Reflexión
A veces, el amor llega como un torrente impetuoso, arrastrando todo lo que encuentra a su paso. Pero cuando se va, lo hace de manera silenciosa, deslizándose como un susurro que nadie escucha, como una marea que se retira sin dejar rastro. Y en esa quietud, en esa calma después de la tormenta, las personas se quedan mirando el vacío, preguntándose si alguna vez fue real lo que vivieron, si los momentos de pasión y de conexión alguna vez tuvieron un propósito. Pero hay algo en la memoria que se niega a borrar lo que fue. Porque el amor, aunque fugaz, deja una marca indeleble, una cicatriz que nunca desaparece.
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Lisette no pudo evitarlo. Aunque habían pasado meses desde su última noche juntas, la sombra de Shelley seguía flotando a su alrededor, como una presencia invisible que la acechaba en cada rincón de su vida. Habían pasado de ser amantes a ser nada más que recuerdos distantes, pero algo dentro de Lisette la seguía llamando, la seguía buscando, como si el eco de su voz aún resonara en las profundidades de su alma. En sus noches solitarias, se encontraba de nuevo buscando aquellos versos, aquellos poemas que le había leído. Los leía una y otra vez, buscando entender lo que había quedado entre ellas, lo que se había perdido cuando sus cuerpos se separaron. Cada palabra parecía acercarla más a Shelley, aunque sabían que sus caminos ya no se cruzarían. Al menos no de la misma manera.
Una noche, después de haber leído varios poemas que solia leerle Shelley, Lisette decidió salir. No sabía bien por qué, pero sentía una necesidad urgente de respirar aire fresco de alejarse de la prisión que era su propia mente. Caminó por la ciudad, sus pensamientos perdidos en un laberinto de dudas y deseos. Pero cuando llegó a la plaza principal, una figura familiar apareció ante ella. Allí estaba Shelley, sentada en un banco, con la cabeza inclinada hacia abajo como si estuviera esperando algo o a alguien, se detuvo en seco, el corazón latiendo con fuerza en su pecho. No había sido una coincidencia, no podía serlo. Shelley la había estado esperando, al igual que ella la había estado buscando.
El primer movimiento fue lento, casi tímido. Lisette se acercó, su cuerpo tensándose, mientras su mente se llenaba de preguntas que no podía formular. ¿Qué hacer después de todo lo que había pasado? ¿Era posible regresar a lo que alguna vez fue? , cuando Shelley levantó la mirada y sus ojos se encontraron, los pensamientos desaparecieron. Solo quedaba el entendimiento silencioso de lo que había sucedido entre ellas. Shelley la observó con esa intensidad tan característica, esa mirada profunda que parecía penetrar más allá de la superficie, de la piel, de los pensamientos. No dijo nada al principio, solo dejó que el momento se estirara, colmado de tensión y de una electricidad palpable.
—Volver a vernos... no era parte de los planes —dijo finalmente Shelley, su voz suave pero con un tono agridulce.
Lisette no respondió de inmediato. Estaba demasiado ocupada procesando las palabras de Shelley, pero también observando sus labios, su respiración, la manera en que su cuerpo estaba tan cerca pero tan distante al mismo tiempo. Lo que quedaba entre ellas no era solo el deseo, era la historia, la memoria de lo que habían sido, de lo que había sido tan real, pero también tan efímero.
—No quiero olvidarte —dijo Lisette en un susurro, casi como una confesión.
Shelley sonrió, esa sonrisa que era tanto dulce como amarga, una sonrisa que contenía tantos significados que Lisette nunca podría comprender por completo.
—No se trata de olvidarnos, Lisette —respondió —. Se trata de entender que lo que compartimos fue lo que tenía que ser. Un fuego. Y los fuegos, por hermosos que sean, siempre se apagan.
Lisette cerró los ojos por un momento, dejando que la melancolía de sus palabras la envolviera. Pero luego, sin pensarlo, se acercó. No necesitaba palabras. Solo necesitaba sentir la cercanía de su piel, la calidez de su ser. Lo que habían compartido en el pasado ya no importaba. Lo que importaba era el ahora, lo que podían ser en ese instante. Las manos de Lisette encontraron las de Shelley y sin que ambas lo dijeran, se entendieron. Era el deseo lo que las impulsaba, el deseo de volver a estar juntas, aunque solo fuera por una noche, aunque solo fuera por un último encuentro de cuerpos, un último acto que las uniría de una manera que las palabras no podían.
El cuarto donde se encontraron estaba lleno de una luz tenue, una luz que parecía acariciar sus cuerpos desnudos, que dejaba ver cada curva, cada sombra. Shelley la miraba fijamente, sus ojos azules brillando con un fulgor que Lisette no podía identificar. No era amor lo que había entre ellas en ese momento. No era siquiera pasión. Era algo mucho más primal, algo que iba más allá de los límites que se habían impuesto a lo largo de los años. Las manos de Shelley recorrieron el cuerpo de Lisette con una delicadeza que la hizo estremecer. Cada roce, cada caricia era como una promesa rota, como si la última vez que se tocaran fuera también la última oportunidad de sentirse así, de perderse en el deseo que nunca se agotaba. Lisette cerró los ojos y dejó que el cuerpo de Shelley hablara por ella. No había palabras en ese momento, solo el susurro de sus cuerpos, el roce de la piel, el calor compartido. Cada beso, cada movimiento era una despedida, pero también una afirmación de lo que habían sido, de lo que siempre serían. El amor que compartieron nunca desaparecería completamente, aunque se convirtiera en una sombra, en una memoria que se desvanecería con el tiempo.
Cuando el amanecer llegó, iluminando la habitación con una luz suave y dorada, las dos se quedaron en silencio, sin hablar, sin moverse. No había necesidad de más palabras, de más explicaciones. Ya se habían dicho todo lo que necesitaban decir, todo lo que sus cuerpos no podían negar.
Lisette miró a Shelley por última vez, su rostro relajado, sereno, casi en paz. Ya no quedaba nada, solo una aceptación silenciosa de que lo que había sido, ya no podía ser. Y en ese silencio, Lisette comprendió que la pasión que habían compartido, aunque breve, había sido una de las cosas más reales que había experimentado en su vida. No importaba que hubiera sido solo un capítulo, un breve pero ardiente episodio. Porque, al final, el amor, cuando es verdadero, siempre deja una marca. Y esa marca, aunque se desvanezca, nunca se borra por completo.