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Chapter 2 - La Tentación De La Palabra

Reflexión

Es extraño cómo un simple roce, una mirada prolongada o un susurro compartido pueden alimentar un incendio silencioso en el alma. Cuando los cuerpos se entienden sin palabras y las mentes navegan entre emociones y tensiones, se produce una conexión que parece desafiar cualquier lógica. Es un tipo de amor que no pide nada más allá del momento, que no busca un futuro ni promesas; solo existir, arder, consumirse. Pero, ¿qué ocurre cuando la piel pide más, cuando los corazones, aunque no quieran admitirlo, sienten la ausencia de algo más profundo? Así comienza la historia, dos almas que entre besos y suspiros, se encuentran en un viaje de autodescubrimiento, atadas a una llama que, tarde o temprano, reclamará su precio.

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Los días posteriores al cumpleaños de Lisette transcurrieron en una calma tensa. Shelley seguía en su mente, casi como una sombra que le hablaba en susurros, recordándole aquel instante fugaz, el sabor de un beso robado y el calor del rechazo. Era una tortura dulce, una herida que, en lugar de sanar, parecía encender un deseo más profundo. Sin embargo, Shelley no se mantenía distante; todo lo contrario. La próxima vez que se encontraron, fue ella quien comenzó a hablar con esa voz pausada y grave, una melodía que parecía envolver a Lisette en una promesa intangible. Las palabras volaban entre ellas, versos que Shelley recitaba como un conjuro, mientras la joven escuchaba con la atención de alguien que está buscando comprender algo mucho más grande que sí misma.

—¿Conoces a Cavafis? —preguntó Shelley, recitando una línea con un brillo en los ojos—: "Para llegar a Ítaca, tienes que ir lento y recorrer cada paso con deseo".

Lisette la miró, fascinada. Cada palabra parecía encerrar un mensaje que apenas podía descifrar. Shelley era enigmática, ambigua y a medida que Lisette intentaba comprenderla, sentía cómo se desdibujaban los límites entre admiración, deseo y un respeto profundo.

Semanas después de aquella noche en la que Lisette se atrevió a dar el primer paso, Shelley la invitó a pasar un día en su casa de campo, lejos de las miradas inquisitivas y del bullicio de la ciudad. La invitación estaba impregnada de una calma engañosa, un ofrecimiento que parecía inocente, pero que en su sutileza escondía un universo de posibilidades. Lisette, incapaz de resistir el misterio que Shelley representaba, aceptó sin dudarlo. Cuando llegó al lugar, un espacio íntimo y cubierto de libros, Lisette sintió que cada rincón de aquella casa hablaba de Shelley: de su amor por el conocimiento, de su búsqueda constante y de esa personalidad dual que a veces resultaba tan magnética como insoportable. Era como si, de alguna manera, aquel refugio fuera el reflejo físico de la mente de Shelley. La tarde transcurrió entre conversaciones sobre filosofía, lecturas compartidas y un silencio que en lugar de incomodar, parecía un puente tendido entre ambas. Shelley, con esa mezcla de frialdad y dulzura, recitaba fragmentos de poesías que Lisette escuchaba fascinada, como si aquellas palabras fueran tan solo un preludio de lo que sus cuerpos aún no habían terminado de admitir. Cuando el sol comenzó a caer, un suave manto de penumbra cubrió la habitación. Shelley preparó una copa de vino, sin decir nada, se la ofreció a la joven, quien aceptó con una sonrisa nerviosa. El silencio volvió a llenar el espacio pero esta vez había una tensión palpable, un hilo invisible que las unía y que, con cada segundo que pasaba, se volvía más fuerte. Finalmente, fue Shelley quien rompió la barrera entre ellas. Con una serenidad que casi parecía indiferencia, se acercó y rozó su rostro con el dorso de su mano. Sus miradas se encontraron en un instante que parecía eterno, como si el tiempo hubiera decidido detenerse para observar aquel momento.

—Eres demasiado joven para entender lo que estás buscando en mí, Lisette —murmuró con una mezcla de ternura y advertencia.

Pero Lisette, en lugar de retroceder, se acercó aún más, dejando que el deseo hablara por ella. Se tomó un instante para observar cada rasgo de Shelley: su piel suave, el brillo en sus ojos, la sombra de una sonrisa contenida que prometía secretos y placeres desconocidos. Lentamente, como si estuviera cruzando un umbral invisible, Lisette acercó sus labios a los de Shelley y la besó con una delicadeza que escondía la intensidad de su deseo. Shelley sorprendida por la audacia de la joven, se dejó llevar en aquel beso, sintiendo cómo la barrera que había intentado levantar se desmoronaba en cuestión de segundos. Fue un beso profundo, cargado de emociones contenidas y de un fuego que ambas habían reprimido durante demasiado tiempo. Sus labios se encontraron en una danza lenta, llena de exploración y de una pasión que, aunque suave, amenazaba con consumirlas.

La noche continuó entre susurros y caricias, como si ambas estuvieran descubriendo un lenguaje nuevo, un dialecto hecho de piel y de miradas. Shelley, con su experiencia y calma, guiaba a Lisette en cada movimiento, mostrando una suavidad que contrastaba con su personalidad. Cada caricia, cada roce, era una lección silenciosa, un viaje al que Lisette se entregaba con una mezcla de nervios y entusiasmo. Mientras sus cuerpos se entrelazaban en la penumbra, Shelley susurraba palabras, frases poéticas que encendían cada rincón de su ser. No eran solo palabras; eran promesas implícitas, declaraciones de deseo y al mismo tiempo, advertencias. Shelley sabía que aquel momento era efímero, que su relación estaba destinada a consumirlas rápidamente, pero en aquel instante, nada de eso importaba. Lisette por su parte, se sentía como si estuviera flotando en un sueño, un sueño del que no quería despertar. Cada caricia era un descubrimiento, una revelación que la hacía desear más, que la ataba cada vez más a aquella mujer de mente afilada y corazón resguardado. En esos instantes, las palabras de Shelley no le parecían amargas ni frías; al contrario, eran la chispa que encendía su deseo, la razón por la que se encontraba allí, entregada sin reservas. Sin decir nada, Shelley la guió hacia el sofá, donde los libros descansaban abiertos, testigos mudos de aquel momento. Los labios de Shelley dibujaron un camino lento por el cuello de Lisette, un rastro que ardía en la piel y se quedaba marcado, como si fuera una firma invisible, una marca de pertenencia. Cada caricia, cada susurro, cada pequeño gesto estaba cargado de una pasión que parecía surgir de algún rincón oculto de ambas, un rincón que solo compartían en ese instante. Lisette respondió a cada caricia, dejándose llevar por la sabiduría de Shelley, una guía en el arte de hacer que las palabras y los cuerpos se encontraran en una danza perfecta. Era como si ambos hubieran encontrado el equilibrio entre piel y alma, una sinfonía de deseos que, por fin, se revelaba en su totalidad.

El amanecer las encontró en silencio, compartiendo una paz que contrastaba con la intensidad de la noche anterior. Shelley, con su mirada serena, observaba a Lisette mientras el sol iluminaba sus rostros. No dijo nada, pero en sus ojos había una mezcla de ternura y resignación, como si supiera que aquel momento era tan perfecto como efímero. Lisette, todavía envuelta en el recuerdo de las caricias de Shelley, sintió una punzada en el corazón al ver aquella expresión en su rostro. Aunque no lo admitiera, en su interior sabía que, a pesar de toda la pasión y la conexión, algo faltaba, algo que el deseo no podía llenar por completo.

Sin embargo, en aquel momento, ninguna de las dos estaba dispuesta a hablar de futuros ni de promesas. El amor que compartían, aunque intenso, no pedía nada más allá de la piel de los versos compartidos y de los secretos susurrados en la noche. Y mientras Shelley se levantaba lentamente, dejando que sus dedos recorrieran una última vez el rostro de Lisette, ambas sabían, aunque no quisieran admitirlo, que la llama de aquel encuentro, por más brillante que fuera, eventualmente dejaría solo cenizas. Pero en ese instante, bajo el sol que comenzaba a iluminar el mundo, ambas se permitieron olvidar cualquier pensamiento sobre el mañana. Se dejaron llevar una vez más, como si el tiempo y la realidad no existieran, entregadas al instante, al momento efímero que, por ahora, era todo lo que necesitaban.