzaba por la mente: —¿Y si realmente... desapareció? ¿Y si algo lo llevó a otro lugar por un momento? —Trató de apartar esos pensamientos, diciéndose a sí misma que era imposible, que quizás solo lo había perdido de vista un segundo, producto del cansancio. Pero, como si la realidad misma se burlara de ella, su mirada fue atraída por el talismán en la mano de Carlos, que pareció brillar por un momento.
La voz del locutor en la radio volvió a llenar la cabina:
—Las Naciones Unidas intentan convocar una reunión de emergencia, pero los esfuerzos parecen insuficientes. En estos momentos, la situación es crítica, y muchos temen que se trate de una escalada sin retorno...
Isabela escuchó las palabras, pero las ignoró rápidamente. Absorta, el recuerdo de él en la nieve la perseguía, como una escena fuera de lugar. La lógica le decía que lo había imaginado. Pero en su pecho, una sensación de misterio y temor se arremolinaba. Quería entender qué había pasado realmente. Era irracional, pero no podía evitarlo. La duda persistía. Carlos seguía siendo un misterio para ella, y esa escena en la nieve había avivado aún más su curiosidad. Se preguntaba si debería confrontarlo, preguntarle qué había sentido realmente, qué había visto. Aunque una parte de ella temía que él se cerrara, como siempre hacía cuando sentía que alguien se acercaba demasiado a sus pensamientos.
Solo pensó eso por un momento, pero su vista recayó en el conductor del taxi. Pensó que, fuera lo que fuera que ocurrió, era mejor mantenerlo en secreto y no hablar de ello frente a extraños.
En medio de la penumbra del taxi, Luis se removió y murmuró algo sobre un monje cubano en sueños, rompiendo el silencio momentáneamente. Carlos e Isabella intercambiaron una mirada y sonrieron sin decir nada, compartiendo un instante de camaradería que no necesitaba palabras. Ambos volvieron a sus pensamientos, cada uno con su propio misterio, el eco de un día en el Nevado que prometía no terminar aquí.