Chapter 4 - Determinación

El silencio de la mañana se rompió de repente con un pitido agudo que sobresaltó a Link, sacándolo de sus pensamientos más oscuros. Era la tableta de Prunia, vibrando en su mano, señal de un mensaje urgente en el grupo. Con una sonrisa, agradeció la interrupción de esos pensamientos ominosos, sintiendo alegría al saber de sus amigos, y rápidamente abrió el panel de mensajería.

—¡Buenos días! —saludó Yunobo con la energía y simpatía propias de los goron. Estaba especialmente orgulloso desde que fue nombrado Sabio del Fuego. — ¿Listos? Estoy de camino a Fuerte Vigía con un buen arsenal de rocodillos recién hechos en el Asador.

Riju respondió con una risa, como siempre divertida por el apetito insaciable del joven Goron.

—¡Ja, ja, ja! ¡Yo también estoy lista para partir! —rió Riju. La joven matriarca gerudo y sabia del Trueno, estaba de muy buen humor esta mañana —. Estoy ultimando algunos detalles con Adine. Es a ella a quien he delegado mis funciones mientras esté fuera de la Ciudadela.

Link sonrió; Adine era indiscutiblemente perfecta para el rol. No solo era la mano derecha de Riju y sabía exactamente qué hacer, sino que había servido fielmente a la madre de la joven matriarca antes de ella. Con Adine al mando, la Ciudadela estaba en buenas manos.

Un mensaje de audio interrumpió el silencio. Era Tureli, el hijo del recién nombrado patriarca Orni y Sabio del Viento.

Link no pudo reprimir un nudo en el estómago mientras escuchaba su mensaje. "Apenas un adolescente, y ya lleva la carga de haber sido nombrado sabio del viento".

—¡Liiink! Ya estoy en camino —se oyó su juvenil voz, llena del entusiasmo propio de la edad—. ¡Voy volando hacia Fuerte Vigía! ¡Vamos a darle una buena paliza a ese Rey Demonio!

Sidon, el rey Zora y sabio del Agua, también escribió al grupo:

—Perdonad la demora. Yona y yo estamos terminando de asearnos y empaquetar nuestras cosas. Nos pondremos en marcha enseguida, después de unas últimas palabras con mi padre y Muzu, quienes se ocuparán del Dominio en nuestra ausencia.

Mineru, la sabia del espíritu, escribió dando los buenos días compartiendo palabras de ánimo a sus compañeros. A pesar de que no estaría presente con ellos en Fuerte Vigía, sabía de la importancia de sumarse al saludo matutino.

Link sonrió y escribió una respuesta:

—Gracias a todos. Os agradezco de corazón vuestro apoyo. Cuando todo esto termine, haremos un gran festín con rocodillos, salmón en salsa, lubinas vivaces y, por supuesto, litros de Shiok y Shiak.

—¡Chupi sí! —añadió Prunia—. Tened cuidado todos en el viaje. Aseguraos de tener bien configuradas las coordenadas para el teletransporte. Ayer os envié un correo con todos los detalles. También a ti, Tureli, ya que a pesar de tu decisión de venir volando nunca se sabe si vas a encontrarte con algún problema en tu vuelo.

Casi al unísono, todos confirmaron que tenían las coordenadas bajo control. Prunia, suspirando, murmuró para sí misma:

—Espero que ninguno se acabe teletransportado en medio de un río de lava…

Terminado el intercambio de mensajes, Link suspiró. Desde el balcón de su casa en Arkadia, contempló el vasto horizonte. Cerró los ojos y respiró hondo, dejando que el aire salado del mar lo llenara de calma. Necesitaba esa paz antes de enfrentarse a la prueba más grande de su vida.

Regresó a su dormitorio, donde las armas y escudos que había recolectado a lo largo de sus viajes descansaban, no sin cierto caos, sobre su cama. Observó su colección con orgullo. La mayoría de esas piezas le habían costado sangre, sudor y lágrimas, pero ahora todas estarían, junto a la Espada Maestra, al servicio de su última batalla.

En primer lugar, revisó y seleccionó de entre sus escudos —uno de Centaleón plateado, el escudo hyliano y varios escudos reales —mientras lo hacía no pudo evitar que su mente se llenara de recuerdos. Uno de ellos exhibía una morsa del desierto de peluche, regalo de Riju, pegada en el centro. Cuando lo vió, recordó, divertido, su último viaje a la ciudadela Gerudo. La risa de la joven matriarca y amiga, cuando descubrió su ocurrencia, resonó en su mente: "¡Link, siempre has tenido un sentido del humor peculiar!"

Luego, admiró sus armas. Algunas habían sido ganadas en el subsuelo, entre acertijos y peligros. Eran su más apreciado trofeo, armas de héroes antiguos que alguna vez habían liberado Hyrule de la oscuridad del Rey Demonio. Sabía que serían perfectas, pues las armas de la superficie, corroídas por la malicia, no resistirían tanto como esas reliquias.

Eligió las mejores, las más poderosas, y luego se vistió con su atuendo favorito: la capucha y los pantalones hylianos combinados con la nueva túnica del elegido, la que Zelda había escondido cuidadosamente. 

Mientras ajustaba su túnica nueva, sintió la suavidad de la tela y los delicados bordados. Un pinchazo de tristeza lo envolvió. La imagen de su anterior túnica del elegido, aquella que Zelda le había bordado con tanto esmero hace cien años, regresó a su mente. Había quedado completamente destrozada tras el ataque de la momia. Aunque ya estaba gastada por el tiempo y las batallas, verla hecha jirones le había dolido profundamente.

Entonces, recordó cómo, al regresar a casa después del incidente y su lenta recuperación en el Templo del Tiempo, una sorpresa lo aguardaba. Zelda, siempre atenta a los detalles, había mandado confeccionar una nueva túnica para su cumpleaños. Las pequeñas pistas que había dejado lo guiaron hasta su escondite, y cuando la encontró, su corazón se llenó de emoción.

Cerrando los ojos, se permitió unos momentos para revivir aquel instante. Esa noche, llevado por una mezcla de gratitud y melancolía, Link se dirigió al castillo. En el aposento destruido de Zelda, se sentó junto a la cama rota, abrazando la túnica contra su pecho. El recuerdo de ella llenaba cada hilo de la prenda. Sacó una princesa de la calma de su mochila, aspirando su dulce aroma, que todavía resonaba en su memoria como un eco de paz.

La suavidad de la tela de la túnica parecía envolverlo en un vestigio de Zelda: su calidez, su ternura, su presencia misma. Al abrazarla, Link percibió un detalle que no había notado antes: hilos dorados que se entrelazaban con el blanco original del diseño. Un suspiro de emoción escapó de él al recordar el arte Sheikah del Kintsugi, que repara las fracturas con oro, embelleciendo las cicatrices en lugar de ocultarlas. "Tal vez pensó que mis heridas también pueden formar parte de mi fuerza", reflexionó, acariciando los hilos dorados. Cada uno parecía representar no solo una reparación, sino una transformación: lo roto se convertía en algo más resistente.

"Muchas gracias por tu regalo, Zelda", pensó, ajustando la prenda con cuidado y cerrando los ojos, como si ese gesto fuera suficiente para comunicarse con ella donde quiera que estuviera en esos momemtos. "Prometo que, cuando te encuentre... porque te voy a encontrar, tenlo por seguro... lo celebraremos juntos. Yo... tengo tanto que decirte, tanto que.. quiero compartir contigo."

Mientras acariciaba la prenda, su corazón aún acelerado por la emoción, los recuerdos de sus propias cicatrices, físicas y emocionales, surgieron con fuerza. Había intentado ocultarlas durante tanto tiempo, especialmente frente a ella. Pero ahora, mirando los hilos dorados de la túnica, algo hizo clic. Zelda le había enviado un mensaje más profundo, uno que iba más allá de la prenda misma: las cicatrices no eran el final de su historia, sino el comienzo de algo nuevo. Un recordatorio de que lo roto podía transformarse, que su dolor, sus heridas, podían ser parte de su fortaleza.

El eco de esos pensamientos lo trajo de vuelta al presente, y con él, el peso de lo que debía hacer. Zelda ya no solo era un símbolo de amor y esperanza; su memoria ahora se convertía en una fuerza que lo impulsaba a seguir adelante. Pero no podía permitirse perder más tiempo en recuerdos. La batalla que se avecinaba, la lucha contra el Rey Demonio, era el verdadero desafío que debía enfrentar. Sólo después de derrotar la oscuridad que había invadido Hyrule podría concentrarse en lo más importante: encontrar a Zelda. Si Mineru tenía razón, la oscuridad del Rey Demonio debía desaparecer primero, si quería devolverla al mundo. La misión era clara y su mente, ahora más centrada, se enfocaba en ese único objetivo.

Con una determinación renovada, apartó las manos de la túnica, dejando atrás las emociones que la prenda había evocado. El momento de introspección había terminado. Un último ajuste a su atuendo, y se levantó de la cama con la resolución firme de lo que tenía que hacer. La batalla que se avecinaba no solo definiría el destino de Hyrule, sino también el de Zelda. No podía fallar.

Sacudió la cabeza, despejando las sombras persistentes de nostalgia que intentaban aferrarse a su mente. No puedo distraerme ahora, se recordó, mientras el peso de la misión lo envolvía como una capa pesada. Las emociones quedaban atrás, eclipsadas por la urgencia de lo que debía hacer. El propósito era claro, y no habría lugar para titubeos.

Se levantó de la cama con un movimiento rápido y decidido, como si el tiempo apremiara aún más ahora que las dudas se disipaban. Con manos firmes, completó la selección de las armas que llevaría y el equipo adicional. Metió el atuendo de las tinieblas en su mochila, un imprescindible para protegerse de la malicia del subsuelo, y también el atuendo aerodinámico, sin saber exactamente por qué, pero con una intuición extraña que le decía que le sería útil más adelante. Todo se acomodó en el fondo de la mochila, junto con las provisiones y material curativo. Cerró la mochila con un movimiento certero, como si el acto mismo de asegurarla le diera un poco más de control sobre el caos que se avecinaba.

Una vez terminada la preparación del equipo, decidió guardar el resto de los atuendos bajo llave, recordando los rumores de un ladrón de ropa que rondaba la zona. Con un chasquido de dedos, activó Ultramano, creando un compartimento cerrado que asegurara todo de forma definitiva. Pero justo en ese momento, su mirada cayó inevitablemente sobre su brazo. El brillo verdoso de su prótesis, y el latido sordo de la malicia que aún se aferraba a él, hizo que su corazón vacilara por un instante.

"¿Por qué no puedo deshacerme de esto?" El pensamiento resonó en su mente mientras apretaba los dientes. La inquietud crecía en su pecho, un peso que no podía sacudirse. "¿Es esta malicia una parte de mí ahora? ¿Siempre habrá algo que me marque, algo que me recuerde lo cerca que estuve de perderlo todo?"

El destello de oscuridad en su brazo parecía murmurarle, como si quisiera reclamar lo que quedaba de su humanidad. La lucha no era solo contra el Rey Demonio, lo sabía. Era contra los ecos de su propio pasado, contra las cicatrices invisibles que la batalla había dejado en su alma.

Tomó aire profundamente, intentando estabilizarse. No podía permitirse flaquear. La batalla que se avecinaba requería todo lo que tenía. Cerró su mochila y, al ajustar las correas, una última pregunta se deslizó en su mente, tan fría y cortante como la hoja de una espada:

"¿Y si esta sombra nunca desaparece?"

Pero ahora tenía otra misión que cumplir. Con la mochila cargada de atuendos, armas, escudos y raciones de comida vivaz, Link recorrió con la mirada cada rincón de su hogar, como si intentara grabarlo en su memoria. Repasó mentalmente lo que necesitaría para la batalla contra el Rey Demonio, evaluando si había algo más que pudiera darle ventaja. Sin embargo, sus pensamientos pronto se desviaron hacia algo más profundo.

"¿Qué pasaría si no regresaba? O peor, ¿si alguno de sus amigos no volvía?" La idea lo golpeó con fuerza, un peso que no había anticipado. "¿Cómo enfrentaría a sus familias, a sus seres queridos, si alguno de los sabios caía en la batalla o volvía con heridas que no pudieran sanar?" Cerró los ojos un momento, tratando de calmar la creciente presión que lo abrumaba. La responsabilidad se le hizo insoportable, como una sombra que no podía ignorar.

"No pude proteger a una... ¿Cómo voy a proteger a cinco?"

Con los ojos cerrados, trató de calmar su respiración, pero su mente lo traicionaba. "¿Qué me pasa hoy?" Normalmente, enfrentaba cada batalla sin vacilar. Se lanzaba con la certeza de que la victoria estaba a su alcance. Pero esta vez... imágenes sombrías invadían su mente, agolpándose sin control: visiones de sangre, batallas perdidas, rostros conocidos cayendo al suelo. Zelda, desplomándose sin poder hacer nada por detenerla. Tureli, Yunobo, Riju, Sidon... mirándole con desesperanza desde el suelo.

Su mandíbula se tensó mientras sacudía la cabeza, intentando despejar aquellas imágenes. "Es la tensión de la batalla," pensó, intentando aferrarse a la lógica. "Solo tengo que calmarme. Vamos... piensa en algo alegre, alguna tontería."

Se obligó a mirar alrededor, buscando anclar su mente al presente. Fue entonces cuando su espada comenzó a titilar suavemente. La luz que emanaba no era cegadora, pero su brillo se entrelazaba con una vibración leve, casi como un susurro.

Y entonces, una voz surgió, clara y firme, resonando en lo profundo de su ser.

—Link... estás más que preparado. No dudes ahora. —La voz era cálida, pero había un tono de advertencia, como si intentara sostenerlo en el borde del abismo—. Y ten cuidado... aún tienes malicia en tu interior.

El susurro de esas palabras se desvaneció en el aire, dejándolo con una sensación de desconcierto y una resolución renovada. Aunque la inquietud no desaparecía del todo, algo en esas palabras le recordó que, aunque dudara, no estaba solo en esta lucha.

El tiempo se agotaba. Link se dirigió a la puerta, pero justo antes de abrirla, se detuvo. Miró nuevamente su hogar, como si buscara grabar cada detalle en su memoria. Los últimos meses habían sido un torbellino: desafíos superados, verdades descubiertas y alianzas forjadas. Pero ahora, una nueva batalla se cernía sobre él. Respiró hondo y, con un último vistazo, abrió finalmente la puerta.

Al cruzarla, el cielo le dio la bienvenida con su inquietante tono carmesí. Los rayos del sol intentaban atravesar un manto de nubes densas, como si la misma naturaleza estuviera en lucha. La atmósfera era pesada, cargada de una energía que erizaba la piel.

"Esto no es un simple amanecer," pensó. Cada paso hacia Fuerte Vigía lo acercaba a su destino, a una batalla que decidiría el futuro de Hyrule. No era solo el destino del reino lo que estaba en juego, sino también su propia alma.

Con una última mirada a su hogar, Link cerró la puerta tras de sí. El golpe seco de la madera al encajarse le confirmó lo inevitable: la batalla final, no solo por el futuro de Hyrule, sino por su alma, estaba a punto de decidirse.

En el abismo, en el agujero más oscuro y profundo, el Rey Demonio esperaba con impaciencia, sentado en su trono de sombras. La oscuridad a su alrededor parecía absorberlo todo, mientras su mirada llameante brillaba con una ira contenida que solo crecía con cada instante que pasaba. Estaba cerca, sentía su llegada, la de Link y los sabios, pero no le preocupaba. No aún.

Las sombras del abismo se agitaban, como si estuvieran vivas, llenas de criaturas monstruosas que se arrastraban por sus rincones oscuros. A lo lejos, se podían escuchar susurros guturales y risas demenciales. Los Poes, espíritus errantes atrapados en esta dimensión maldita, gritaban con desesperación, condenados a vagar por toda la eternidad, prisioneros de la oscuridad infinita que los rodeaba. Sus voces eran como ecos apagados, un constante recordatorio del poder que el Rey Demonio ejercía sobre este lugar.

El Rey Demonio soltó una risa profunda, llena de satisfacción macabra. Cada fibra de su ser celebraba la victoria que ya consideraba asegurada, mientras se regocijaba al imaginar las torturas que les aguardaban. Su risa resonó en el abismo, haciendo que incluso las criaturas más temibles se encogieran, aplastadas por el peso de su poder.

—¿De verdad se cree que puede vencerme? ¿Que su valentía es suficiente? No sabe a quién se enfrenta. Soy el Poder en sí mismo. Caerá antes de tan siquiera llegar al abismo. 

Cerró los ojos con desdén, como si el simple pensamiento de la llegada de los héroes fuera una molestia, un juego que pronto se disiparía en su infinita oscuridad. El Rey Demonio estaba por encima de todo, sobre la esperanza y la lucha, sobre cualquier intento de resistencia. Él ya lo había ganado todo, incluso antes de que comenzara la batalla.

Sin embargo, mientras su mente se perdía en estos pensamientos, una figura apareció en la penumbra. Vistiendo un traje ajustado rojo, que reflejaba de manera siniestra la poca luz que llegaba hasta el fondo del abismo, la figura se arrodilló ante el trono oscuro del Rey Demonio. Una máscara blanca cubría su rostro, implacable y fría, sin revelar la más mínima emoción. Sus pendientes, en forma de plátanos, tintinearon a cada movimiento que hacía. La figura permaneció en silencio, esperando que su presencia fuera reconocida.

El Rey Demonio abrió los ojos, esbozando una sonrisa malévola al percibir la presencia frente a él. Sabía quién estaba allí: su leal sirviente, su ejecutor, siempre dispuesto a cumplir con su voluntad.

—¿Estás listo para lo que se avecina? —preguntó el Rey Demonio, su voz grave y cargada de promesas oscuras.

La figura permaneció en silencio durante unos segundos antes de responder, su tono helado y sin rastro de temor:

—Lo estaré, su Magnificencia.

—Por cierto... —el Rey Demonio entrecerró los ojos y se incorporó ligeramente, mirando con más intensidad a su sirviente—. ¿Están listos mis vasallos para arrasar con todo?

—Por supuesto, su Magnificencia —respondió la figura sin titubear—. Mis esbirros los están invocando ahora mismo. En breve, Hyrule se desbordará ante la andanada de maldad que estamos desatando.

—Excelente... excelente... —murmuró el Rey Demonio, recostándose de nuevo en su trono con una satisfacción palpable—. A ver cómo ese héroe de pacotilla soporta la presión mientras sus amigos mueren uno tras otro...

Una nueva ola de tensión recorrió el abismo. El aire mismo parecía cargarse con la inminente catástrofe. El Rey Demonio sabía que el enfrentamiento estaba cerca, que todo lo que había planeado, toda la oscuridad que había sembrado, pronto alcanzaría su culminación. En su corazón, palpitaba una certeza absoluta de victoria. Sin embargo, no podía dejar de disfrutar de la espera final, sabiendo que el destino de los valientes que se acercaban era más que predecible.