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—Has estado de buen humor los últimos días —miré a César con sospecha mientras yo estaba sentado en la ventana de la biblioteca y él de pie junto al estante.
—¿Qué te hace pensar eso? —respondió tratando de parecer ignorante.
—Ni se te ocurra desafiarme, te conozco demasiado bien. Siempre seré capaz de saberlo.
—... —sabe que tengo razón, así que ahora ha optado por el silencio.
—Está bien —suspiré—. No preguntaré por la razón. ¿Contento? —sacudí la cabeza y desvié mi atención hacia el libro que estaba leyendo—. ¿Alguna novedad con la búsqueda?
—No…
—Cerré los ojos resignado—. Busqué en todo el maldito país cuando se fue ese día... —frustrado cerré el libro con fuerza—. ¿Y si esta vez tampoco la encuentro?
—¡La encontraremos! —él estaba de repente entusiasmado—. Estoy seguro de que lo haremos.
—Lo miré con suspicacia y luego sonreí tristemente.
—También lo espero.
—La puerta se abrió y Zara entró en la habitación con Atenea—. Señor, ¿está aquí?
—Sí. Entra —le dije.