Hace mucho tiempo, en un mundo aún joven, coexistían siete grandes razas: demonios, ángeles, hadas, semi-humanos, enanos, elfos y humanos. Cada una de ellas cumplía un propósito, y juntas daban equilibrio al mundo donde, según las antiguas profecías, nacería un nuevo dios: el Dios del Inicio y del Fin.
Sin embargo, ese equilibrio fue destruido cuando aparecieron seres que se hacían llamar a sí mismos "dioses", con la intención de gobernarlo todo. Su ambición desató una guerra tan cruenta que llevó a la extinción total de la raza demoníaca.
Cuando recuperé la conciencia, me encontraba en un lugar oscuro. Todo a mi alrededor parecía el espacio… aunque, curiosamente, no sabía lo que esa palabra significaba. “¿Qué es el espacio?”, me pregunté. Y sin embargo, algo en mi mente —algo que no era completamente mío— parecía saberlo todo.
Poco a poco, esa conciencia comenzó a susurrarme conocimientos, imágenes y palabras que nunca había escuchado. Era como si mi propio cerebro albergara una sabiduría que no me pertenecía, mostrándome cosas que no entendía del todo… pero que, de algún modo, también comprendía.
El tiempo pasaba con una lentitud insoportable, como si el mundo hubiera olvidado moverse. El aburrimiento se convirtió en una parte de mí… hasta que un dolor punzante me atravesó la cabeza.
Cerré los ojos un instante. Al abrirlos, estaba en otro lugar. Todo ardía. Llamas rugían a mi alrededor, y el calor me envolvía como una pesadilla viva. Sentía un dolor profundo, desgarrador, y mi vista era borrosa, distorsionada.
Entre las sombras, distinguí la silueta de un niño arrodillado. Estaba llorando, aferrado al cuerpo de una mujer. Ella lo abrazaba con ternura, incluso mientras el mundo se caía a pedazos a su alrededor.
Supuse que era su madre. No solo por la diferencia de edad, sino por la forma en que lo protegía. Pero lo que más me llamó la atención fueron los cuernos que sobresalían de su cabeza.
No podía ver con claridad lo que sucedía a mi alrededor, pero la voz de la mujer era clara, cálida… casi como un susurro que atravesaba el fuego.
—No llores… tienes que ser fuerte, Kurayami —le dijo con ternura.
Al escuchar ese nombre, algo dentro de mí tembló. Era como si esa palabra, Kurayami, tuviera un significado más profundo, como si me perteneciera.
Entonces, todo comenzó a desvanecerse. La imagen se volvió más borrosa, el sonido se apagó por completo… y cuando menos lo esperé, ya estaba en otro lugar.
Cuando volví en mí, me encontré en lo que parecía ser una cueva. Las paredes eran de piedra húmeda y el aire olía a tierra vieja. Frente a mí, de pie y completamente inmóvil, había un hombre imponente.
Llevaba una armadura blanca que brillaba con la poca luz del lugar, una capa roja ondeaba levemente a su espalda, y su rostro estaba completamente cubierto por un casco metálico.
Empuñaba una espada, y la sostenía con firmeza mientras me observaba con cautela. Sin más, me preguntó con voz grave:
—¿Quién eres… y qué es esa cosa en la que estás metido?
No sabía muy bien por qué lo sabía, pero las palabras salieron solas. Le respondí con una sonrisa tranquila, casi mecánica:
—Es una cápsula de hibernación. Sirve para dormir durante muchos años sin envejecer… ni sentir el paso del tiempo.
El caballero mantuvo su espada en alto unos segundos más, como si aún no confiara en mí… o como si estuviera decidiendo si debía matarme en ese mismo instante.
Finalmente, bajó el arma con cautela, pero sin dejar de observarme con desconfianza.
—Eres el último —dijo con voz firme—. El último que encontramos en esas cápsulas. Afuera hay otros once…
Héroes, se hacen llamar.
Le devolví la mirada con una sonrisa despreocupada.
—No hay problema —le dije—. ¿Podrías mostrarme el camino?
El caballero suspiró, como si no esperara tanta calma de mi parte. Luego, con un gesto silencioso, señaló hacia un pasadizo entre las sombras.
Sin decir una palabra más, comenzamos a caminar juntos, dejando atrás el lugar donde había despertado.
Mientras avanzábamos por el túnel, el caballero me explicó que estaba patrullando, como solía hacer, cuando notó la entrada de la cueva y decidió inspeccionarla en busca de enemigos.
—¿Enemigos? —pregunté—. ¿Con quién están en guerra? ¿Qué país?
Su voz sonó seca, casi resignada.
—Con casi todas las razas existentes. Los humanos estamos luchando contra el resto del mundo.
Tras aquella conversación, no volvimos a hablar. El silencio, denso e incómodo, nos acompañó durante todo el trayecto.
Finalmente, llegamos a la salida de la cueva. La luz del exterior me obligó a entrecerrar los ojos, y allí, de pie, esperándonos, vi a once jóvenes.
Había hombres y mujeres, todos de aspecto juvenil, probablemente entre los dieciséis y dieciocho años.
Al verme, sus rostros se iluminaron. Me saludaron con sonrisas cálidas, e incluso algunos se acercaron a abrazarme, como si me conocieran de toda la vida.
No entendía por qué me trataban con tanta familiaridad. Yo no los conocía… o al menos eso creía. Pero ellos me hablaban y me sonreían como si fuéramos amigos de toda la vida, como si entre nosotros existiera un lazo invisible.
Decidí seguirles la corriente, sin hacer preguntas. Algo dentro de mí se sentía cálido, casi feliz de verlos.
Pero al mismo tiempo, una inquietud me carcomía por dentro: no recordaba quiénes eran… ni quién era yo, realmente.
Uno por uno, los jóvenes se presentaron ante el caballero que los observaba con atención.
—Iko.
—Hana.
—Rin.
—Akira.
—Ken.
—Emi.
—Aiko.
—Haruki.
—Mei.
—Dakeshi.
—Daichi.
El último, Daichi, dio un paso al frente con una sonrisa confiada.
—Yo soy Daichi, el hermano mayor —dijo con orgullo—. Estoy a cargo de todos nosotros.
“¿Hermano mayor?”, pensé, confundido. ¿Eso quiere decir que… todos somos hermanos?
Antes de poder ordenar mis pensamientos, el caballero se acercó a mí.
—¿Y tú? ¿Cuál es tu nombre?
Me quedé en silencio unos segundos. No lo sabía… o no lo recordaba. Pero entonces, esa voz volvió a resonar en mi mente: la mujer abrazando al niño entre las llamas, susurrándole con ternura.
Kurayami.
—Me llamo… Kurayami —respondí, con una certeza que no sabía de dónde venía.