—¿Te mojaste tanto solo por un beso, Leya? —preguntó antes de soltar una risita divertida.
—¡No me llames así! —grité mientras sentía las lágrimas picarme la parte trasera de los ojos.
Lo miré con los ojos entrecerrados mientras mi ira comenzaba a hervir. Desde que supe que no era Antonio, ya no podía soportar que me llamara por mi apodo. Fue Antonio quien inventó ese apodo para mí cuando éramos niños, y probablemente era lo único que me recordaba la conexión que solíamos compartir. Que este hombre usara ese nombre tan descuidadamente, sentía que ensuciaba los preciosos recuerdos que compartía con Antonio y que tanto atesoraba.