.-Alya-.
Cuando abrí los ojos me di cuenta de que estaba en la habitación del hotel, la misma donde había estado antes, pero algo era diferente. La luz tenue que se filtraba por las cortinas me pareció demasiado fuerte, y el dolor de cabeza seguía martilleando implacable. Quise moverme, pero mi cuerpo no respondía del todo; estaba atrapada en esa sensación de desorientación que me hacía dudar de todo.
Un ruido en la puerta, un golpe sordo, como si alguien la hubiera empujado con violencia, hizo que mi corazón saltara en mi pecho. Luego, oí las pisadas apresuradas de varias personas. Todo ocurrió tan rápido que no tuve tiempo de reaccionar. La puerta se abrió de golpe, y un destello cegador llenó la habitación. Voces y cámaras me rodearon en un caos que no entendía. Parpadeé, tratando de asimilar lo que estaba pasando, pero cada pregunta era como una bala, cada palabra me golpeaba sin darme tiempo de respirar.
— ¡Señorita Alya Feimann! ¿Qué tiene que decirnos sobre esta situación?
—Se acaba de casar, y ya está siendo infiel a su esposo. ¿Cómo explica esto?
Las preguntas caían una tras otra, cada vez más rápidas, más invasivas. Eran como cuchillos que me cortaban sin piedad. Intenté procesarlas, pero mis pensamientos eran un caos. No entendía lo que estaba pasando. Mi respiración se volvió errática, y el pánico empezó a escalar. No podía concentrarme en nada, solo sentía una presión insoportable, como si el mundo estuviera aplastándome.
Entonces lo vi. Ahí, a mi lado, en la cama. Mi corazón se detuvo.
No era Víctor. No era mi esposo.
El hombre que yacía junto a mí estaba completamente desnudo, y lo peor de todo es que no tenía idea de quién era. No lo reconocía, no recordaba haberlo visto nunca. ¿Qué había pasado? ¿Cómo había llegado a este punto? Trate de recordar la noche anterior, pero solo recuerdo el vino, el pastel, la sensación de mareo... y luego nada.
De repente, entraron más personas a la habitación. La policía. Mi corazón dio un vuelco. Sabía, sin necesidad de escuchar ninguna palabra, que lo que estaba ocurriendo no era algo bueno. Los oficiales desalojaron a los periodistas que seguían haciendo preguntas, y antes de que pudiera procesarlo, sentí el frío de las esposas alrededor de mis muñecas.
—¿Qué está pasando? ¿Por qué me esposan? —pregunté, mi voz temblando, rota por el miedo y la confusión.
Uno de los oficiales se acercó, su rostro impasible.
—Hemos recibido un llamado informando que en esta habitación se estaban consumiendo sustancias ilícitas. Por favor, coopere con nosotros.
Mi cuerpo entero se congeló. Sustancias ilícitas. Era imposible. Esto tenía que ser un malentendido. Esto no podía estar pasando. Intenté decirles que todo era un error, que yo jamás había tocado nada de eso, pero mis palabras se perdían en el caos. Nadie me escuchaba.
Lo siguiente fue un torbellino. La policía encontró restos de polvo en la habitación, y aunque insistí una y otra vez en que nunca había consumido nada de eso, las pruebas de sangre dijeron lo contrario. La sensación de injusticia me asfixiaba.
En cuestión de días, mi reputación quedó destruida. Los titulares no dejaban de hablar de mí, las redes sociales se convirtieron en un campo de batalla donde me crucificaban sin piedad:
@nan1: Es una drogadicta infiel.
@Mall2: Su esposo debe estar devastado.
@kill3: ¿Cómo alguien así salió de esa familia?
@fej4: Su madre debe estar revolcándose en su tumba. Jajaja.
Pero lo que más me dolió fue la ausencia de mi familia. Nadie vino a verme a la estación de policía. Ni siquiera Víctor.
Cuando terminó el juicio, el veredicto fue claro: me enviaron a un "instituto de rehabilitación". Pero eso era solo un nombre bonito para disfrazar lo que en realidad era: un hospital mental. Cualquier esperanza de que aquello fuera un lugar para curarme se desvaneció en los primeros días. No había rehabilitación, solo pastillas, horas interminables de estar atontada, incapaz de pensar, incapaz de sentir; a lo mucho mandaban algunos psiquiatras de vez en cuando para dar platicas.
Mi primera visita fue de mi hermana, Yanire. Llegó llorando, diciendo que había querido venir antes, pero que su reputación estaba en juego. Me contó que empezaba su carrera como actriz y no podía arriesgarse. Traté de entenderla, de creer en sus excusas, como siempre lo había hecho. Pero su llanto no podía borrar la traición que descubriría más tarde.
Una tarde, mientras miraba la única televisión del hospital, lo vi. Mis diseños. Mis sueños. Los que había trabajado día y noche. Los que había guardado con tanto cariño, desfilando en una pasarela... y mi hermana los reclamaba como suyos. Mi hermana. Me había robado el trabajo de mi vida.
La traición me atravesó como un cuchillo. Todo ese esfuerzo, todas esas noches en vela, todo lo que había puesto en mis diseños, se lo había llevado ella. Después, como si fuera una broma y quisiera restregarme sus éxitos, no solo se convirtió en una renombrada diseñadora, también se abrió paso como actriz y se casó con un joven maestro de una familia antigua.
Luego llegó Víctor, mi esposo. Creí, en ese instante, que él al menos estaría de mi lado. Que entendería. Le conté sobre los diseños, le supliqué que me escuchara, que me creyera.
—Esos eran mis diseños... Me los robaron, Víctor —le dije, casi rogando, con una desesperación que me consumía.
Pero lo que me dijo me dejó completamente helada. Fue como si el mundo se detuviera y todo a mi alrededor desapareciera.
—Para este punto pensé que ya te habías dado cuenta, Alya. — Dijo mientras suspiraba. Su voz era fría, calculadora—. Solo vengo hoy para pedirte el divorcio. – extendió debajo del cristal que nos mantenía separado unos documentos para que firmara.
Esas palabras resonaron en mi mente como un eco interminable. Mis manos temblaban mientras observaba los documentos de divorcio que él había dejado frente a mí. Lo leí con detenimiento, quería mi herencia la que me habian dejado mis abuelos, me estaba quitando mi dinero como parte de una "compensación" por el daño causado. Era increíble lo que un simple papel podía representar: el fin de todo lo que una vez creí real. Cada promesa, cada plan para el futuro, todo había sido una mentira. Víctor nunca me amó.
Mi mente vagó, recordando esos momentos en los que soñábamos juntos con formar una familia. Recordé su sonrisa, aquella que parecía sincera, pero ahora sabía que era una máscara. ¿Cómo pude ser tan ciego? No tenía otra opción mas que firmar.
Poco después, la noticia explotó en todas las pantallas. La boda más esperada. El señor Víctor Jones se casaba con la actriz y heredera del grupo Kontel, Kaitlin. Lo vi en la televisión del hospital, la única cosa para entretenernos que nos dejaban en este lugar. Las cámaras seguían a la novia, radiante y perfecta, caminando hacia el altar. Pero lo que más me dolió fue ver los rostros de mis familiares en las primeras filas, con lágrimas de felicidad en los ojos.
Lágrimas que nunca derramaron por mí.
Fue en ese momento, viendo los rostros felices de mi familia en la pantalla, cuando la verdad se hizo insoportable. Recordé el día de mi boda, un día que debería haber sido el más feliz de mi vida. Si en ese entonces hubiera sido capaz de leer las señales, habría entendido todo antes. Si hubiera visto más allá de la sonrisa forzada que me dio Víctor antes de besarme, o de lo vacío que fue ese beso, tan breve, como si hubiera querido estar en cualquier otro lugar menos conmigo. Si hubiera notado las sonrisas sarcásticas de los invitados, o, peor aún, las de mi propia familia, me habría dado cuenta de lo que realmente estaba sucediendo.
Me hubiera dado cuenta de que todo era una maldita farsa.
Pero la peor visita no fue la de Víctor. No, la que más me marcó fue la de mi madre, o mejor dicho, mi madrastra, Virginia. Durante años le había agradecido su bondad por criarme después de la muerte de mi madre biológica. Ella había sido la mejor amiga de mi madre, Diana Cadaval, quien falleció cuando yo tenía solo tres años. Mi padre, devastado por la pérdida, se refugió en el alcohol. Fue entonces cuando Virginia, con su amabilidad y paciencia, no solo lo consoló sino que también se convirtió en una madre para mí.
O al menos eso creía yo.
Virginia y mi padre se casaron y al año tuvieron a Yanire. Crecí creyendo que éramos una familia unida, pero me di cuenta demasiado tarde de que nunca fui bienvenida. No importaba cuánto me esforzara, cuánto estudiara o intentara destacar en los negocios para ganarme su respeto. Virginia no quería que brillara. Mi éxito solo significaba que mi padre me prestaría más atención, y eso no le gustaba.
—Alya —dijo Virginia, en una de sus visitas, con esa sonrisa venenosa que, ahora, conocía tan bien, — No eras más que una intrusa, un pequeño peón sin importancia. Sin embargo, eras la hija mayor, la heredera. — Me miró desde su silla, con la arrogancia de quien se sabe vencedora. — Una niña que existía para recordarme que no fui la primera en la vida de tu padre.
—¿Sabías que tu padre quería que manejaras la empresa? —me lanzó esas palabras con veneno, en otras tantas de sus visitas. — Decía que tenías un don, un instinto para los negocios. ¡Qué ironía! Si de verdad tuvieras buen instinto, no estarías aquí, ¿verdad? — Su risa resonaba como un eco en las paredes vacías de mi mente, un recordatorio cruel de lo ciega que había sido. — Pero tu padre no escuchaba y cuando te casaste y terminaste en este lugar, quería sacarte, si no hacía algo rápido… no tuve más opción que acelerar mis planes.
Después las visitas se hicieron mas escazas como si poco a poco se olvidaran de mi existencia. Las pocas veces que alguien venía, era solo para descargar su frustración o culpa, nunca por un verdadero interés en cómo me sentía. Recuerdo una de esas visitas, de mi exesposo, Víctor. Antes se había presentado como el hombre perfecto: atento, educado, cariñoso. Pero ya no tenía que fingir. La máscara había caído por completo. Se sentó de manera desgarbada, sin respeto alguno, con una arrogancia que jamás le había visto.
—¿Sabes lo difícil que fue hacer que te enamoraras de mí? —su voz, cargada de burla, retumbó en mi cabeza como una campana distorsionada. Su sonrisa torcida hacía que mi estómago se revolviera, ese gesto burlón que conocía tan bien, pero que nunca había dirigido hacia mí de forma tan abierta. —Ocho malditos años... ¡Ocho! Intentándolo todo, hasta que por fin caíste. Fuiste una pieza difícil, pero valió la pena. — Se reclinó en la silla frente a mí — Gracias a ti, logré casarme con una joven maestra de una familia rica. Me diste lo que necesitaba: el estatus, el dinero … y todo sin que te dieras cuenta. —Soltó una risa fría.
El dolor que sentí en ese momento no fue una punzada. Ya no. Era un vacío profundo, constante, como si algo se hubiera arrancado de mi pecho. Lo peor era que no tenía la energía ni para llorar. Había pasado tanto tiempo ahogándome en lágrimas, que en algún punto, estas simplemente se agotaron. Ahora, sólo quedaba esa ausencia en mi alma, una oscuridad en la que me hundía sin cesar.
Cada visita era así: una gota más en el océano de mi miseria, un recordatorio de lo sola que estaba, de cómo me había abandonado. Me hundían más, poco a poco, en esa sensación de desesperanza.
El único consuelo, si es que se le podía llamar así, eran las visitas de los psiquiatras. Uno en particular, el Dr. Dereck, se interesaba en ayudarme de verdad. A pesar de ser más joven que yo, era una persona amable, con una gran inteligencia. Fue el único que me ayudó a salir de ese ciclo interminable de autodesprecio y baja autoestima, aunque el proceso fue largo y doloroso.
Sin embargo, el último año en el hospital fue el más difícil. Intentaba mantenerme cuerda, a pesar de todo. Escupía los medicamentos cuando podía, estudiaba las noticias, hacía cálculos para mantener mi mente activa, para no perderme por completo. Pero entonces, los mandos del hospital decidieron cambiar mi tratamiento, uno que me sumió aún más en la locura. Parecía que querían borrar lo que quedaba de mí. Los días, las semanas, incluso los meses, se desdibujaban. El tiempo dejó de existir para mí; se convirtió en una sombra sin forma, arrastrándose a través de una niebla densa que no podía atravesar.
Y lentamente, me convertí en un cascarón vacío. Mis días transcurrían sin sentido, como si solo estuviera esperando un final que nunca llegaba. No era yo; Era alguien moviéndose por inercia, alguien que había dejado de luchar, de sentir, de ser.