Latrice era como una droga. Una sola probada y él quedó instantáneamente enganchado.
Día y noche, Quentin se encontraba buscándola, deseando más de ella. El miedo inicial que llevaba en su corazón gradualmente se transformó en algo más. Él sabía que no debería. Sabía que estaba jugando un juego peligroso, pero cada vez, sucumbía a sus deseos.
Cuando conoció a Latrice por primera vez, todo lo que quería era poseerla. Pero más tarde, la despreció por mirar en todas direcciones menos la suya. Y luego, descubrió que no era más que un monstruo, un ser maldito que incluso los cielos temen.
Y aún así, ahí estaba él, acostado en la cama con el demonio más temido de todos.
Mirando el techo alto, Quentin acariciaba casualmente su espalda desnuda con las yemas de los dedos. Bajó la vista, solo para ver la parte superior de su cabeza en su pecho.
—¿Duermes, Filomena? —preguntó por simple curiosidad.
Ella no respondió, pero le dejó escuchar sus suaves risitas.