Últimamente terminaba con la mirada perdida a la ventana que daba al lejano patio, dónde aún estaba aquel enorme taur encadenado al suelo sin comer ni beber.
Al menos el día de hoy estaba empezando a llover de nuevo, dándole un alivio temporal de agua a su cuerpo quemado por el sol.
Tenía en mis manos un plato de fruta del que había perdido apetito, pensando y considerando la posibilidad de entregárselo y averiguar si mi teoría de que el alimento no lo haría hablar sería verdadera o falsa.
Ese día estaba sola en casa. Mamá se había ido a ver al medico en compañía de mi padre, y mis hermanos estaban o en el trabajo o en sus actividades "recreativas" como lo solía llamar Raymond. Claro, solo otra manera de decir que iba al burdel, al club de hombres o a algún casino. Ser el segundo hijo le daba ese tipo de beneficios.
Supuse que debía agradecer la confianza de mi padre para obedecer sus órdenes. Antes de esos días nunca lo había desobedecido, pero la curiosidad era un potente motivador a romper las reglas.
De un salto, bajé del alféizar de la ventana, cargando con mi fruta y decidí hacer la prueba.
Aparte de ello, también robé unos pedazos de cecina de la cocina, bastante abandonada a esas horas del día al no haber mucha gente a la qué alimentar.
Deje que mis pasos me llevaran por el mismo camino que había tomado la otra vez que me escapé de mi madre para evitar que alguien me viera y pronto llegué al frente del taur una vez más. Tenía los ojos cerrados y su respiración era tranquila, lo que me dejó estupefacta un momento.
¿Se había dormido... En pleno castigo?
Estaba acostado sobre su costado con la cabeza apoyada sobre su codo, enseñando así su bíceps del brazo derecho y demostrando el perfecto estado de sus músculos. Era sorprendente ver el tremendo tamaño de su cuerpo, pero verlo relajado era mucho más interesante.
Tenía pestañas largas y oscuras. Su barba empezaba a ser cada vez más espesa a la par de su bigote, lo que le daba la apariencia de ser un hombre de mediana edad que en realidad podría ser dueño de fábricas por lo respetable que se veía.
Noté también que sus orejas tenían esa característica punta fina de los taur, apuntando al cielo y con varios aretes perforandolas. No sabía que los taur usarán joyería, y menos aún que se vieran tan bien en un hombre.
Incliné la cabeza a ver más de cerca dichos adornos, momento en el cual algo bajo su cuello me llamó la atención. Era una marca negra sobre su piel... Una especie de diseño parecida a la tinta sobre el papel, pero antes de poder acercarme más y verlo más de cerca, el tipo me asustó cuando habló.
—Si tus ojos fueran esas pistolas que tu gente usa, probablemente ya estaría muerto de tanto que me miras, gatita.
Di un salto para atrás del susto que me dió. No pensé que estuviera despierto. O que fuera a despertarlo. Había estado a un metro de distancia de él. Una distancia ciertamente peligrosa y ni siquiera me había percatado de ello.
Realmente que la curiosidad podía matar a un gato...
—P-pensé que dormías.
—Es un poco difícil cuando hay alguien viéndote tan fijamente como lo haces tú. ¿Es que te gusta tanto lo que ves?
Me sonrojé al momento en el que abrió sus ojos, con una sonrisa burlona y coqueta en su cara.
—¿Por qué debería?
—¿Cuál sería entonces la razón por la que sigues regresando a verme? —Se acomodó mejor en su posición, viéndome con una perezosa satisfacción.
Fruncí el ceño, ahora molesta por sus comentarios.
—No es por tu apariencia, eso tenlo por seguro. —Dije con hostilidad, a lo que él empezó a reírse y a mí solo me hizo enojar más. —No tengo fetiches raros, muchas gracias. Y yo que venía a alimentarte un poco...
—¿Qué quieres? —Soltó de repente con un suspiro, acomodándose en su lugar para sentarse con las piernas cruzadas. Sus enormes cadenas tintinearon con su movimiento, levantando un poco de polvo cuando se arrastraron con él.
—¿Qué?
—Te he preguntado qué es lo que quieres. A cambio. —Sus ojos escrutaron mi rostro con cansancio, haciéndome sentir rápidamente como una niña a la que han encontrado haciendo una travesura. —Ustedes los humanos no hacen nada sin esperar algo a cambio, así que solo suéltalo.
Me mordí el labio inferior, sintiéndome expuesta y un poco mal de que estaba en lo cierto.
—No es nada de importancia...
—Pero es algo. Cuánto más tardes en decirlo, menos ganas me dan de escucharte.
Entrecerré los ojos, decidiendo si sería buena o mala idea lo que estaba haciendo. Ese tipo era más inteligente de lo que esperaba.
—¿Comes fruta?
Mi pregunta lo hizo levantar una ceja, y yo mostré mi pequeña cesta de frutas que había ocultado detrás de mi espalda. Hizo un gesto raro con la nariz, viendo la pequeña montaña de comida.
—Deja de perder el tiempo y...
—No, esa es mi pregunta. —Insistí, con genuina curiosidad. Después de hablar con mis amigas, me había quedado pensando en que no sabía prácticamente nada de los quentaur aparte de lo que se decía en la guerra, pero poco se sabía de su estilo de vida, su dieta, sus costumbres u otras cosas básicas. Supuse que si quería sacarle información sensible, lo mejor sería comenzar con lo básico. ¿Qué comían? ¿Cómo podía chantajearlo para que hablara? ¿Qué le gustaba?
El taur pareció todavía más confundido, una expresión que ahora me hizo sonreír a mi.
—¿Tienes un tornillo zafado? —Preguntó con desdén y confusión, pero yo no cedí terreno.
—Algunos lo creen. Quizás sea cierto. Es decir... ¿Qué humano normal se interesaría por la cultura de los quentaur, verdad? —Me encogí de hombros, volviendo a agitar la cesta de frutas en mis manos. —¿Y bien?
Sus ojos bajaron a ver las frutas, luego a mi rostro y su rostro solo demostró un nivel más profundo en el que podían bajar sus cejas.
—Claro que si, ¿Por qué no podríamos?
Parpadeé un poco sorprendida. Parecía algo tonto para él, pero para mí era un dato que no sabía y que tenía erróneo en mi cabeza.
—No lo sé... Pero siempre nos dicen que ustedes solo son carnívoros. Que comen humanos en la guerra, usando sus colmillos y desgarrando... eh...
—Desgarramos sus cuellos porque son el punto débil natural de todas las especies. —Aclaró como si fuera una obviedad. Cosa que era, pero no por las razones que esperaba. —No porque los queramos comer. Matar es matar, no importa cómo se haga.
Su bajo gruñido me hizo retroceder un poco, pero tragué saliva intentando darme valentía.
—Bueno, supongo que tiene sentido... ¿Entonces quieres? —Regresé el paso que había dado hacia atrás, levantando la cesta una vez más en su dirección. Él la observó con una confusión mayor, pero solo terminó gruñendome. —No tiene nada, lo prometo. Mira. Incluso ya está lavada.
Agarre la manzana de hasta arriba, llevandomela a la boca y dándole un buen mordisco. El sonido que produjo le provocó un extraño movimiento a una de sus orejas y mis ojos viajaron a la velocidad de la luz a ella. ¿Se había... movido?
—Bien, dámela. —Dijo volviendo mi atención a él, un poco distraída. ¿Acaba de aceptar mi ofrecimiento?
Parpadeando, mordí la manzana de nuevo pero para sostenerla con los dientes, usando las manos para bajar la cesta al suelo, un poco más cerca de él, pero aún a una distancia segura de mí.
La empujé con el pie, lo suficiente para que él estirara la mano para agarrarla... Pero su cadena lo detuvo justamente antes. Él elevó una ceja en su rostro, subiendo los ojos a verme en espera.
—¿Estás jugando ahora mismo, gatita?
Su tono de voz parecía una advertencia, lo que me mandó escalofríos por el cuerpo, pero inhalé profundo antes de quitarme la manzana de la boca y acercarme un poco más...
Empujé la cesta más cerca con una mano, pero justamente cuando me iba a alejar, el engañoso taur se estiró mucho más que antes y me sujetó la muñeca con fuerza.
El pánico me invadió y estuve a punto de gritar, pero me puso la mano en la boca con rapidez y acalló cualquier sonido que estuvo a punto de salir.
Me sujetó de la mandíbula de esa manera, agachándome hacia él e hincandome a su altura. Mi corazón latía a mil por hora, estaba asustada y preguntándome qué demonios me había pasado por la cabeza al intentar algo como eso. Intenté quitarme su mano de la cara, pero parecía hecho de hierro. ¿Iba a matarme? ¿A desgarrarme el cuello con sus colmillos...?
—Sshh... —El sonido de sus labios me puso alerta, y antes de entender qué estaba haciendo, me pegó a su cuerpo. La dureza de sus músculos era impresionante, casi al punto de parecer una pared con relieve a mi espalda. Mi corazón estaba a punto de explotar en mi pecho, teniendo por mi vida, pero un segundo sonido llegó a mis oídos y me quedé congelada.
—¡...visto su cara! El idiota ni siquiera se enteró de que había sido yo. Debería sacar su cara del culo de esa cocinera y entonces ahí si se daría cuenta de varias cosas...
Las risas de dos guardias pasando por detrás del cuerpo del esclavo me hicieron tensar. ¿Debería gritar por ayuda?
Empecé a agitarme entre sus brazos, intentando como fuera soltarme de él y gritar... Pero su baja voz acarició mi oreja con sus labios pegados a mí y una oleada de escalofríos me recorrió el cuerpo con locura. Ahí fue bueno que tuviera su mano en mi boca, porque habría delatado un gemido mío.
—Sshh... ¿Acaso quieres que te vean, gatita? Hasta ahora has sido bastante escurridiza. ¿Quieres tirar eso por la borda?
Me quedé quieta entonces, sin comprender sus palabras un momento.
¿Me había... Ayudado? ¿A ocultarme de los guardias? ¿Por qué? ¿Y por qué no matarme? Era la hija del hombre que lo había esclavizado. ¿Por qué no lo hacía? Aunque aún tenía oportunidad...
Las voces de los guardias se desvanecieron en la distancia, pero yo lo escuchaba nada más que mi propio corazón bombeando con locura. Y en la agónica espera, descubrí algo que no me esperaba...
A pesar de la suciedad de su ropa y cuerpo, de los días sin aseo y el inclemente sol en el cielo... Ese taur olía a café.
Y no cualquier café... Reconocería el aroma de mi grano favorito en cualquier lugar. Justamente olía a eso. Y era intoxicante.
Ni siquiera noté cuando sus manos aflojaron su agarre, preguntándome más bien si mi corazón ahora latía por el miedo... O por otra cosa.
—¿Cómoda? —Volvió a preguntarme al oído y otra oleada de escalofríos me recorrieron con fuerza, despertándome del trance por fin.
El color de la manzana roja se quedaría corta a comparación del de mi cara, estaba segura. Me separé de él a trompicones, alejándome de su cuerpo lo más posible. Él solo me dejó en paz y lo escuché reírse de mí.
—¿Cuál es tu problema? —Dije sin aliento, abrazando mi cuerpo tembloroso y viendolo con ojos muy abiertos.
Él no dijo nada por unos momentos, agarrando de la fruta de la cesta que ahora yacia tirada y olvidada.
—¿El mío? Gatita, eso pregúntatelo a ti misma.
Tragué saliva, sin saber cómo responder por una vez. Esos ojos dorados me veían de pies a cabeza como si fuera comida... Y por la forma en la que mordió la manzana, lamiéndola primero, estaba segura de que estaba pensando en todo menos en el hambre que sentía.
Al menos, no por una manzana.
Antes de sentirme más vulnerable, rescaté mi cesta en un subidón de valentía y salí huyendo de ahí, pensando en solo una cosa: me había dicho la verdad.
Los taur no olían ni de cerca igual que los humanos.