.-Alia-.
Estaba en un hotel donde celebraríamos nuestra primera noche como esposos. Desde hacía meses, había sugerido la idea de una luna de miel en algún lugar lejano, tal vez en la playa o en alguna ciudad romántica. Pero él me había explicado que era mejor ahorrar para nuestra futura familia. No pude negarme, por supuesto. Después, mencioné que podríamos quedarnos en su casa, algo más íntimo y económico, pero él insistió en que quería algo "especial". Y así, terminamos aquí, en un hotel que me parecía demasiado elegante para lo que realmente sentía.
Mis únicas amigas, Kate y Gala, me acompañaban, intentando distraerme del nerviosismo que, poco a poco, comenzaba a devorarme. Eran mis únicas confidentes en esta nueva etapa de mi vida.
—Es la noche de bodas, Alya. ¿Preparaste alguna sorpresa especial para tu marido? —preguntó Kate con una sonrisa cómplice. Sus ojos, siempre brillantes y llenos de vida, parecían estar esperando una respuesta traviesa, algo digno de una mujer que dominara la seducción con la facilidad que ella siempre exhibía.
Kate era espectacular, el tipo de mujer que llamaba la atención donde quiera que fuera. Su cabello castaño casi negro caía en ondas perfectas sobre sus hombros, y sus ojos café oscuros parecían tener una habilidad especial para ver más allá de las palabras. Su figura esbelta y curvilínea era la envidia de cualquiera, y aunque ella decía abiertamente que parte de su atractivo se lo debía a su cirujano, lo cierto es que su confianza y seguridad en sí misma eran lo que realmente la hacía brillar. Kate llevaba su apariencia con la gracia de quien sabe exactamente lo que quiere y cómo conseguirlo.
—Uy, ¿tal vez alguna lencería sexy? —añadió Gala, mi otra amiga, alzando una ceja con picardía mientras una sonrisa traviesa se dibujaba en su rostro.
Gala era alta, más alta que las mujeres promedio, con un porte elegante que intimidaba a cualquiera que no la conociera. Su cabello ligeramente rojizo caía en una cascada brillante hasta su espalda, y sus ojos café oscuros, similares a los de Kate, destellaban con intensidad. Pero lo que realmente la diferenciaba era su carácter fuerte. Gala tenía una presencia que imponía respeto; su confianza la hacía irresistible y, a menudo, intimidaba a los hombres que no sabían cómo lidiar con una mujer tan decidida.
Eran mis únicas amigas, y las únicas invitadas mías a la boda, aparte de mi familia. Nos conocíamos desde la universidad, donde forjamos una amistad a prueba de todo. Ellas habían estado conmigo en mis mejores y peores momentos, así como yo con ellas, y aunque nuestras vidas habían tomado caminos diferentes, siempre encontrábamos la manera de estar juntas en los momentos importantes.
—No lo digan tan alto —les respondí, intentando taparles la boca sin éxito, un poco avergonzada que alguien haya escuchado, pero riéndome con ellas.
Nos dirigimos hacia el ascensor del hotel, ellas a mi lado, conversando sobre lo que vendría mientras mi mente divagaba en todos los posibles escenarios de esta noche. Finalmente, cuando las puertas del ascensor se abrieron, una ola de ansiedad me golpeó. Estaría sola a partir de ahora. Tal vez aun no estaba lista despues de todo.
Mis amigas me soltaron suavemente, permitiéndome entrar al ascensor, pero antes de que las puertas se cerraran, Gala puso una mano firme en la entrada, impidiendo que se movieran. Sus ojos, normalmente tan intensos, ahora tenían un brillo de preocupación.
—Tú sabes que tu esposo no me cae del todo bien —dijo Gala con su tono directo, pero suavizado por la sinceridad de su preocupación—, pero te deseo todo lo mejor en esta nueva etapa.
Kate asintió, su expresión juguetona se tornó seria por un momento.—Y si se atreve a lastimarte, Alya, se las verá con nosotras —añadió Kate, su tono ligero, pero con una nota protectora. Sabía que, a su manera, estaban tratando de calmarme, de recordarme que no importaba lo que pasara, siempre me tendrían la espalda.
Sonreí, sintiendo una cálida oleada de gratitud hacia ellas.—Lo sé, chicas. Gracias por todo.
Ellas sonrieron.—No te preocupes por eso —dijo Gala, retirando su mano de la puerta—. Ve y diviértete.
Las puertas del ascensor se cerraron con un suave "click", aislándome del bullicio de la noche. Me encontré sola en ese espacio, mi reflejo en los espejos del elevador mostraba el resultado del largo día: Mi cabello negro, que había arreglado con tanto cuidado antes de la boda, ahora estaba un poco desordenado, y mis ojos, en lugar de brillar de emoción, estaban llenos de preocupación. Sacudí un poco la cabeza para despejarme esa idea.
—Piso 15...—susurré, mientras presionaba el botón. El ascensor comenzó a subir y yo estaba tratando de calmarme. Cuando las puerta se abrieron pude ver pasillo que se sentía interminable mientras buscaba la habitación.
—1502... 1502... —seguí repitiendo hasta que la encontré. Me detuve frente a la puerta, respirando hondo, como si ese gesto pudiera ahuyentar las dudas que seguían acosándome.
Al entrar en la habitación, lo primero que hice fue dirigirme al baño. Necesitaba tiempo para mí, para ordenar mis pensamientos antes de enfrentar la realidad de lo que significaba esta noche. Tal vez, si me arreglaba, si me veía diferente, podría sentirme diferente también. Tal vez, por una vez, podría sentirme adecuada.
Abrí mi maleta y saqué el primer conjunto que encontré, abrí los ojos con sorpresa cuando lo ví: la lencería blanca que Kate me había regalado. Era preciosa, delicada, todo lo que una mujer segura de sí misma usaría con orgullo. Pero yo no era esa mujer.
Decidí ponérmela de todos modos, con la esperanza absurda de que tal vez la ropa podría darme la misma confianza de Kate. Me quedé frente al espejo, mirando mi reflejo con una mezcla de tristeza y frustración. Quería verme y sentirme bien pero no podía evitar escuchar en mi mente esas vocecitas que me decían que tenía un cuerpo sin chiste, vulgar y que solo buscaba la atención de las personas. No me veía bien en esa prenda. La tela blanca resaltaba mi piel canela, esa misma piel que siempre había sido motivo de burlas a mi alrededor.
Mamá había dejado claro que, a mi edad, no me quedaban muchas opciones. "Hija, nadie va a querer a una mujer de treinta años, y menos si es como tú, casate con él ¿que pierdes intentando?", había dicho una y otra vez. Su voz y sus palabras deslizándose a mi mente, tenía razón, ya no me quedaba mucho tiempo, ya era hora de que fuera más independiente, que dejara de estar detrás de mi familia.
Justo cuando estaba a punto de quitarme esa lencería, escuché el sonido de la puerta abrirse. Mi corazón se detuvo un instante, y rápidamente me cubrí con una bata blanca.—Cariño, ya llegué — su voz resonó en la habitación con una calma y confianza que parecían de otro mundo. Él siempre estaba tan seguro, tan despreocupado, mientras yo me sentía atrapada en un torbellino de dudas y miedos. De alguna manera esa forma de ser de él me había distraído de mis propias preocupaciones.
Salí del baño, mis pasos silenciosos sobre la alfombra. Allí estaba él, mi esposo, sosteniendo una caja en una mano y una botella de vino en la otra. Su traje negro estaba un poco desordenado, la corbata ligeramente aflojada, y el saco ya se lo había quitado, lo que le daba ese aire casual y relajado que siempre había tenido.
—Mira lo que traje para que celebremos los dos a solas —dijo, levantando la caja con una sonrisa más amplia. Intenté devolverle el gesto, pero sentí cómo mi sonrisa se desvanecía antes de llegar a mis labios.
—Claro —murmuré, con un esfuerzo casi doloroso por sonar entusiasmada.
Él dejó la botella y la caja sobre la mesa, no parecía notar nada raro, así que no pude evitar suspirar aliviada por eso.
—Voy a darme una ducha rápida. Prepara todo para cuando salga, ¿sí? —dijo, caminando hacia el baño sin esperar una respuesta, dejándome sola en la habitación.
Mientras el sonido del agua comenzaba a llenarse en el fondo, fui a buscar los platos y las copas. Me concentré en servir el vino con cuidado, derramando el líquido rojo en las copas.
Cuando él salió de la ducha, nos sentamos en la mesa y él empezó a hablar, como siempre. Sobre su próximo proyecto, sobre el éxito, sobre todo lo que en su mundo parecía tener sentido. Su voz resonaba segura y firme, una certeza que me hacía sentir aún más fuera de lugar. Mientras él hablaba, yo asentía en silencio, aunque apenas escuchaba.
Delante de mí, una rebanada de pastel descansaba en el plato. No era mi favorito; de hecho, no me gustaban los dulces. Pero era un gesto más que él había hecho por nosotros, así que me obligué a tomar un trozo y lo llevé a la boca.
El vino, al menos, sabía un poco mejor, aunque combinaba tan mal con el sabor del pastel. Cada sorbo me hacía sentir más mareada por el alcohol. Me recosté un poco en la silla, tratando de mantener la compostura, pero era inútil. Mi visión empezaba a nublarse, y el mundo a mi alrededor parecía desenfocarse.
—¿Qué piensas? —su voz rompió el silencio.Parpadeé, desconcertada. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que había dejado de hablar? Me di cuenta de que ni siquiera sabía de qué estaba hablando. Mis pensamientos estaban demasiado dispersos.
—¿Qué? —respondí, levantando la cabeza con dificultad. El simple movimiento hizo que el mareo se intensificara. Todo a mi alrededor comenzó a girar. El mundo se volvía borroso y distante, como si estuviera a punto de desmoronarse.
Él suspiró, y su mirada se volvió fría, como si hubiera estado esperando más de mí, como si mi torpeza fuera una confirmación de lo que siempre había sospechado.
—Alya, debiste ser más inteligente.
¿Qué? No podía entenderlo bien. No quería entenderlo.
—Me siento mal, Víctor —logré murmurar mientras sostenía mi cabeza con ambas manos, tratando de aferrarme a la poca claridad que me quedaba. El mareo era insoportable, y mi cuerpo comenzaba a fallarme. Sus palabras me llegaban a medias, como si su voz estuviera a kilómetros de distancia.
—Nos vemos mañana, cariño —dijo con indiferencia, observando cómo me desvanecía, sin hacer el más mínimo esfuerzo por ayudarme.
Fue en ese momento cuando algo hizo clic en mi mente nublada. Mientras me deslizaba hacia el abismo del cansancio y la confusión, me di cuenta de un detalle que había pasado por alto.
Él no había tocado ni el pastel ni el vino.