Roberto despertó lentamente, parpadeando al tratar de enfocar sus ojos. La habitación donde se encontraba era amplia y limpia, pero carecía de decoración, lo que le daba un aspecto frío y aséptico. La cama en la que yacía era grande y cómoda, pero todo le resultaba desconocido. Enfrente, un hombre trajeado y musculoso descansaba en un sillón, absorto en la pantalla de su smartphone. El contraste entre el lujo de su atuendo y la simplicidad de los muebles era desconcertante.
A la derecha, pegado a la pared del fondo, había un espejo enorme que reflejaba la luz que entraba por una ventana con barrotes. Las cortinas estaban corridas a un lado, dejando ver un paisaje de montañas que parecía lejano y ajeno. A la izquierda, un pequeño armario de diseño moderno y dos mesitas de noche a cada lado de la cama completaban el mobiliario. Una única puerta se alzaba como la posible salida de ese lugar extraño.
El hombre en el sillón levantó la vista del teléfono y sonrió de manera burlona.
—Por fin despiertas, preciosa —dijo con una voz ronca pero calmada, mientras volvía a teclear en su smartphone.
Roberto parpadeó, confundido. ¿Preciosa? Se preguntó a sí mismo. Bajó la mirada y, para su sorpresa, se encontró con dos pechos femeninos. Su primer impulso fue tocarlos, como si quisiera confirmar que eran reales. La sensación bajo sus dedos era inconfundible: eran suyos. El pánico se apoderó de él mientras bajaba la mano derecha, solo para descubrir que su miembro había desaparecido.
—Quítate la vía y mírate en el espejo si quieres —continuó el hombre, sin apartar la vista de la pantalla—. Pero ahora eres una mujer. Una mujer muy bella, debo añadir. Ahora te llamas Amelia.
Roberto—no, Amelia—tiró de la vía con manos temblorosas, uniendo el dolor físico al torbellino de emociones que le embargaba. Miró la vía y la bolsa de suero al lado de la cama. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? Sentía su corazón acelerado, la respiración entrecortada, la incredulidad y el miedo amenazando con abrumarlo.
—¿Qué día es hoy? ¿Cómo he llegado aquí? ¿Cómo es que soy una mujer? —preguntó, su voz un temblor palpable mientras luchaba por entender su situación.
El hombre levantó la vista del teléfono, suspirando con un aire de resignación.
—Siempre las mismas preguntas —respondió, casi con aburrimiento—. Es 13 de junio. No sé los detalles precisos, pero debiste molestar a nuestra jefa. Todos llegan igual. Hacen algo y ella nos manda secuestrarlos. Después, os hace tragar un gusano vivo, este os convierte en mujeres. Y si me vas a preguntar: sí, te puedes quedar embarazada y tendrás la regla. Eres una mujer completamente, no una burda imitación.
El hombre se levantó del sillón, su presencia imponente llenando el espacio. Era alto y musculoso, su traje perfectamente ajustado realzaba su físico robusto. Su rostro mostraba una expresión dura, marcada por una vida de cumplir órdenes sin cuestionar. La seguridad y el desdén con que hablaba dejaban claro que había repetido esas palabras muchas veces antes.
Amelia se dirigió tambaleante al espejo, sus manos aún temblando. Cada paso que daba era una lucha contra el vértigo que amenazaba con derribarla. Al llegar al espejo, la imagen que le devolvió la superficie reflectante la dejó sin aliento. Ante ella se erguía una mujer joven, de una belleza sorprendente. Su piel era suave y tersa, con un tono uniforme que parecía casi irreal bajo la luz de la habitación. Los largos cabellos oscuros, sedosos y brillantes, enmarcaban un rostro de rasgos delicados y simétricos. Sus ojos, grandes y expresivos, eran lo único que delataba la identidad de Roberto, ahora atrapada en ese nuevo cuerpo. En esos ojos, aún se podía ver el pánico y el desconcierto que sentía.
Amelia levantó una mano temblorosa y la llevó a su rostro, tocando suavemente su mejilla. La sensación era extraña, como si su propio tacto no le perteneciera. Bajó la mano hacia su cuello, notando la suavidad de su piel, y luego hacia sus hombros y sus nuevos pechos. Sentirlos bajo sus manos, saber que eran suyos, le provocó un escalofrío de horror y fascinación. Era una realidad que no podía negar, por mucho que quisiera. Sus manos siguieron bajando por su cintura, ahora esbelta y curvada, hasta sus caderas. Cada curva, cada línea de su cuerpo era ajena y, al mismo tiempo, innegablemente suya.
El pánico creció dentro de ella al darse cuenta de lo irreversible de su situación. La imagen en el espejo le devolvía una verdad que no podía escapar. Los pechos, la cintura, las caderas, todo formaba parte de una mujer, no de Roberto. Se sintió atrapada, prisionera en un cuerpo que no era el suyo. Su respiración se volvió rápida y superficial, y las lágrimas comenzaron a llenar sus ojos. La identidad que reflejaba el espejo era perfecta, pero no le pertenecía. Era una belleza que la aterrorizaba, una evidencia de la transformación que había sufrido sin su consentimiento.
Sus ojos, esos ojos que aún conservaban algo de Roberto, buscaban desesperadamente una salida, una forma de negar lo que el espejo le mostraba. Pero no había escapatoria. La realidad la golpeaba con fuerza: ya no era Roberto, ahora era Amelia, una mujer joven y hermosa, y no podía hacer nada para cambiarlo. La impotencia y el miedo la abrumaban, y se dio cuenta de que, por mucho que luchara contra esta nueva identidad, el espejo siempre le devolvería la misma imagen: la de una mujer que tenía que aceptar, aunque fuera contra su voluntad.
El hombre la observaba con una mezcla de curiosidad y desdén.
—Acostúmbrate a tu nueva vida, Amelia. Tu pasado ya no existe. Y más te vale seguir las órdenes si no quieres que las cosas empeoren.
Amelia sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies. La confusión y el miedo se mezclaban con una creciente sensación de impotencia. Su vida había cambiado radicalmente, y no sabía si alguna vez volvería a ser la misma.
El hombre se volvió hacia el armario y sacó un vestido de color rojo, de claro corte oriental. Luego añadió un conjunto de lencería negra que incluía un sujetador, unas bragas, medias, un liguero y unos tacones no demasiado altos de color negro.
—La jefa quiere verte, ponte esta ropa —ordenó con un tono plano en su voz, casi aburrido.
Amelia sintió un nudo en el estómago. No tenía intención de rebelarse, pero necesitaba saber cuán mal estaba su situación.
—¿Y si me niego? —preguntó, tratando de mantener la voz firme.
El hombre dejó de teclear y la miró directamente. Sus ojos se endurecieron, y la frialdad en su expresión hizo que Amelia se estremeciera.
—Entonces te retorceré el brazo, te pondré sobre mis piernas, te azotaré el trasero y, en lugar de estos tacones, te sacaré los más altos —dijo con una firmeza que disipaba cualquier duda sobre si hablaba en serio.
Amelia tragó saliva, asustada. Como hombre, nunca había sido muy fuerte ni había entrenado técnicas de lucha. Viendo la diferencia de estatura y musculatura, lo más probable era que terminara muy mal si lo desafiaba.
—De acuerdo, obedeceré —dijo, caminando hasta el lado de la cama donde había dejado las prendas el guardaespaldas—. ¿Tienes un nombre?
—Sí, pero es irrelevante. Hoy me ha tocado a mí estar de guardia. Por la hora y día de ingestión del gusano, debías despertar hoy o mañana. Por eso estaba aquí, para comunicárselo a la jefa, explicarte cosas muy básicas y llevarte ante ella cuando lo ordenara. De todas formas, por regla general, en esta ala estáis solo las novatas y tenéis libertad para moveros entre el gimnasio, el baño, la peluquería y la sala de educación. Es imposible salir de ella sin uno de nosotros. La única salida de esta ala es la puerta por donde saldremos. Por eso mi nombre no importa. Otro día podría ser distinto tu guardián.
Mientras el guardián hablaba, Amelia trataba de ponerse el tanga, el cual le resultaba incómodo y extraño. Luego, forcejeó con el sujetador, intentando averiguar cómo ponérselo.
Observando su torpeza, el hombre se lo arrebató de las manos con un suspiro de exasperación. Sin mostrar emoción, le enseñó cómo abrocharlo por delante, girarlo para darle la vuelta, ponerse las tirantas y ajustar sus senos en el interior. No pareció disfrutar de tocar los senos de Amelia; más bien, parecía un engorro para él.
—¿Eres gay? —preguntó Amelia incrédula ante la falta de entusiasmo del hombre al mirar su cuerpo y no intentar sobrepasarse.
El hombre levantó una ceja, claramente ofendido.
—Si te hiciera algo deshonesto, en unos días sería tu compañera. No me hace gracia terminar como una de vosotras. Ahora date prisa en terminar de arreglarte.
Amelia sintió un escalofrío. La amenaza implícita en sus palabras era clara: había castigos peores que la simple obediencia. Con manos temblorosas, se apresuró a ponerse las medias y el liguero, sintiendo la textura suave y extraña contra su piel. Los tacones negros no eran demasiado altos, pero caminar con ellos sería un desafío. Finalmente, se colocó el vestido rojo, ajustándolo sobre su nuevo cuerpo con cierta torpeza.
El guardián la observó con una mirada crítica, asegurándose de que estaba presentable. Sus ojos recorrieron lentamente la figura de Amelia, evaluando cada detalle. El vestido rojo de corte oriental abrazaba sus nuevas curvas, resaltando su esbelta cintura y las caderas que ahora poseía. La lencería negra apenas visible debajo del vestido añadía un toque de sensualidad que él no podía ignorar, aunque su expresión seguía siendo impasible. Los tacones negros, aunque no demasiado altos, obligaban a Amelia a mantener una postura más erguida y elegante, realzando aún más su feminidad.
—Sígueme —ordenó, dirigiéndose hacia la puerta.
Amelia lo siguió, cada paso en los tacones era una lucha por mantener el equilibrio. Mientras caminaban por el pasillo, trató de calmar su mente, procesando todo lo que había sucedido. Su vida como Roberto parecía cada vez más distante, y la incertidumbre sobre lo que vendría le provocaba una mezcla de miedo y resignación.
Por el camino, Amelia vio a otra chica con la cabeza gacha, desplazándose lentamente hacia otra zona del ala. Su aspecto era desaliñado, y el temor evidente en su rostro hizo que Amelia se estremeciera. Las palabras del guardián resonaron en su mente, "la jefa quiere verte", y el aspecto de aquella chica la hizo pensar en las terribles experiencias que podría vivir allí.
Al llegar a una puerta al final del pasillo, el guardián se detuvo. La puerta blindada separaba el ala de las novatas del resto de la mansión y para abrirse contaba con un avanzado sistema de seguridad. Sin decir una palabra, el guardián se inclinó hacia un escáner de iris colocado a la altura de sus ojos. Un haz de luz escaneó su iris, y después de un momento, la puerta se abrió con un suave clic.
—Adelante —dijo, señalando con un gesto para que Amelia pasara primero.
Amelia cruzó el umbral con el corazón latiendo con fuerza. Al otro lado, la decoración cambió drásticamente. La simplicidad de donde había despertado quedó atrás, reemplazada por una lujosa elegancia que la dejó momentáneamente deslumbrada. Alfombras persas, cuadros de gran valor y muebles de época adornaban la estancia, creando un ambiente opulento y algo intimidante.
El guardián se detuvo frente a una puerta más grande y ornamentada, tocando suavemente antes de abrirla. Dentro, la habitación estaba decorada con una exquisitez aún mayor. El escritorio de caoba, las cortinas de terciopelo y las lámparas de cristal contrastaban fuertemente con la austeridad de la habitación de las novatas. Detrás del escritorio, una mujer que irradiaba autoridad levantó la vista y sonrió, aunque su sonrisa no alcanzaba sus ojos.
Con un gesto de su cabeza autorizó la entrada y el guardián empujó a Amelia. Amelia caminó con paso torpe hasta situarse a un par de pasos del escritorio. La mano del guardián la hizo detenerse y, con un posterior empujón, la obligó a postrarse de rodillas.
Amelia estaba aterrorizada sin atreverse a mirar hacia la jefa. Si eran capaces de convertir a un hombre en una mujer al cien por cien, ¿qué otras cosas podrían ser capaces de hacer? La imaginación de Amelia volaba, llenándola de un terror que nunca había experimentado antes.
La jefa, una mujer de figura esbelta y elegante, tenía una presencia que llenaba la habitación. Vestía un traje de alta costura que resaltaba su porte autoritario. Su cabello oscuro estaba recogido en un moño impecable y sus ojos eran fríos y calculadores. Cada uno de sus movimientos denotaba control y poder.
—Bienvenida, Amelia. Tenemos mucho de qué hablar —dijo con una voz suave pero cargada de autoridad.
La sala parecía cerrarse alrededor de Amelia. El lujo y la opulencia del lugar no lograban mitigar la sensación de peligro que emanaba de la jefa. Amelia levantó la vista lentamente, encontrándose con los ojos de la mujer. Sentía como si cada aspecto de su nueva realidad fuera evaluado y juzgado en ese momento.