La Doña dejó el periódico que estaba leyendo y me escaneó de pies a cabeza con una ceja levantada, como si estuviera evaluando si yo era un diamante en bruto o solo un pedazo de carbón que había entrado por error en su oficina. Le dio una calada a su puro y, con una voz profunda que parecía salida de una película de la época dorada del cine mexicano, dijo:
—Déjanos, Nando. Gracias.
—Sí, con permiso —respondió él mientras se retiraba.
Y ahí estaba yo, solo con la Doña. Sus ojos oscuros parecían penetrar en mi alma, aunque yo esperaba que solo estuviera viendo la parte donde soy seguro de mí mismo y encantador. La otra parte —la que estaba insegura si conseguiría quedarse y que estaba temblando como una gelatina en terremoto— no era algo que quería mostrarle. Finalmente, habló:
—Ven, siéntate. No te quedes parado —me señaló una de las sillas frente a su escritorio.
Obedecí de inmediato, porque si hay algo que aprendí en mi vida pasada --y créanme, esa lista es larga--, es que nunca debes desafiar a una mujer con un puro en la mano. Mientras me acomodaba en la silla, colocando mi guitarra junto a mí como si fuera un escudo protector, intenté recordar todas las veces que había lidiado con gente poderosa. Lamentablemente, la lista se reducía principalmente a productores con complejo de perfeccionistas compulsivos y críticos de moda que preferían hacer comentarios sarcásticos en lugar de usar sus palabras como seres humanos decentes. No exactamente lo mismo. Pero algo tenía que funcionar, era bueno para aparentar estar tranquilo en este tipo de situaciones.
—Un gusto conocerla, soy Nadir —dije con mi sonrisa más encantadora mientras extendía mi mano para saludarla. La Doña extendió su mano, y en un gesto que parecía más digno de la realeza, giró levemente su muñeca, dejando el dorso hacia arriba. Lo entendí de inmediato. Esto era un examen. Un examen de etiqueta. Y como buen actor, sabía que en estos casos la única opción era seguir el guion al pie de la letra.
Recordé las enseñanzas de mi abuela —una mujer sabia y experta en todo lo que significaba mantener la compostura frente a las grandes ligas—, así que, inclinándome suavemente, besé ligeramente el dorso de su mano. Punto para mí, porque vi cómo su ceño se relajaba un poco y la comisura de su boca se levantaba en lo que, bajo condiciones extremas, podría considerarse una sonrisa. Un poquito.
—Un placer, jovencito —dijo mientras retiraba su mano y le daba una calada a su puro con la gracia de alguien que sabía que la clase es algo que no se compra, pero que todos desean—. Mi sobrina me contó sobre tu situación, así que he decidido darte una oportunidad en mi restaurante. Me han dicho que puedes cantar, ¿no es así?
—Así es, señora —respondí, firme como una roca.
Ella asintió con aprobación, lo cual me dio un poco de confianza. Aunque, si soy sincero, todavía me sentía como un ratón atrapado en la mirada de un águila.
Aunque Nadir trataba de proyectar una imagen de confianza y seguridad, lo que no sabía era que su aura, de alguna manera, era inherentemente noble. La Doña, por supuesto, lo notó al instante. Algo en su postura, en sus movimientos —delicados pero seguros—, le recordó a los hombres que estaban acostumbrados a moverse entre la élite.
—No me digas señora, dime Doña. Estoy más acostumbrada a eso.
—Sí, Doña —repetí, tomando nota mental de su preferencia. Estaba claro que no era una mujer a la que se le dijera que no. De hecho, tenía la impresión de que cualquier intento de desafiarla podría terminar conmigo en algún rincón oscuro de la ciudad... o, peor aún, trabajando sin descanso para ella hasta el final de mis días.
—Bien. Antes de decidir cómo repartir tus horas, quiero escucharte cantar.
Asentí con la cabeza, consciente de que este era mi momento para brillar o, al menos, no arruinarlo completamente. Agarré mi guitarra y la coloqué en mis piernas. Mientras mis dedos se deslizaban sobre las cuerdas, mi mente trabajaba a toda velocidad, como una computadora buscando la mejor canción en microsegundos. Hice rápidamente una lista con opciones:
Podría tocar la canción que había estado practicando y componiendo en mi mundo anterior.
Podría tocar algo de este mundo y demostrar mi técnica impecable.
La lógica me decía que optara por la opción segura, algo conocido y ensayado. Pero luego pensé en mi abuelo, en cómo siempre decía que los grandes momentos de la vida surgen de grandes riesgos. Decidí arriesgarme y tocar una canción de mi mundo anterior pero que hace tanto tiempo que no cantaba, una canción que mi abuelo solía cantarle a mi abuela, una que no solo me traía recuerdos, sino también una historia de amor que trascendía el tiempo.
Mi abuelo siempre decía que no se merecía a alguien tan increíble como mi abuela. Y, siendo realistas, esa era una verdad que aceptaba, ella era alguien que no se dejaba pisotear y cuando sufría alguna intimidación por parte de la que se hacía llamar mi madrasta, me defendía con garras y dientes. Él siempre se veía tan pequeño a su lado, pero cuando le cantaba, se transformaba en un gigante lleno de amor y respeto. Esos recuerdos de él cantando eran de los pocos buenos que tenía de mi infancia, y sabía que esta canción podría tocar una fibra sensible en alguien como la Doña, que me recordaba tanto a mi abuela: fuerte, elegante y con un aura que exigía respeto.
Mis dedos se posaron sobre las cuerdas, listos para dar inicio a lo que seguramente sería la interpretación que me pondría en este lugar... o al menos eso esperaba. Tomé aire, me enderecé en la silla y empecé a tocar.
La canción no solo era para guitarra; en su versión completa tenía muchos instrumentos de fondo, pero había aprendido que a veces, menos, es más. Empecé a tocar las primeras notas, ya por cantar la primera estrofa de la canción se activó por si sola la habilidad especial. No viendo la notificación, simplemente deje que la musicara tomara el control y mi corazón latió emocionado mientras mis ojos brillaban con una mezcla de alegría y tristeza.
-Pasaste a mi lado
con gran indiferencia.
Tus ojos ni siquiera
Voltearon hacia mí. –
Comencé a cantar, dejando que la emoción se filtrara en cada palabra. Era una canción de Pedro Infante, un clásico de los tiempos dorados. Mi abuelo decía que el cantante escribió esa canción basándose en la historia de él y mi abuela. Me hacía reír porque sabía que la canción había salido mucho antes de que ellos se conocieran, pero veía el amor en los ojos de mi abuelo cada vez que la cantaba.
-Te vi sin que me vieras,
Te hable sin que me oyeras.
Y toda mi amargura,
Se ahogo dentro de mí. –
Continué, perdiéndome en la melodía y en los recuerdos de aquellos tiempos. Mi abuelo siempre me contaba que conoció a mi abuela en un parque y siempre trataba de acercarse a hablar con ella, pero tenía demasiado miedo de ser rechazado. Decía que ella se veía como una diosa bajo la luz del sol, con su cabello suelto.
-Me duele hasta la vida,
Saber que me olvidaste.
Pensar que ni desprecios
Merezca, yo, de ti.-
Cuando se casaron, en su discurso mencionó, a modo de broma, que ni siquiera merecía los desprecios de mi abuela. Aunque, conociendo a mi abuelo, creo que en el fondo lo decía en serio, al menos el yo de 5 años, eso veía en sus ojos
-Y, sin embargo, sigues
Unida a mi existencia.
Y si vivo cien años,
Cien años, pienso en ti. -
A veces pienso que, de haber tenido la oportunidad, habría seguido cantándole cien años más.
La Doña permaneció en silencio escuchándome, el puro en su mano suspendido en el aire. Y aunque seguía cantando, supe que estaba logrado algo.