Reflexión
Existe un tipo de amor que, como los espejismos, vive en la superficie, donde lo profundo nunca se atreve a habitar. Es el amor de los refugios transitorios, aquellos que prometen calor en noches solitarias, pero nunca amanecer. En estos amores, los cuerpos se encuentran como si fueran mundos orbitando sin tocarse realmente, unidos solo por un lazo de deseo y momentos fugaces. Son amores intensos, casi insostenibles, porque se alimentan de la piel, de la atracción por las mentes que parecen inalcanzables y las palabras que buscan llenarnos el alma, aunque no lleguen nunca a anidar allí.
Así se encuentran. Dos almas atrapadas en un juego de sombras y palabras, un amor que, sin ser superficial, carece de aquello que lo haría inmortal. Porque, aunque Shelley es sabiduría y Lisette es pasión, el espacio entre ellas es una brecha de años, de vivencias que no pueden compartirse por completo. Lisette busca en Shelley una guía, una inspiración que encienda sus días jóvenes, mientras Shelley, con sus años de experiencia, observa en silencio, cautivada y a la vez, consciente de que este encuentro es, en el fondo, un espejismo que sólo durará mientras sus miradas no pidan algo más.
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Lisette ajustaba los vestidos en su brazo, cuidando que no se arrugaran mientras atravesaba el jardín. Cada paso estaba cargado de nerviosismo y una leve impaciencia; su clienta era conocida entre las vecinas por su lengua afilada, sus comentarios secos siempre precisos, como si cada palabra estuviera calculada para dejar un leve escozor en quien la escuchara. Aun así, a Lisette le fascinaba su intelecto y el aura de misterio que parecía rodearla. Cuando la puerta se abrió, Shelley apareció envuelta en un albornoz de terciopelo oscuro que realzaba el brillo de sus ojos profundos. Su mirada, casi inalterable, observó a Lisette por un instante que a la joven le pareció eterno. Era como si aquellos ojos traspasaran su piel, buscando descifrar algo oculto bajo su fachada de vendedora diligente.
—Tienes que aprender a llegar puntual, Lisette —murmuró Shelley, esbozando una sonrisa indescifrable.
La joven reprimió un suspiro, sintiendo cómo esa mezcla de sarcasmo y sabiduría se le adhería como una sombra, incomodándola y fascinándola a partes iguales. A pesar de su incomodidad, había algo en Shelley que la mantenía en esa casa, una atracción inconfesable que la hacía regresar una y otra vez. Intentaba convencerse de que era la poesía, las palabras que Shelley le recitaba como si fueran un secreto compartido, lo que la mantenía allí. Pero en el fondo, sabía que era mucho más.
El encuentro continuó entre comentarios aparentemente triviales, aunque cargados de una tensión latente, en la que cada palabra dejaba una huella invisible en ambas. Shelley la observaba de reojo mientras inspeccionaba la ropa, y Lisette, que sentía el peso de esa mirada, notaba cómo sus manos temblaban levemente. Era un juego peligroso, un ir y venir de atracción y desafío.
Cuando la visita llegó a su fin, Lisette se despidió, pero no pudo evitar un último vistazo hacia Shelley, preguntándose en silencio si alguna vez entendería qué era exactamente lo que la mantenía atada a esa mujer, cuyas palabras la envolvían como un verso incompleto, cargado de promesas y secretos. Los días transcurrieron lentamente, pero el recuerdo de Shelley se mantenía latente. Esa inteligencia afilada, esa sonrisa que siempre parecía esconder algo, no solo era una mujer que hablaba con seguridad; era alguien que arrastraba una vida repleta de historias, de lecturas, de noches en vela con libros que tal vez nunca entendería en toda su profundidad. Y ese conocimiento a Lisette le provocaba una especie de vértigo.
Entonces, una invitación inesperada llegó. La vecina de Lisette organizaba una fiesta y la invitación había pasado de mano en mano hasta llegar a ella. Cuando leyó el nombre de Shelley en la lista de invitados, sintió un cosquilleo en el estómago. Las emociones se arremolinaban en su pecho, una mezcla de anticipación y nerviosismo que no pudo explicar.
La noche en que Shelley vuelve a cruzarse con Lisette no tiene en sí nada especial y al mismo tiempo, lo tiene todo. Una fiesta común en la casa de una vecina, en la que Shelley se mueve entre conocidos, su porte distinguido y su tono ácido casi dominan la habitación. Lisette la observa desde una esquina, todavía recordando su primer encuentro con ella, aquel que había despertado una mezcla de admiración y disgusto. Había algo en Shelley que le resultaba magnético y, a la vez, exasperante. Esa forma en la que Shelley se movía, como si el mundo tuviera que agradecerle su sola presencia, provocaba en Lisette una tensión que no entendía del todo.
A medida que avanzaba la noche, ambas empezaron a cruzar miradas. Shelley observadora y elegante, parecía disfrutar de aquella atención cautelosa de Lisette, como si supiera que a pesar del desdén que fingía, en el fondo, su presencia le era irresistible. Fue en uno de esos cruces de miradas, mientras los demás invitados reían y charlaban a su alrededor, que Shelley se acercó, con su voz suave pero a la vez firme, le dijo:
—Parece que no estás disfrutando mucho de la fiesta. ¿Es por la compañía o simplemente eres así de introspectiva?
Lisette levantó la vista, sorprendida por el tono. Había en sus palabras una mezcla de ironía y genuino interés que la desarmó por un momento. Sin embargo, no estaba dispuesta a mostrarse vulnerable.
—Supongo que no soy tan buena fingiendo disfrute como otras personas —respondió con una sonrisa irónica.
Shelley lejos de ofenderse, sonrió de lado y tras un breve silencio, dijo:
—Quizás simplemente no has encontrado a alguien que te desafíe.
Esas palabras se clavaron en la joven como un anzuelo. La conversación, inicialmente tensa, comenzó a fluir con la misma cadencia de un poema compartido en susurros. Hablaron de libros, de poetas, de mundos ficticios en los que se sumergían para huir de la rutina, hasta que la fiesta a su alrededor comenzó a desvanecerse en el ruido lejano de las conversaciones ajenas.
Para Lisette, el tiempo junto a Shelley transcurría como en un paréntesis. Era como si en esos momentos, el mundo exterior quedara en pausa y solo importaran las palabras que intercambiaban y los destellos de entendimiento que se generaban en sus silencios compartidos. Sin embargo, había algo más que palabras y literatura en esos intercambios: una tensión sutil, una atracción latente que parecía ir más allá de la admiración intelectual. Fue durante una de sus charlas, semanas después de aquella fiesta, que Lisette se sorprendió a sí misma observando el movimiento de las manos de Shelley mientras hablaba. La forma en que sus dedos se movían con elegancia, sosteniendo un libro o gesticulando al enfatizar una idea, tenía para ella una especie de magnetismo inexplicable. Shelley, como si leyera sus pensamientos, detuvo un momento su discurso y clavó su mirada en Lisette.
—¿Hay algo en particular que te interesa de mis palabras, o... de otra cosa? —preguntó, con una sonrisa enigmática.
Lisette, al notar que había sido descubierta, desvió la mirada, sintiendo un calor inesperado subir por su rostro. No supo qué responder. Shelley, disfrutando de la reacción, cambió el tema sutilmente, pero Lisette sabía que aquella pregunta había dejado una puerta entreabierta.
Cuando llegó el cumpleaños de Lisette, Shelley ofreció su casa para la celebración. Su hogar, decorado con elegancia y un toque de misterio, parecía el escenario perfecto para aquella noche que nunca olvidaría. La fiesta transcurrió sin incidentes, Lisette se permitió un par de copas más de las que acostumbraba. Para cuando la mayoría de los invitados se habían marchado, ella se sentía liberada, eufórica, y, quizás, más valiente de lo que debería. Al quedarse a solas, impulsada por una mezcla de alcohol y deseo reprimido, se acercó a Shelley, sin pensarlo demasiado, dejó que sus labios buscaran los de ella en un beso robado. Shelley la detuvo, apartándose suavemente, sin ocultar la sorpresa que aquel gesto le había provocado.
—Lisette, no deberías hacer eso. Eres demasiado joven... y yo soy demasiado... complicada.
La joven sintió una mezcla de vergüenza y atrevimiento al escuchar esas palabras, como si aquella negativa solo hubiera encendido aún más su deseo. Sin embargo, respetó el rechazo y se apartó, aunque con la certeza de que, a pesar de la aparente distancia, algo había cambiado entre ambas.
Después de aquella noche, Shelley se encontró recordando el beso más de lo que quisiera admitir. Había algo en la espontaneidad de esa joven, en su intensidad y en su valentía que la inquietaba profundamente. Mientras tanto, Lisette no podía olvidar la sensación de rechazo y al mismo tiempo, de conexión que había sentido. Cada palabra, cada conversación, y cada mirada compartida se cargaban ahora de un significado nuevo, como si ambos cuerpos hubieran reconocido un llamado al que, en algún momento, responderían