—Ofelia... —jadeó Killorn, sus ojos densos y cargados de deseo. Aún no había terminado, aunque su interior estuviera lleno de su semilla.
Killorn abrazó una de sus encantadoras piernas, justo cuando la otra se deslizó y golpeó el colchón. Sus muslos internos aún vibraban por la intensidad con la que la hizo llegar al clímax.
—¿Por qué eres tan encantadora, mi dulce esposa? —murmuró Killorn, presionando sus labios contra su piel. Ella lo miró temblorosa.
Killorn descansó su peso sobre sus rodillas, pues acababa de penetrarla bruscamente una y otra vez. Sus caderas elevadas, sus músculos ondulando y las venas rojas en sus caderas pulsaban con el deseo de reclamar más.
—Una vez más —declaró Killorn, a pesar de que lo habían hecho hasta perder la cuenta. Por más que quisiera detenerse, era difícil. Cada vez que se deslizaba en su entrada cálida y húmeda, era como un marinero escuchando a una sirena, incapaz de alejarse de ella.