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El castillo, una vez en ruinas, ahora de nuevo resplandecía con vida. Niños correteaban por los pasillos, risueños y llenos de energía. Sirvientes apresurados se cruzaban, llevando bandejas de comida o arreglando cortinas. Clei, aún aturdido por su sueño, salió de su habitación y se encontró con este nuevo mundo.
El jardín, donde antes solo había escombros, ahora estaba lleno de flores y árboles frondosos. El aire olía a tierra fresca y esperanza. Pero su asombro se desvaneció cuando Seian, el fiel mayordomo, lo cargó sobre su hombro como si fuera un niño travieso.
-Joven amo, si sus "hermanos" lo ven despierto tan temprano, seré yo quien reciba su regaño -dijo Seian, dándole palmadas en la espalda.
Clei frunció el ceño riendo un poco. -Seian, no soy un niño, y ellos no son mis hermanos.
En ese momento, una tercera figura se materializó: Seyan, el más joven de los sirvientes. Su mirada era firme y directa.
-Realeza, no somos tus hermanos, pero te hemos criado en ausencia de los reyes. Sacrificamos nuestras infancias para que tu crecimiento fuera fructífero -declaró Seyan.
Clei arrugó la nariz. -Además, no debería estar despierto, ¿verdad? Mi horario es de 5 a 10, no de 4 a 10.
-Soy mayor -afirmó Clei con la frente en alto, pero Seyan acarició su cabello con una familiaridad que lo hizo estremecer.
Recordó cómo Seyan lo había encadenado del cuello en una breve recuerdo. El miedo paralizó sus ojos, y Clei apartó la cabeza.
-Seian, llévalo a sus aposentos y asegúrate de que duerma. Si se revela, llama a Deymon -ordenó Seyan con cierto dolor por la acción de Clei, y Clei fue llevado de regreso a su habitación, preguntándose qué oscuros secretos guardaba ahora el castillo vivo.