Bajo un cielo oscuro y siniestro, Lodran, la gran capital de Carguria, se sumía en una decadencia sin precedentes. El viento aullaba con fuerza, golpeando las ventanas y envolviendo la ciudad, normalmente imponente, en una sensación de asfixia ante la tormenta inminente.
Myrddin, un joven vagabundo, deambulaba por las calles desiertas. Las farolas, parpadeando débilmente, que escasamente iluminaban su figura vestida en harapos sucios, que apenas lo protegían del aire gélido. Se movía como un espectro perdido, su mirada vacía y desenfocada, sin recordar a dónde iba ni de dónde venía.
Podría intentar recordarlo, pero no le importaba.
Imágenes fugaces cruzaban su mente: recuerdos rotos de una vida en blanco y negro. Un joven sin padres, cuyos primeros recuerdos comenzaban en un orfanato desmoronado tras la muerte de su dueña. El mundo siempre había sido vacío para él, carente de color o emoción. Incluso en los momentos más trágicos, como cuando el orfanato cerró, no sintió nada.
Podían llamarlo antipático, frío, incluso despiadado. Desde que tuvo conciencia, Myrddin fue diferente, y con el tiempo descubrió la razón: carecía de algo que todos los demás poseían—emociones.
No es que estuviera completamente desprovisto de ellas, pero eran tan débiles y pasajeras que apenas lograba notarlas. Podía contar con los dedos de una mano las veces que sintió algo, aunque fuera mínimamente intenso.
Myrddin no buscaba vivir ni morir; era más como una máquina, con destellos esporádicos de humanidad. Si no fuera porque su cuerpo se movía instintivamente para buscar comida, probablemente habría muerto en alguna calle cuando el orfanato cerró. Incluso ahora, era ese instinto el que lo guiaba por las heladas calles de Lodran.
'¿Pero, con qué sentido?'
Había visto la belleza y la maldad en todas sus formas. Su mirada trascendía la de cualquier persona normal, captando la bondad de quienes lo daban todo por los demás y la crueldad de quienes lo arrebataban todo por una moneda. Había recorrido Lodran durante años, desde los barrios marginales de casas de madera y cuerdas hasta los barrios ricos con edificios majestuosos.
A pesar de su corta edad de catorce años, Myrddin ya había vislumbrado suficiente del mundo como para llegar a una conclusión: nada tenía sentido.
Simplemente, se había cansado de buscarle uno.
'¿Y si nada tiene sentido, qué razón le quedaba para vivir?'
Como si el mundo respondiera a sus pensamientos, una gota helada golpeó su rostro, limpiando algo de suciedad. Luego, otra gota, y la tormenta estalló con una intensidad vertiginosa.
¿Acaso era un castigo de los dioses? Por un momento, Myrddin contempló la posibilidad. Era como si sus pensamientos heréticos contra la vida fueran castigados.
Apenas dio dos pasos antes de que la poderosa tormenta lo arrojara al suelo, obligándolo a caer de rodillas. El dolor era intenso; sentía como si sus rodillas estuvieran rotas, y las gotas de agua, del tamaño de puños, lo golpeaban implacablemente, llevándolo a postrarse. Aunque su rostro reflejaba puro dolor, sus ojos permanecían apagados, indiferentes ante la cercanía de la muerte.
Con el agua helada acumulándose bajo sus manos y el estruendoso sonido de la tormenta a su alrededor, Myrddin se sentía como una vela que se apagaba rápidamente.
'¿Acaso solo soy un error?' pensó, mientras la luz en sus ojos se desvanecía. Quizás solo era un error de la naturaleza, uno que ella quería corregir para devolver todo a su curso natural.
Pero nada de eso le importaba ya. Cerrando los ojos, Myrddin sintió cómo el sonido y el dolor desaparecían, y un vacío junto al silencio lo reclamaba.
Entonces, una voz inesperada rompió la quietud.
"Oh, ¿qué hace esto aquí?"
La voz, serena y profunda, pertenecía a alguien mayor, pero tenía un tono extrañamente juvenil. Sin embargo, más que el tono, fue la sensación que provocó en Myrddin la que lo obligó a abrir los ojos.
El dolor y la fatiga no disminuyeron, sino que aumentaron, pero, aun así, hechizado, alzó la cabeza.
Una figura borrosa apareció ante sus ojos nublados. Aunque no podía ver con claridad, la gabardina multicolor y el sombrero de copa roto que vestía quedaron a la vista de Myrddin.
Su rostro era increíblemente borroso, pero cuando alzó la cabeza vio cómo se formaba una sonrisa ridículamente grande.
"¿Acaso quieres ver un truco de magia, niño?" dijo la figura con una voz frívola, desafiando la tormenta y los truenos que no podían opacarla.
A los ojos de Myrddin, la figura parecía retarlo: ¿Te atreves a verme en blanco y negro?
Era ridículo, increíblemente ridículo, porque ante su mirada la figura manchaba su mundo en blanco y negro con colores, y contra todo pronóstico su corazón comenzó a latir irregularmente, como si fuera... expectación.
La figura alzó las cejas ante la falta de respuesta y apoyó sus manos en un bastón que apareció de la nada.
"Ejem, qué público más difícil," comentó, su voz teñida de burla. Myrddin no tenía fuerzas para hablar, y cualquier palabra suya habría sido tragada por la tormenta. Sin embargo, las palabras de la figura sonaban como una broma tonta que haría un viejo amigo.
"Bien, primero..." dijo, ralentizando su habla mientras levantaba su mano derecha, "¡Un escenario decente!" exclamó, mientras chasqueaba los dedos.
Y entonces, el mundo se detuvo. Todo sonido desapareció.
Las gotas de agua se congelaron en el aire, algunas apenas cayendo de las ennegrecidas nubes, otras chocando contra el suelo. Incluso los rayos, que normalmente aparecían y desaparecían en un instante, quedaron plasmados en el cielo como ramas de un árbol antiguo.
Desde la vista borrosa y titilante de Myrddin, vio cómo una onda de colores emergió de la mano de la figura, expandiéndose y adornando el mundo, que se iba deteniendo a su paso.
"¡Ja, ja, ja! No te sorprendas demasiado, chico, esto solo es el escenario," se rió la figura, satisfecho con la expresión de asombro y la mirada ahora iluminada de Myrddin. Luego, levantó ligeramente su bastón y lo golpeó suavemente contra el suelo mojado.
Las gotas de agua que los rodeaban se apartaron, como un ejército que recibe la orden de su general.
La mirada nebulosa de Myrddin se fue aclarando. Sin la tormenta que lo golpeaba y sin esas gotas en medio, pudo ver a la figura con mayor claridad.
Era un hombre de mediana edad, vestido no solo con una gabardina colorida; toda su ropa era de diferentes colores, algunas prendas nuevas y otras viejas, creando un conjunto ridículamente fuera de lugar.
Su rostro, a pesar de las arrugas y los dientes algo amarillentos, irradiaba una vivacidad juvenil que no encajaba con su apariencia.
Desde el chasquido de dedos, el mundo de Myrddin había tenido color por primera vez en su vida, pero la figura ante él era como un pincel, pintando el mundo a su paso.
Myrddin no sabía cómo ni por qué, pero, ¿acaso eso importaba? Su corazón latía feroz e irregularmente, bombeando emoción a cada rincón de su escuálido cuerpo.
Emociones que en su vida aparecían levemente cada tantos años, lo inundaban ahora mismo. Algunas las reconocía, otras no, pero hubo una que se elevaba sobre todas las demás.
Nunca la había sentido, pero, contradictoriamente, la reconoció de inmediato: anhelo.
Anhelaba lo que volvía especial al hombre que sonreía en silencio, divirtiéndose con la cambiante expresión de Myrddin.
"¡Perfecto! Parece que el público está emocionado, empecemos con el acto...," comenzó a decir el hombre, moviendo sus manos con la gracia de un maestro de circo, sus gestos amplios y teatrales, como si estuviera a punto de desvelar un truco espectacular. Pero entonces, su voz se apagó abruptamente.
"¿Eh?" Murmuró, su entusiasmo detenido en seco. Al mirar hacia abajo, vio a su único espectador desplomado en el suelo, medio inconsciente.
El cuerpo de Myrddin ya estaba exhausto, debilitado por el hambre, el frío y el incesante dolor. Ahora, con la tormenta suspendida y la presión aliviada, el cansancio finalmente lo alcanzó, llevándolo a los brazos de la inconsciencia.
El hombre observó la escena en silencio durante unos momentos, su expresión pasando de la sorpresa al desconcierto, y finalmente, a una melancolía teñida de ironía.
"Vaya, qué público más maleducado," dijo en voz alta, como si esperara que el mismo aire lo escuchara, "Dormirse ni bien el acto comienza... Qué difícil es encontrar un público decente en estas épocas," suspiró dramáticamente, sacudiendo la cabeza con una tristeza exagerada que no llegaba a ocultar la chispa de diversión en sus ojos. "Pobre de mí, aquí estoy, dispuesto a darlo todo, y ni siquiera obtengo una ovación," añadió, con una mezcla de resignación y humor.
Se inclinó sobre Myrddin, observándolo con curiosidad. A pesar de sus palabras, había algo más en su mirada, un interés que iba más allá del simple entretenimiento. "Bueno, chico, parece que necesitas un buen descanso. No te preocupes, aún hay tiempo para más sorpresas."
Con una sonrisa que era mitad traviesa y mitad compasiva, el hombre se inclinó, levantando a Myrddin con sorprendente facilidad. Mientras lo hacía, el mundo a su alrededor permanecía congelado en esa extraña pausa temporal que había creado, como si el universo entero esperara el siguiente movimiento de este enigmático individuo.
Caminó lentamente, tarareando una melodía que parecía ajena a todo lo que les rodeaba. A medida que avanzaba, los colores que había traído consigo comenzaron a expandirse, envolviendo a Myrddin en un manto de sueños que lo transportaban a un lugar donde las emociones, finalmente, tenían cabida.
"Descansa, pequeño," susurró el hombre, su voz apenas un murmullo sobre el viento inmóvil, "Aún queda mucho por ver, y no querrás perderte el gran final."