El suave sonido de los pájaros fuera de la ventana me despertó esa mañana. Era domingo, y aunque la excursión con papá había sido maravillosa, hoy solo quería disfrutar de un día tranquilo en casa. Me estiré en la cama, aún con la sensación cálida del viaje del día anterior, pero, como si fuera un eco de los extraños sueños que me habían perseguido, había algo en el aire que me resultaba inquietante.
Me levanté lentamente, tratando de sacudirme ese malestar que no lograba identificar. Mientras bajaba las escaleras, el aroma familiar del desayuno de mamá flotaba por la casa. Cuando llegué a la cocina, allí estaba ella, frente a la estufa, tarareando una melodía suave y reconfortante. Su mera presencia me resultaba tranquilizadora.
—Buenos días, dormilona —me saludó con una sonrisa, dándome un plato de tostadas y frutas—. ¿Cómo te sientes después de la caminata con papá? Estabas agotada anoche.
Me senté en la mesa, tratando de sonreír de vuelta, pero el recuerdo de esos sueños perturbadores seguía rondando en mi mente. Aún así, no quise preocuparla.
—Fue genial, mamá. Papá y yo nos divertimos mucho. —dije, tratando de sonar entusiasta—. Pero... no sé, esta mañana me siento un poco rara.
Mi madre se detuvo un momento y me miró con esa expresión suya, mezcla de curiosidad y preocupación, como si siempre pudiera ver más allá de mis palabras.
—¿Rara cómo? —preguntó, mientras se sentaba frente a mí con una taza de té en la mano.
Sacudí la cabeza, incapaz de explicar con precisión lo que sentía.
—No lo sé, es solo una sensación. Como si algo fuera a pasar... o como si ya hubiera pasado, pero no lo recuerdo. —Sabía que no tenía sentido, pero era lo más cercano a lo que estaba sintiendo.
Mi madre sonrió suavemente, dejando la taza de té sobre la mesa.
—A veces, cuando estamos muy cansados o hemos tenido un día largo, nuestra mente juega con nosotros. Tal vez solo necesitas relajarte. Hoy será un día tranquilo, y después de un buen descanso te sentirás mejor.
Asentí, agradecida por su tranquilidad. Tenía razón, quizá solo necesitaba dejar de pensar en cosas extrañas y disfrutar del día. Al menos, eso intentaría. Mientras terminaba el desayuno, el silencio se rompió por el sonido de mi teléfono vibrando en la mesa.
Carla, quien seguía siendo una de esas personas que lograba convencerme de hacer cosas aunque no estuviera de humor, me había escrito.
—Oye, ¿tienes planes esta noche? —decía el mensaje—. He quedado para cenar con un amigo de la universidad y pensé que podríamos vernos. Ven con nosotros. Será divertido, prometo que no te aburrirás.
Fruncí el ceño, no estaba particularmente entusiasmada con la idea de salir. Hoy era un buen día para estar en casa. Sin embargo, antes de que pudiera contestar, mi madre, quien había leído mi expresión, intervino:
—¿Quién es? —preguntó, sin levantar la mirada del periódico que había tomado para leer.
—Carla. Quiere que salgamos esta noche a cenar con uno de sus amigos. —respondí sin demasiado interés.
Mamá sonrió y me lanzó una mirada divertida.
—Tal vez deberías ir. Salir un rato te hará bien. Además, no todo puede ser solo estar en casa con tus padres. —bromeó—. Carla siempre fue divertida, ¿no?
Suspiré. Tal vez mi madre tenía razón. Quizá una salida despejaría mi mente de esa sensación extraña que no lograba sacudirme desde la mañana.
—Está bien —respondí al mensaje, antes de añadir—: Nos vemos esta noche. ¿Dónde será?
En cuestión de segundos, Carla respondió con la dirección de un pequeño restaurante cerca del campus universitario, un lugar que, según ella, tenía las mejores hamburguesas de la ciudad.
El resto del día lo pasé en casa, intentando disfrutar de la compañía de mamá mientras le ayudaba con las cosas de la casa. Pero conforme pasaban las horas, esa sensación de inquietud no desaparecía. De hecho, parecía intensificarse a medida que se acercaba la noche.
Finalmente, me vestí con algo casual y me despedí de mamá antes de salir. Sabía que Carla probablemente me obligaría a quedarme hasta tarde, pero una parte de mí necesitaba ese respiro de lo que fuera que estaba sintiendo.
Cuando llegué al restaurante, Carla ya estaba allí, esperándome con una sonrisa enorme en el rostro.
—¡Amery! —exclamó, abrazándome efusivamente—. Estoy tan contenta de que hayas venido. Quiero que conozcas a un amigo mío. Estudia conmigo en la universidad.
Antes de que pudiera decir algo, me guió hacia una mesa al fondo, donde un chico ya estaba sentado. Sus ojos estaban fijos en mí desde el momento en que nos acercamos. Era alto, con una apariencia pulcra, pero algo en su expresión me hizo sentir incómoda.
—Amery, este es Caleb —dijo Carla alegremente, presentándonos—. Caleb, ella es Amery, la amiga de la que te hablé.
Él sonrió, pero la sonrisa no llegó a sus ojos. Algo en su mirada era perturbador, como si supiera algo sobre mí que yo no conocía.
—Mucho gusto, Amery —dijo, su voz era suave, casi amable, había algo en su tono que me daba escalofríos. Tal vez era solo mi imaginación.
Mientras me sentaba y la conversación comenzaba entre los tres, una sensación vino a mí, haciéndose presente a través de los vellos de mi piel, la misma que se siente cuando vas por un callejón a media noche y simplemente no podía deshacerme de ella. Caleb no era alguien cualquiera. Y por alguna razón, mi instinto me gritaba que tuviera cuidado.