Cerré la puerta con un golpe tras de mí y avancé rápidamente por los pasillos mal iluminados de las dependencias del sanador. Pero por más que intentaba sacudírmelo de encima, aún podía sentirlo, el dolor. Un dolor agudo y crudo me atravesaba el corazón como si algo me hubiera sido arrancado.
Cada paso lejos de ella se sentía como moverse a través de arenas movedizas. El impulso de volver atrás, de irrumpir por esa puerta y suplicar su perdón era casi abrumador. Apreté los puños, mis uñas se clavaban en mis palmas hasta sentir la picazón de mi piel rompiéndose.
Maldigo a la Diosa de la Luna por crear esta debilidad. Rechazar a una pareja no era una decisión que debía tomarse a la ligera y ahora entendía por qué. Tropezaba por el corredor, mi respiración entrecortada en ráfagas dolorosas. Cada vez que inhalaba, sentía como si tuviera astillas de vidrio en los pulmones.
—¿Por qué lo hiciste? —aullaba Lax—. ¡Vuelve con ella! ¡Ella es nuestra!