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Chapter 3 - El Silencio Después De La Tormenta

Reflexión

Hay algo en el amor que escapa a la comprensión humana, un misterio que solo se puede sentir, pero nunca racionalizar. Es un fuego que consume y un océano que calma, pero también es una cuerda que ata, que puede apretar hasta la asfixia. Cuando los cuerpos se entrelazan, cuando los dedos exploran secretos y las bocas susurran promesas, todo parece perfecto. Sin embargo, al final, son las mentes las que realmente gobiernan el amor. Y cuando el alma se desvanece, cuando las palabras pierden su sentido, la pasión se convierte en una burda imitación de lo que una vez fue.

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El vínculo entre Lisette y Shelley continuó, creciendo en intensidad y complejidad. Cada encuentro era un redescubrimiento, un ritual en el que ambas se sumergían con la fascinación de quienes exploran un territorio desconocido. Shelley le recitaba poemas en voz baja, intercalando susurros con caricias, mientras la joven absorbía cada palabra, sintiéndola como un eco que se propagaba en su propia piel. Sus tardes juntas se convirtieron en un tejido de letras y piel, donde las palabras cobraban vida y la intimidad compartida las iba revelando. Había momentos en que Shelley, con esa voz tan suya, hablaba de poetas antiguos que habían conocido el amor y el desamor, de versos desgarradores que describían pasiones incontenibles. Y en esos instantes, mientras Shelley hablaba, Lisette sentía cómo el aire se volvía denso, cargado de electricidad. La veía gesticular, reír de forma contenida y después lanzarle esa mirada directa y desafiante, como si supiera que cada palabra encendía en ella una chispa incontrolable. La noche en que Shelley recitó a Neruda fue uno de esos momentos. Mientras las palabras llenaban la pequeña sala, Lisette sintió que el tiempo se detenía, que el mundo entero quedaba suspendido en una tensión insostenible. Cada sílaba era un roce invisible, una promesa no dicha. Sin decir nada, Lisette se acercó a Shelley, sus manos recorriendo sus hombros con la delicadeza de quien sabe que cada segundo compartido es un regalo. Shelley la observó, con ese brillo en los ojos que revelaba un deseo contenido y en ese instante, se dejaron llevar por la fuerza de aquel amor inexpresable.

Los días pasaron, en cada encuentro, ambas mujeres descubrieron algo nuevo de sí mismas. Shelley, siempre reservada y cautelosa, fue poco a poco permitiendo que Lisette viera más allá de su coraza. Con cada conversación, le dejaba entrever pedacitos de su historia, como si le ofreciera fragmentos de un libro inacabado, de esos que solo ella podía leer en los silencios de la noche. Lisette, en cambio, hallaba en Shelley un misterio que la seducía, una ambigüedad que la mantenía en constante tensión, entre la ternura y el desencanto. La pasión entre ellas se expresaba en gestos pequeños y grandes, en una danza que oscilaba entre lo delicado y lo ardiente. Las manos de Shelley trazaban senderos en la piel de Lisette, como si fueran escribiendo un poema invisible sobre su cuerpo, un verso que solo ellas comprendían. A veces, las palabras no eran necesarias; sus cuerpos, envueltos en un torbellino de caricias, eran suficiente. Cada beso, cada roce, cada susurro contenía un mundo de emociones que no podían explicarse con lenguaje humano. Sin embargo, en medio de esos momentos de entrega absoluta, Lisette no podía evitar notar el peso de la diferencia entre ambas. Shelley, con su inteligencia aguda y su perspectiva de la vida, era tan distinta a ella que en ocasiones sentía que la relación se construía en torno a ese misterio inalcanzable, como si Shelley fuera un poema que nunca podría terminar de entender.

Un día, después de una tarde de lectura y vino, Lisette se atrevió a hablarle de ese sentimiento que la perturbaba. Estaban en el salón, la luz era tenue y las sombras se extendían por el cuarto, creando una atmósfera íntima y melancólica. Lisette, con el corazón latiendo rápido, le preguntó:

—¿Qué somos? A veces siento que estoy atrapada entre tus palabras y tu silencio, como si fueras un libro que nunca termina de escribirse.

Shelley la miró con esa expresión suya, mezcla de ternura y dureza y después de un instante de silencio, respondió:

—Lisette, el amor no siempre necesita definiciones. A veces, lo que tenemos es suficiente. Es un refugio, un espacio donde dejamos de lado las etiquetas y simplemente nos encontramos, sin expectativas ni promesas.

Lisette asintió, comprendiendo que Shelley siempre guardaría un lado de sí misma, un misterio que probablemente nunca podría alcanzar. Y tal vez, pensó, eso era parte de la fascinación que sentía por ella, de esa atracción que no necesitaba palabras ni explicaciones.

Dos años pasaron, como una corriente tranquila, pero dentro de Lisette se tejían tormentas que no sabía cómo enfrentar. A cada encuentro, a cada roce, Shelley se volvía más etérea, como si su presencia fuera solo un recuerdo de lo que alguna vez fue. Lisette, por su parte, sentía la necesidad de entender, de desentrañar la razón por la cual las caricias de Shelley, aunque profundas y llenas de pasión, no eran suficientes para calmar el vacío que comenzaba a formar un espacio entre ellas. Un día, después de semanas de encuentros, Shelley la invitó a un lugar que Lisette nunca había visitado antes. Era una pequeña biblioteca en las afueras de la ciudad, un espacio lleno de libros antiguos, polvorientos y de historias olvidadas. Lisette, con el corazón acelerado, siguió a Shelley hasta un rincón apartado, donde los estantes se alzaban como murallas de sabiduría. Allí, Shelley comenzó a leer en voz alta, sus palabras flotando en el aire con una suavidad inalcanzable. Lisette se sentó junto a ella, observándola, perdida en su belleza, en su inteligencia, pero también en la distancia que crecía cada vez más entre sus corazones.

—¿Te sientes vacía, Lisette? —preguntó, interrumpiendo la lectura, sin apartar la vista del libro, como si supiera la respuesta antes de formularla.

Lisette con el rostro lleno de incertidumbre, asintió lentamente. No era solo el vacío de estar lejos de Shelley; era un vacío mucho más profundo, una sensación de estar atrapada en una historia que no tenía fin, ni principio.

—Lo que tenemos, Shelley… —susurró, su voz quebrada por la emoción—, ¿es solo esto? ¿Solo versos y cuerpos? ¿No hay algo más?...

Shelley cerró el libro con suavidad, dejando que un suspiro escapara de sus labios. Había una tristeza oculta en sus ojos, una comprensión amarga que Lisette aún no podía captar completamente.

—Tal vez nunca hubo algo más, Lisette —dijo, su voz baja, grave, como si estuviera dando una confesión que no quería hacer—. Tal vez el amor que buscamos es solo un eco, una sombra que nunca llega a ser tangible.

Lisette la miró, perdida entre la realidad y los sueños, sin saber si esas palabras eran una despedida anticipada o solo un eco de la verdad que ambas temían enfrentar. La noche llegó con una pesadez que Lisette no pudo evitar sentir. La pasión de los años anteriores seguía viva, pero esta vez se había transformado en una tensión palpable, un deseo reprimido que amenazaba con estallar. A pesar de las palabras de Shelley, Lisette no podía dejar de buscarla, no podía dejar de desearla. Y lo que parecía una despedida solo aumentó su ansiedad, su necesidad de encontrar una conexión más allá de la piel. Fue Shelley quien dio el primer paso. En la oscuridad de la noche, mientras Lisette la observaba en silencio, Shelley se acercó a ella, tomándola por la mano con una firmeza inesperada. Sin palabras, sin promesas, se acercó a su oído y susurró:

—Sé lo que necesitas, Lisette. No hay más palabras entre nosotras. Solo deseo.

En ese momento, todo se desvaneció. No había necesidad de más explicaciones, no había espacio para el miedo o las dudas. Solo quedaba el cuerpo, las pieles que se encontraban, las bocas que se buscaban, los dedos que exploraban secretos sin preguntar. El amor se convirtió en algo visceral, algo sin alma, pero profundamente real. Sus cuerpos se encontraron en una danza casi primitiva, un choque de deseo que parecía no tener fin. Shelley guiaba a Lisette, pero también se dejaba llevar por el fuego que crecía dentro de ella. Cada roce, cada caricia, cada beso era un acto de posesión y entrega al mismo tiempo. Lisette, sin pensarlo, se entregó por completo, dejando que el deseo fuera el único idioma entre ellas. La habitación se llenó de susurros y gemidos, de una pasión que no pedía explicaciones, solo indulgencia. Las sombras en las paredes danzaban al ritmo de sus cuerpos, en ese instante, Lisette supo que, por muy vacía que se sintiera después, esa noche quedaría grabada en su alma. Porque, aunque el amor entre ellas se estuviera desmoronando, la necesidad de estar juntas en ese momento de entregarse completamente, era más fuerte que cualquier otra cosa.

Al amanecer, mientras el sol comenzaba a iluminar el mundo con su luz dorada, Lisette se encontró mirando a Shelley con una mezcla de deseo y tristeza. Aquella noche había sido un adiós disfrazado de pasión, un último intento por encontrar lo que ambas sabían que no existía: un amor que fuera más allá del cuerpo, más allá de la piel. Shelley con una calma inquietante, la miró fijamente. No había reproches en sus ojos, solo una aceptación triste pero decidida. Las palabras que Lisette había temido escuchar finalmente llegaron:

—El amor que compartimos no puede durar. No porque no lo deseemos, sino porque nunca fue más que esto: fuego que consume, pero que no deja nada atrás.

Lisette, con el corazón pesado, se levantó y se acercó a Shelley. Sin palabras, la abrazó, un abrazo que no era una despedida, sino un reconocimiento silencioso de todo lo que habían compartido. No había rencor, solo un entendimiento profundo de que, a veces, el amor es solo eso: un hermoso y destructivo fuego que consume todo a su paso, dejando solo cenizas. Y en esa despedida, Lisette comprendió que, aunque el amor entre ellas se hubiera desvanecido, lo que quedaba de ellas, lo que quedaba en su piel y en sus recuerdos, nunca se iría por completo.