Las sombras en las profundidades de la mansión Montalbán apenas se movían cuando Daniel entró en la celda. Marina y Rosa, sentadas en sus duras camas, levantaron la vista hacia él. Sus manos cargaban una caja: demasiado familiar, demasiado ominosa. Marina y Rosa miraron con curiosidad; ya conocían ese tipo de caja. Fue la misma que trajo cuando despertaron como mujeres, pero en esta ocasión, en lugar de dos cajas, traía solo una. Lo cual solo podía significar que solo era para una de ellas.
—Buenas tardes, Marina. —La voz de Daniel era suave, casi educada, lo que solo hacía sus palabras más crueles. Colocó la caja sobre la cama con un gesto medido, como si estuviera dejando un regalo envenenado.
Marina abrió la caja con dedos temblorosos; cada movimiento era una mezcla de miedo y rabia contenida. Un vestido elegante descansaba en su interior; su belleza impecable solo subrayaba la crudeza de lo que significaba. No era como las prendas vulgares y reveladoras que les habían entregado antes, pero el encaje fino y la lencería insinuante no dejaban lugar a dudas: este "regalo" no presagiaba nada bueno.
—¿Qué significa esto? —preguntó con cierto enojo.
—Tu oportunidad de no terminar en otro sitio peor que el Club. —Contestó sin dar más explicaciones el asistente.
Marina lo miró desafiante. No tenía claro si era una cita con un hombre o algo más. La ropa interior, desde luego, no presagiaba nada bueno.
—¿Qué me vais a obligar a realizar?
—Vas a servir al futuro marido de Amelia como entrenamiento.
Marina y Rosa miraron a la vez con curiosidad a Daniel. No habían tenido noticias de Roberto desde el día en el cual fueron separados.
—¿Está bien Amelia?
—¿Servir de entrenamiento?
Preguntaron Rosa y Marina casi a la vez. Daniel las miró divertido.
—Vuestra amiga Amelia va a ser obligada a casarse con un hombre; de momento no puedo decir que esté mal. Vuestra situación es quizás peor. Ese hombre no ha estado nunca con una mujer y vosotras dos serviréis para entrenarlo.
Marina y Rosa entendieron en ese momento el tipo de entrenamiento.
—No pienso acostarme con un hombre. Menos aún para facilitarle las cosas a esa perra. Bastante suerte tiene con no estar sometida a nuestro entrenamiento.
Marina aún no había terminado de romperse; seguía mostrándose reacia a complacer a los hombres y, en los entrenamientos, apenas la habían conseguido mover de ofrecer conversación a los entrenadores.
—Yo puedo encargarme. No me importa. Es solo cuestión de… ¿Días? Terminar entregada a un hombre.
Daniel estaba bastante satisfecho con el progreso de Rosa. Ella sí se había roto; quitando el coito, realizaba de todo con los hombres de forma sumisa. Por desgracia, Duncan había pedido a Diego y Diego era Marina.
—Lo siento, esa persona os conoce y ha pedido expresamente a Diego. Tiene unas cuentas pendientes con él. Marina, nuestra paciencia tiene un límite. Si te sigues resistiendo, no será un entrenamiento lo que vivas: será un castigo. Y te aseguro que no saldrás entera. La mente puede romperse de formas que ni siquiera imaginas.
Marina miró desafiante a Daniel. Se había resistido durante casi tres semanas. Ni siquiera había dado un beso o una caricia a un hombre. Sí, alguno le había tocado, lamido e incluso besado, pero ella siempre se había resistido.
—¿Quién es? ¿Y si me resisto?
—Pregúntaselo a él, no lo reconocerás. Tú no lo has conocido como hombre. En cuanto a resistirte, no te lo aconsejo. Tiene libertad hasta para matarte y es claramente más fuerte. Ahora haz el favor de prepararte; vendré a por ti en un rato.
Daniel salió, cerrando la puerta tras de sí con un ruido seco que resonó en el silencio. Marina y Rosa quedaron solas, el peso de sus palabras aún suspendido en el aire como un veneno invisible.
Rosa se levantó de su cama y se sentó al lado de Marina abrazándola, pero Marina la empujó con desprecio.
—¡No me toques! —Marina apartó a Rosa con un manotazo, su voz cargada de furia y algo más profundo, algo más roto. —¿Cómo puedes vivir contigo misma? ¿Cómo puedes simplemente... ceder?
—¿Crees que me gusta esto? —Rosa respondió con una voz rota, las lágrimas asomando en sus ojos. —¿Crees que disfruto lamiendo..., sonriendo mientras me tocan? Prefiero tragarme el asco y sobrevivir a que me rompan… de verdad. Pero si tú quieres resistir, adelante. A ver cuánto aguantas.
Con esas palabras se volvió a la cama y siguió leyendo el manual de la perfecta mujer sumisa. Único entretenimiento que tenían cuando no estaban con los profesores.
Marina se quedó sentada en silencio, mirando fijamente el vestido. Sus pensamientos eran un torbellino de recuerdos y reproches. ¿Era realmente mejor rendirse? ¿No había algo de dignidad en resistir, incluso sabiendo que el precio sería su destrucción? Pero entonces pensó en Rosa, en su mirada vacía cada vez más habitual. Y por primera vez, se preguntó si la resistencia no era simplemente otro tipo de derrota.
Marina pensó en las amargas palabras de Daniel y Rosa. Lo había intentado, pero su orgullo le impedía convertirse en una zorra. Marina cerró los ojos, respirando hondo para sofocar el temblor en sus manos. Sabía que Daniel y Rosa tenían razón. Resistir era admirable, pero aquí la resistencia solo se pagaba con dolor. Mejor doblarse antes de que la rompieran.
Miró la caja; al menos esta vez la ropa no resultaba tan humillante. Conocer al futuro marido de Amelia parecía interesante. Se suponía que era conocido y eso le despertaba curiosidad. Además era virgen; si se las apañaba medio bien, a lo mejor podría complacerlo sin llegar hasta el final. Otra posibilidad era convencerlo de que ellas disfrutaban siendo azotadas o tratadas mal. Sí, ella sufriría un infierno esa noche, pero ¿cuántas noches de infierno sufriría Amelia?
Él era su amigo, pero no se había molestado por intentar sacarlas a ellas dos de esa mierda. ¿Por qué debía ella ser compasiva? Con eso en mente se levantó y comenzó a vestirse.
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Duncan llegó a la mansión Montalbán con el ceño fruncido y los hombros tensos. Amelia no había querido venir con él, algo que había encendido su frustración hasta límites insoportables. Inmaculada le había advertido que no montara un espectáculo. "Mantén la fachada", le había dicho con su tono severo, como si fuera un niño al que debía disciplinar. Aunque obedeció en público, la ira le quemaba por dentro.Amelia se lo debía. ¿Cuánto más podía hacer por ella sin recibir nada a cambio? Había cambiado todo, incluso su identidad, por amor a alguien que parecía incapaz de verlo. Cada sonrisa que Amelia daba a otros, cada rechazo, era una daga que hundía más profundamente en su orgullo herido.
Ya en su habitación, tiró la chaqueta sobre una silla y se dejó caer en la cama con un suspiro cargado de rabia contenida. Su móvil estaba en su mano y, sin pensarlo mucho, abrió las fotos de la noche. Allí estaba Amelia, sonriendo durante la cena. Su Amelia.
Apretó los dientes mientras pasaba las imágenes una tras otra. Amelia con aquel vestido elegante, Amelia sonriendo con los empresarios, Amelia levantando su copa de vino. Todo lo que hacía era por ella. Pero parecía que ella no lo veía. ¿O no quería verlo?
El tiempo pasaba, y con cada minuto que Daniel tardaba, la impaciencia de Duncan crecía. Sabía que Marina, antes Diego, estaba en camino. Había contado con esa oportunidad para liberar parte de su frustración. Diego merecía pagar por lo que había hecho, no solo a María, sino también a Roberto. Pero mientras esperaba, un pensamiento comenzó a formarse en su mente.
¿Y si cruzaba la línea? ¿Y si usar a Marina significaba traicionar lo que sentía por Amelia? Aunque Diego lo mereciera, aunque fuera una herramienta para "practicar", la idea de tocar a otra mujer le parecía una traición. No a Diego, sino a Amelia.
Un golpe en la puerta lo sacó de sus pensamientos. Daniel entró, seguido por una joven. Duncan observó detenidamente a la figura femenina que ahora estaba frente a él. Marina.
Era innegablemente hermosa. De estatura similar a Amelia, con una piel pálida y una figura que podría haber resultado atractiva en otras circunstancias. Pero su mirada era completamente distinta: desafiante, fría, con un fuego que no dejaba lugar a la sumisión. Diego seguía ahí, enterrado bajo la fachada perfecta que la magia había creado.
—No dudes en llamarme si te da algún problema —dijo Daniel, cerrando la puerta tras de sí y dejándolos solos.
Duncan comenzó a caminar en torno a Marina, observándola con atención, pero incapaz de ver en ella al Diego que había conocido. Esta mujer era tanto una extraña como un reflejo distorsionado de alguien que había odiado.
—¿Quién eres? —preguntó Marina, su voz algo tensa, pero cargada de desafío. —No pienso ponerte las cosas fáciles.
Duncan se detuvo con una sonrisa torcida. Esa actitud. Esa arrogancia. Tiró de su cabello, obligándola a arrodillarse con un solo movimiento.
—¿Fácil? Si quisiera, podría matarte con mis manos, y no podrías hacer nada. —Su voz era baja, peligrosa, cargada de una calma helada. —En cuanto a quién soy, Diego, nos conocemos muy bien. Aunque claro, ahora ambos somos "nuevos". Quizás recuerdes a María Martí, ¿no? La novia de Roberto con quien intentaste propasarte.
El desafío en los ojos de Marina flaqueó un instante, pero su sonrisa se ensanchó, cargada de veneno.
—Oh, claro que te recuerdo, María. La mojigata de mi amigo Roberto. ¿Sabías que siempre pensé que eras un poco aburrida? —Se inclinó hacia adelante, aún de rodillas, con una sonrisa burlona. —Por cierto, no solo lo intenté contigo. Te disfruté. Drogada, pero disfruté cada momento.
El golpe fue instantáneo. Duncan la levantó del cabello y la arrojó contra la cama. Marina dejó escapar un gemido de dolor, pero la sonrisa burlona seguía en su rostro.
—Eres un mentiroso —espetó Duncan, su voz quebrándose ligeramente. —Roberto confiaba en ti. Yo confiaba en ti.
Desde el suelo, Marina se incorporó lentamente, limpiándose la comisura de los labios con un gesto deliberado.
—¿Mentiroso? ¿Crees que soy el único? Pregúntale a tu amiga Amelia. ¿Sabías que ella sabía lo que yo hacía? ¿Qué nunca me detuvo? Quizás porque le gustaba ver cómo yo te hacía todo lo que quería. Quizás porque ella tampoco era tan inocente como crees.
Duncan se abalanzó sobre ella, sujetándola con fuerza mientras le arrancaba el tanga con un solo movimiento. Su respiración era irregular, pero sus manos temblaban mientras bajaba sus propios pantalones.
Pero cuando estaba a punto de consumar su rabia, algo lo detuvo. No era Marina. Era Amelia quien ocupaba su mente.
Cerró los ojos con fuerza, respirando profundamente. Se apartó de Marina como si estuviera quemándose, tirando los pantalones al suelo.
—No puedo —murmuró, casi para sí mismo. —Te mereces ser tratada como basura. Debería hacerte gritar de dolor. Pero no puedo hacerle eso a Amelia. No importa lo que hayas hecho, no pienso traicionarla.
Marina, aún tirada en la cama, lo miró con una mezcla de confusión y desprecio.
—¿Esa perra te tiene tan comido el cerebro que ni siquiera puedes vengarte? Eres patético.
Duncan se giró hacia ella, sus ojos ardiendo con una mezcla de furia y resolución.
—Llámame patético si quieres. Pero tú no vales nada para mí. Nada. —Se ajustó los pantalones y se dirigió a la puerta, abriéndola de golpe. —¡Daniel! Llévate esta basura. No me sirve para nada.
Daniel miró con dureza a Marina y una frase pronunciada por él vino de golpe a su cabeza: "Marina, nuestra paciencia tiene un límite. Si te sigues resistiendo, no será un entrenamiento lo que vivas: será un castigo. Y te aseguro que no saldrás entera". Parecía que la paciencia había alcanzado el límite.
Marina corrió y se arrodilló ante Duncan,suplicando, cogiéndose a la pierna.
—Lo siento, mentí. Roberto no te vendió; por favor, déjame complacerte. Úsame. Si no...
Marina había llegado con la convicción de hacerlo con este hombre; no quería ser rota. Duncan la miró con desprecio y odio. Allí estaba el altivo Diego convertido en una mujer y rogando por ser tomada por ella. En ese momento Duncan sintió lástima. Desviando su mirada hacia Daniel con expresión interrogativa.
—Marina no ha querido acercarse a un hombre —comenzó a explicar Daniel. —Si no lo hace contigo esta noche, será entregada a varios hombres quienes la violarán hasta romper su mente.
Duncan volvió a mirar a Marina; la manera como dijo a Daniel para llevársela no suavizaba las cosas.
—No es culpa de ella. En realidad es mía. No quiero ser infiel a Amelia. —Por un momento un pensamiento malvado cruzó por su mente. —No obstante, ¿te importaría hacerme un favor? —Duncan, espero a ver cómo asentía. —Podrías tomarla sin preliminares delante de mí, quiero ver cómo se rompe el último rastro de Diego.
Marina terminó de derrumbarse, sollozando por el golpe psicológico, pero su orgullo ya no era suficiente para sostenerla. Se humilló ante Duncan, sus manos temblorosas aferrándose a sus zapatos como si fueran su última tabla de salvación.
—Por favor, ten piedad... Haré lo que queráis. Contigo, con Daniel, o con los dos si es necesario. Solo no me hagan daño. —Su voz era un hilo, quebrada por el miedo y la derrota. —Nunca... nunca he estado con un hombre.
Por primera vez, Daniel veía miedo en los ojos de Marina. Por primera vez no había desafío en su mirada, solo derrota.
—Duncan, si Marina y Rosa no te son de utilidad, serán enviadas al local de tu hermana, donde... —Daniel dejó la frase en el aire, sabiendo que no era necesario explicarla más. —Son sus dos mejores amigas. Si puedes salvarlas... ella quizás te lo agradezca.
Las palabras de Daniel se incrustaron como cuchillos en los pensamientos de ambos. Marina vio en ellas una última oportunidad de escapar del abismo que la esperaba.
Duncan, en cambio, sintió cómo la línea entre el deber y el deseo se desdibujaba peligrosamente. Todo lo que hacía era por Amelia, pero ¿hasta dónde estaba dispuesto a llegar para proteger a las personas que le importaban a ella? Finalmente, levantó la mirada hacia Daniel, con una calma que parecía arrancada a la fuerza.
—Trae también a... —De repente, Duncan dudó un momento antes de recordar cómo la había llamado Daniel. —Rosa. Si quieren que "practique", lo haré a mi manera. Además, me quedaré con ambas como mis amantes exclusivas.
Marina lo miró con una mezcla de confusión y esperanza, mientras Daniel asentía, saliendo de la habitación sin decir palabra. La puerta se cerró con un golpe seco, y el silencio que quedó parecía cargar el aire de tensión.
Duncan cerró los ojos por un momento, como buscando fortaleza. Todo lo hacía por Amelia, pero ¿hasta dónde podría mentirse a sí mismo antes de cruzar un punto sin retorno?
—¿Cómo puedo agradecerte? —murmuró Marina, su voz temblando entre alivio y temor. —Haré todo lo necesario.
Duncan la observó con una sonrisa siniestra, una expresión en su rostro cargada de un cinismo frío.
—¿Todo? —repitió, dejando que la palabra colgara en el aire. Luego señaló con un gesto hacia la cama. —Quítate la ropa hasta quedarte en ropa interior. Me darás un masaje en la espalda hasta que Daniel regrese con Rosa.
Se quitó la chaqueta con movimientos deliberados, dejándola caer sobre el respaldo de una silla. Mientras lo hacía, su voz adquirió un tono helado, casi despectivo.
—Pero quiero que entiendas algo, Marina. Y asegúrate de que Rosa también lo entienda cuando llegue. Esto no lo hago por vosotras. Esto no lo hago por vosotras. Si dependiera de mí, no estaría perdiendo mi tiempo aquí. —Su voz era gélida, cargada de un desprecio calculado. —Pero tampoco soy como mi hermana. No voy a dejar que os rompan... aún. —Hizo una pausa, dejando que sus palabras se clavaran en el ánimo de Marina. —Aunque tampoco estoy a favor de permitir que os rompan con una violación grupal, estoy seguro de que esa es la brillante idea de mi hermana para doblegarte. Por mi parte, vuestro destino dependerá de Amelia.
Marina tragó saliva, sus manos temblorosas comenzando a desabrochar su vestido. No iba a agradecer más. Sabía que cualquier palabra podría ser interpretada como un signo de debilidad, algo que Duncan podría usar en su contra. Obedecería. Un masaje no era tan importante en comparación con el destino que le aguardaba si no cooperaba.
Sin embargo, mientras se preparaba, su mente se llenó de imágenes que no podía evitar. Pensó en todas las cosas que habría hecho si aún fuera hombre y tuviera la oportunidad de estar en una habitación con dos mujeres como Rosa y ella misma. Pero ahora, el control no estaba en sus manos. Y eso la aterrorizaba.