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Chapter 5 - Tercera parte Los alcaldes

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LOS CUATRO REINOS: Término que denomina a aquellas porciones de la provincia de Anacreonte que se escindieron del Primer Imperio al comienzo de la Era Fundacional para constituirse en efímeros reinos independientes, el mayor y más poderoso de los cuales sería el propio Anacreonte, con un área de […]

[…] Sin duda el aspecto más interesante de la historia de los Cuatro Reinos está relacionado con la extraña sociedad temporal que se vieron obligados a establecer durante el mandato de Salvor Hardin […]

ENCICLOPEDIA GALÁCTICA

¡Una delegación!

Que Salvor Hardin lo hubiera visto venir no lo volvía más agradable. Al contrario, la espera se le antojaba especialmente irritante.

Yohan Lee, por su parte, abogaba por tomar medidas drásticas.

—No entiendo, Hardin —dijo—, que debamos perder más tiempo. No podrán hacer nada hasta las próximas elecciones… legalmente, al menos… y eso nos otorga un plazo de un año. Líbrate de ellos.

Hardin frunció los labios.

—Lee, no aprenderás nunca. Cuarenta años hace que nos conocemos y sigues sin aprender el noble arte de atacar por la espalda.

—No es mi forma de pelear —refunfuñó Lee.

—Sí, ya lo sé. Supongo que por eso eres mi persona de confianza. —Hardin hizo una pausa y cogió un puro—. Hemos llegado muy lejos, Lee, desde que planeamos el derrocamiento de los enciclopedistas. Me hago mayor. Sesenta y dos años ya. ¿No te preguntas nunca adónde se han ido esos treinta años?

—Pues yo no me siento mayor —resopló Lee—, y tengo sesenta y seis.

—Sí, pero yo no tengo tu estómago. —Hardin chupó perezosamente el cigarro. Hacía mucho que había dejado de suspirar por el suave tabaco vegano de su juventud. Los días en que el planeta, Terminus, comerciaba hasta con el último rincón del Imperio Galáctico pertenecían al limbo donde iban a parar todos los tiempos mejores. El mismo limbo al que se dirigía el Imperio Galáctico. Se preguntó quién sería el nuevo emperador, si es que lo había… si es que aún existía el Imperio. ¡Por el espacio! Ya hacía tres décadas, desde la interrupción de las comunicaciones aquí, al filo de la Galaxia, que el universo entero de Terminus se reducía a si mismo y los Cuatro Reinos circundantes.

¡Qué bajo habían caído los poderosos! ¡«Reinos»! Antaño eran prefecturas, todas ellas parte de la misma provincia, la cual a su vez formaba parte de un sector, el cual a su vez formaba parte de un cuadrante, que a su vez era parte del inabarcable Imperio Galáctico. Y ahora que el Imperio había perdido el control sobre los confines más lejanos de la Galaxia, estos fragmentados racimos de planetas se convertían en reinos gobernados por monarcas y nobles de opereta, plagados de rencillas sin sentido, inmersos en una vida que pugnaba por prolongarse entre los escombros.

Antes de que interviniera la Fundación, la civilización se tambaleaba, la energía nuclear había caído en el olvido, y la ciencia se rendía ante la mitología. La misma Fundación que Hari Seldon había establecido con ese preciso propósito aquí, en Terminus.

La voz de Lee, de pie ante la ventana, sacó de sus cavilaciones a Hardin.

—Han llegado —dijo— en un vehículo terrestre último modelo, los jóvenes cachorros. —Dio unos pasos en dirección a la puerta, dubitativo, y miró a Hardin, que sonrió y le indicó que regresara.

—He dado instrucciones para que los suban aquí.

—¡Aquí! ¿Para qué? Les concedes demasiada importancia.

—¿Qué sentido tiene pasar por todo el protocolo de una audiencia con el alcalde? He perdido el gusto por las ceremonias con la edad. Además, tratar a los jóvenes de forma obsequiosa tiene sus ventajas, sobre todo si no conlleva ningún compromiso. —Guiñó un ojo—. Siéntate, Lee, y dame tu apoyo moral. Lo necesitaré con el joven Sermak.

—Ese tipo, Sermak —observó Lee—, es peligroso. Tiene sus seguidores, Hardin, no lo subestimes.

—¿Cuándo he subestimado yo a nadie?

—Bueno, pues arréstalo. Ya tendrás tiempo de acusarlo de algo después.

Hardin prefirió hacer oídos sordos ante este consejo.

—Ya están aquí, Lee. —En respuesta a una señal, pisó el pedal que había debajo de la mesa y la puerta se deslizó a un lado.

Los cuatro integrantes de la delegación entraron en fila. Cuando Hardin les indicó que ocuparan los sillones que formaban un semicírculo frente a su escritorio, hicieron una reverencia y esperaron a que el alcalde iniciara la conversación.

Hardin abrió la tapa de plata con exóticos grabados de la caja de puros que había pertenecido en su día a Jord Fara, miembro de la antigua junta de fideicomisarios, en la ya olvidada época de los enciclopedistas. Se trataba de una verdadera reliquia imperial procedente de Santanni, aunque los cigarros que contenía ahora eran autóctonos. Uno por uno, con gesto solemne, los cuatro integrantes de la delegación aceptaron sendos puros y los encendieron ceremoniosamente.

Sef Sermak, el segundo por la derecha, era el más joven del grupo, y el de aspecto más llamativo con su hirsuto bigote rubio recortado con esmero, y sus ojos de color indeterminado. Hardin descartó a los otros tres casi de entrada; llevaban su condición de soldados rasos escrita en la cara. Se concentró en Sermak, por tanto, quien había puesto patas arriba en más de una ocasión el aletargado organismo del consejo de la ciudad durante su primera legislatura en él. Dirigiéndose a él, dijo:

—Ardía en deseos de hablar con usted, consejero, desde el extraordinario discurso que dio el mes pasado. Su asalto a la política exterior de este gobierno fue muy elocuente.

—Me honra con su interés —replicó Sermak, con la mirada encendida—. Elocuente o no, lo cierto es que el asalto estaba justificado.

—Es posible. Respeto su opinión, naturalmente. No obstante, es usted muy joven.

—Un defecto en el que incurre la mayoría de la gente en algún momento de su vida —fue la seca respuesta—. Cuando se convirtió en alcalde de la ciudad tenía usted dos años menos que yo ahora.

Hardin sonrió para sus adentros. El potrillo tenía genio. Dijo:

—Supongo que el motivo de su visita es esa misma política exterior que tantos disgustos le da en la cámara del consejo. ¿Representa usted a sus tres colegas o tendré que escucharlos por separado?

Los cuatro jóvenes intercambiaron miraditas de reojo y batieron ligeramente los párpados.

—Hablo en nombre del pueblo de Terminus —sentenció Sermak, sucinto—, un pueblo que no goza de representación real en ese organismo anquilosado que llaman consejo.

—Entiendo. Pues muy bien, adelante.

—Se reduce a lo siguiente, señor alcalde: no estamos satisfechos…

—Cuando dice que no «están», ¿se refiere al pueblo o a usted?

Sermak, presintiendo una trampa, se lo quedó mirando con hostilidad y respondió fríamente:

—Creo que mis opiniones reflejan el sentir de la mayoría de los votantes de Terminus. ¿Le parece bien así?

—Bueno, convendría respaldar con pruebas materiales ese tipo de aseveraciones, pero siga de todos modos. No están satisfechos.

—Así es, no estamos satisfechos con una política que lleva treinta años debilitando las defensas de Terminus frente al inevitable ataque del exterior.

—Ya veo. ¿Y por consiguiente? Continúe, continúe.

—Gracias por su comprensión. Y por consiguiente, nos proponemos formar un nuevo partido político que luchará por las necesidades más inmediatas de Terminus en vez de por un futurible «destino manifiesto» del Imperio. Vamos a sacarlos del ayuntamiento de la ciudad, a usted y a su cohorte de aduladores, y pronto.

—¿A menos? Siempre hay un «a menos», ya sabe.

—Una pequeñez, en este caso: a menos que dimita inmediatamente. No le pido que cambie su política: jamás confiaría en que usted llegase a ese extremo. Sus promesas no tienen ningún valor. Sólo aceptaremos una dimisión irrevocable.

—Entiendo. —Hardin cruzó las piernas e inclinó la silla sobre las dos patas traseras—. Ése es su ultimátum. Le agradezco la advertencia. Pero, si no le parece mal, preferiría ignorarla.

—No se crea que era un aviso, señor alcalde. Era una declaración de principios y de guerra. El nuevo partido se ha formado ya y comenzará sus actividades oficiales mañana. No esperamos ni deseamos un compromiso, y francamente, si nos hemos sentido en la obligación de ofrecerle la salida más fácil es tan sólo en reconocimiento de sus servicios prestados a la ciudad. No esperaba que la aceptara, pero así al menos tengo la conciencia tranquila. Las próximas elecciones serán un recordatorio más contundente de lo necesario de su dimisión.

Se puso de pie e indicó a los demás que hicieran lo mismo.

Hardin levantó una mano.

—Alto. Siéntese.

Sef Sermak volvió a acomodarse en su sillón, quizá con demasiada presteza, y Hardin sonrió interiormente tras un semblante impertérrito. A pesar de sus palabras, el muchacho aguardaba una oferta… la que fuera.

—¿Exactamente cómo le gustaría que cambiásemos nuestra política exterior? —preguntó Hardin—. ¿Quiere que ataquemos a los Cuatro Reinos ahora, sin esperar más, y a todos a la vez?

—No sugiero nada por el estilo, señor alcalde. Lo único que pedimos es que se deje de contemporizar inmediatamente. Desde el comienzo de su mandato ha mantenido una política de respaldo científico a los reinos. Les ha entregado el secreto de la energía nuclear. Ha ayudado a reconstruir centrales energéticas en todo su territorio. Ha fundado clínicas, laboratorios químicos y fábricas.

—¿Y bien? ¿Qué tiene que objetar?

—Que sólo lo ha hecho para evitar que nos atacaran. Mediante esos sobornos, ha estado haciéndose el tonto en un caso de chantaje descomunal con el que ha permitido que expriman a Terminus, con el resultado de que ahora nos encontramos a merced de esos bárbaros.

—¿En qué sentido?

—Gracias a que les ha facilitado energía, les ha dado armas y ha surtido sus armadas de naves, son infinitamente más poderosos que hace tres décadas. Sus exigencias no dejan de aumentar, y con su nuevo arsenal, tarde o temprano satisfarán todas sus demandas de golpe anexionándose Terminus por la fuerza. ¿No es así como suelen terminar los chantajes?

—¿Y su solución?

—Detenga los sobornos de inmediato, mientras pueda. Concentre sus esfuerzos en la fortificación de Terminus… y sea el primero en atacar.

Hardin observó el bigote rubio del muchacho con morbosa fascinación. Sermak debía de sentirse muy seguro de si mismo, de lo contrario no hablaría tanto. No cabía duda que sus palabras eran el reflejo de un segmento nada desdeñable de la población.

Cuando habló de nuevo, su voz no dejó traslucir el preocupado rumbo de sus pensamientos, sino que sonó indiferente.

—¿Ha terminado?

—Por el momento.

—Bien, en tal caso, ¿ve esa frase enmarcada que adorna la pared a mi espalda? Tenga la bondad de leerla.

Los labios de Sermak sufrieron un estremecimiento.

—Pone: «La violencia es el último recurso del incompetente». Ésa es la filosofía de un anciano, señor alcalde.

—La puse en práctica cuando era joven, señor consejero… con éxito. Usted estaba ocupado naciendo cuando ocurrió, pero puede que haya leído algo al respecto en la escuela.

Observó a Sermak con atención antes de continuar, midiendo sus palabras:

—Cuando Hari Seldon estableció la Fundación aquí, lo hizo con la supuesta intención de producir una gran enciclopedia, y durante cincuenta años perseguimos esa quimera, antes de descubrir qué se proponía realmente. Para entonces, ya era casi demasiado tarde. Cuando se interrumpieron las comunicaciones con la región central del antiguo Imperio, nos encontramos con que éramos un mundo de científicos concentrados en una sola ciudad, sin industria y rodeados de reinos recién creados, hostiles y en gran medida primitivos. Éramos un diminuto islote de energía nuclear en medio de un océano de barbarie, y una presa de valor incalculable.

»Anacreonte, que ya entonces era el más poderoso de los Cuatro Reinos, exigió y estableció una base militar en Terminus, y los regentes de la ciudad por aquel entonces, los enciclopedistas, sabían perfectamente que aquello no era sino el primer paso hacia la conquista de todo el planeta. Así estaban las cosas cuando… esto… asumí el mando del gobierno. ¿Qué hubiera hecho usted?

Sermak se encogió de hombros.

—Es una pregunta que carece de interés práctico. Yo sé lo que usted hizo, naturalmente.

—De todas formas, insisto. Me parece que no ve adónde quiero ir a parar. La idea de amasar todas las fuerzas que pudiéramos y oponer resistencia resultaba muy tentadora. Se trata de la salida más fácil, la más considerada con el amor propio… pero, en la inmensa mayoría de los casos, también la más estúpida. Eso es lo que hubiera hecho usted con su idea de «atacar primero». Lo que hice yo, en cambio, fue visitar los otros tres reinos, uno por uno; explicarle a cada uno de ellos que permitir que el secreto de la energía nuclear cayera en manos de Anacreonte era la forma más rápida de rebanarse el pescuezo; y sugerir amablemente que tomasen la decisión más evidente. Eso fue todo. Un mes después de que las fuerzas de Anacreonte se posaran en Terminus, su monarca recibió un ultimátum conjunto de sus tres vecinos. En cuestión de siete días, el último anacreonte había salido de Terminus.

»Y ahora dígame, ¿qué necesidad había de recurrir a la violencia?

El joven consejero contempló pensativamente la colilla de su puro y la tiró al hueco del incinerador.

—No entiendo la analogía. Aunque la insulina devuelva la normalidad a un diabético sin necesidad de recurrir al bisturí, la apendicitis sigue teniendo que operarse. Es inevitable. Cuando todo lo demás falla, ¿qué nos queda salvo, por usar sus mismas palabras, el último recurso? Es culpa suya que nos veamos en esta tesitura.

—¿Mía? Ah, sí, de nuevo mi política de contemporización. Me parece que sigue sin comprender la esencia de nuestra situación. La marcha de los anacreontes no puso fin a nuestros problemas. Acababan de empezar. Los Cuatro Reinos eran para nosotros una amenaza más temible que nunca, pues todos ellos ambicionaban la energía atómica, y lo único que hacia que cada uno de ellos se abstuviese de abalanzarse sobre nuestra yugular era el temor a los otros tres. Estamos haciendo equilibrios en la punta de una espada muy afilada, y el menor tropiezo en cualquier dirección… Si, por ejemplo, el arsenal de cualquiera de los reinos se volviese muy superior al de los demás, o si dos de ellos decidieran formar una coalición… ¿Lo entiende?

—Desde luego. Ése era el momento de comenzar nuestros preparativos de guerra.

—Al contrario. Ése era el momento de comenzar nuestros preparativos para evitar cualquier tipo de conflicto. Volví a los unos contra los otros. Les ayudé por turnos. Les ofrecí ciencia, comercio, educación, avances científicos. Convertí Terminus en un planeta floreciente, mucho más valioso para ellos que cualquier trofeo militar. Hace treinta años que da resultado.

—Sí, pero se vio obligado a envolver esos regalos científicos en el servilismo más humillante. Ha transformado la tecnología en una parodia de sí misma, infundiéndole un aire de religiosidad y superchería. Ha erigido una jerarquía de sacerdotes y complicados rituales absurdos.

Hardin frunció el ceño.

—¿Y eso qué más da? No entiendo qué tiene ver con nuestra discusión. Empezó así al principio porque los bárbaros consideraban que nuestra ciencia era una especie de hechicería arcana, y resultaba más fácil conseguir que la aceptaran partiendo de esa base. El sacerdocio se creó a sí mismo, y fomentándolo nos limitamos a seguir la estrategia menos controvertida. Es un detalle sin importancia.

—No lo es cuando esos sacerdotes dirigen las centrales energéticas.

—Cierto, pero no olvide que los hemos formado nosotros. El conocimiento que poseen de sus herramientas es puramente empírico, y su fe en la farsa que los rodea es inquebrantable.

—Y si alguno de ellos descubre el engaño y tiene la genial idea de descartar el empirismo, ¿qué le impediría aprender técnicas reales y vendérselas al mejor postor? ¿Qué valor tendríamos para los reinos entonces?

—Las probabilidades de que ocurra algo así son mínimas, Sermak. Se está dejando llevar por la superficialidad. Las personas más destacadas de los planetas de los reinos son enviadas a la Fundación todos los años para educarse en el sacerdocio. De ellas, las mejores se quedan aquí en calidad de estudiantes de investigación. Tiene usted en muy romántica y equivocada estima a la ciencia si cree que los seleccionados, prácticamente ignorantes de los rudimentos más elementales de la ciencia, o peor aún, con la distorsionada educación que reciben los sacerdotes, serían capaces de desentrañar los misterios de la energía nuclear, la electrónica o la teoría del hipersalto. No se alcanzan esos niveles sin una vida de dedicación y un intelecto privilegiado.

Yohan Lee se había puesto en pie durante el discurso anterior y había salido de la habitación. Regresó ahora, y cuando Hardin dejó de hablar, se acercó al oído de su superior. Tras un intercambio de susurros, un cilindro revestido de plomo cambió de manos. A continuación, con una furtiva mirada de hostilidad dirigida a la delegación, Lee retomó su asiento.

Hardin dio la vuelta al cilindro que tenía en las manos sin dejar de observar a la delegación con los párpados entornados. Lo abrió con un brusco giro de muñeca, y Sermak fue el único que supo dominarse para no echar un rápido vistazo a la hoja enrollada que cayó de su interior.

—En pocas palabras, caballeros —dijo el alcalde—, el gobierno opina que sabe lo que se hace.

Leyó mientras hablaba. Vio las líneas de intrincados códigos sin sentido que cubrían la página y las tres palabras escritas a lápiz en una esquina que contenían el verdadero mensaje. Les echó un vistazo antes de tirar la hoja al hueco del incinerador con indiferencia.

—Me temo que eso pone fin a la entrevista. Ha sido un placer hablar con ustedes. Gracias por venir. —Hardin les dio la mano a todos, y el cuarteto desfiló fuera de la habitación.

Hardin ya casi había olvidado cómo se reía uno, pero cuando Sermak y sus tres silenciosos compañeros estuvieron fuera del alcance del oído, se permitió una risita seca y miró a Lee con expresión divertida.

—¿Qué te ha parecido ese duelo de faroles, Lee?

El aludido resopló, huraño.

—Me parece que él no iba de farol. Trátalo con guantes de seda y seguro que gana las próximas elecciones, como ha dicho.

—Cierto, cabría la posibilidad… si no ocurriera algo antes.

—Asegúrate de que esta vez no ocurra cuando no debe, Hardin. Te digo que ese tal Sermak tiene sus seguidores. ¿Y si decide no esperar a las próximas elecciones? Hubo un tiempo en el que tú y yo no reparábamos en medios para conseguir lo que queríamos, a pesar de tu eslogan sobre la violencia.

Hardin enarcó una ceja.

—Hoy te veo muy pesimista, Lee. Y especialmente agresivo, de lo contrario no hablarías de violencia. Recuerda que nuestra pequeña estratagema se saldó sin la pérdida de ninguna vida. Fue una medida necesaria aplicada en el momento adecuado, rápida e indolora, y prácticamente no requirió el menor esfuerzo. Sermak, en cambio, se enfrenta a un dilema distinto. Tú y yo, Lee, no somos como los enciclopedistas. Estamos preparados. Di a tus hombres que sean sutiles con esos muchachos, viejo amigo. Que no se den cuenta de que los vigilan… pero que mantengan los ojos abiertos, ¿entendido?

Lee soltó una carcajada desprovista de humor.

—¿Qué sería de mí si esperara siempre a recibir tus órdenes, Hardin? Hace un mes que empezamos a seguir a Sermak y sus hombres.

El alcalde se rio por lo bajo.

—Siempre un paso por delante, ¿verdad? De acuerdo. Por cierto —añadió, bajando la voz—, el embajador Verisof vuelve a Terminus. Temporalmente, espero.

Se produjo un breve silencio antes de que Lee, horrorizado, le preguntara:

—¿Ése era el mensaje? ¿Ya han empezado a desmoronarse las cosas?

—No lo sé. Lo averiguaré cuando escuche lo que Verisof tenga que decir. Sin embargo, es posible. Después de todo, tiene que ocurrir antes de las elecciones. ¿A qué viene esa cara tan larga?

—A que no sé cómo va a terminar esto. Estás demasiado implicado, Hardin, y quien juega con fuego termina quemándose.

—Tú también, Bruto —murmuró Hardin. Levantando la voz, añadió—: ¿Significa eso que quieres unirte al nuevo partido de Sermak?

Lee no pudo reprimir una sonrisa.

—Vale. Tú ganas. ¿Por qué no vamos a almorzar ya?

2

Son muchos los epigramas atribuidos a Hardin, consumado epigramista, la mayoría de ellos probablemente apócrifos. Fuera como fuese, cuentan que en cierta ocasión enunció: «Lo obvio compensa, sobre todo si uno tiene fama de sutil».

Poly Verisof había tenido ocasión de poner ese consejo en práctica más de una vez, pues se cumplían ya catorce años de su inmersión en el doble papel que representaba en Anacreonte, un doble papel que a menudo guardaba demasiados paralelismos para su gusto con la acción de bailar descalzo encima de una plancha de metal al rojo vivo.

Para el pueblo de Anacreonte era un sumo sacerdote que encarnaba a aquella Fundación que, para esos «bárbaros», constituía el colmo del misterio y el eje de esta religión que habían creado —con ayuda de Hardin— a lo largo de las tres últimas décadas. Como tal, recibía unos honores que empezaban a pesar como una losa sobre él, pues detestaba con toda su alma los rituales que giraban en torno a su figura.

Pero para el rey de Anacreonte —tanto para el antiguo como para su joven nieto, quien ocupaba ahora el trono— era simplemente el embajador de una potencia temida y admirada al mismo tiempo.

Se trataba, en general, de una tarea ingrata, y su primera visita a la Fundación en tres años, aun a pesar del perturbador incidente que la había desencadenado, era para él lo más parecido a unas vacaciones.

Puesto que no era la primera vez que viajaba de riguroso incógnito, volvió a poner en práctica el epigrama de Hardin sobre las virtudes de lo obvio.

Vestido con ropa de paisano, lo que ya de por sí constituía otro respiro, embarcó en un crucero con rumbo a la Fundación, en segunda clase.

Una vez en Terminus, se abrió paso zigzagueando entre la multitud del espaciopuerto y llamó al ayuntamiento desde un visífono público.

—Me llamo Jan Smite —dijo—. Tengo una cita con el alcalde esta tarde.

La muchacha de voz átona pero eficiente al otro lado de la línea estableció otra conexión e intercambió unas rápidas palabras con alguien antes de responder seca y mecánicamente a Verisof:

—El alcalde Hardin lo recibirá dentro de media hora, caballero. —Dicho lo cual, se oscureció la pantalla.

A continuación, el embajador en Anacreonte compró la última edición del Diario de la ciudad de Terminus, dio un paseo hasta el parque del ayuntamiento y, tras sentarse en el primer banco que se cruzó en su camino, leyó la página del editorial, la sección de deportes y las tiras cómicas mientras esperaba. Al cabo de media hora, con el periódico doblado debajo del brazo, entró en el ayuntamiento y se presentó en la antesala.

Durante todo este tiempo su identidad se mantuvo completamente a salvo, pues al mostrarse con tanta desfachatez, nadie se dignó dirigirle la mirada dos veces.

Hardin levantó la cabeza y sonrió.

—¡Coja un puro! ¿Qué tal el viaje?

Verisof se sirvió un cigarro.

—Interesante. En el compartimento de al lado había un sacerdote que venía a asistir a un cursillo especial sobre la elaboración de sintéticos radiactivos… para el tratamiento del cáncer, ya sabe…

—Pero no se referiría a ellos como sintéticos radiactivos, ¿verdad?

—¡De ninguna manera! Para él eran alimentos sagrados.

El alcalde esbozó otra sonrisa.

—Continúe.

—Me indujo hábilmente a participar en un debate teológico e hizo todo lo posible para desviarme de la sórdida senda del materialismo.

—¿Y no reconoció a su sumo sacerdote?

—¿Sin mi hábito carmesí? Además, era smyrnio. Reconozco que ha sido una experiencia interesante. Es asombroso, Hardin, cómo ha cuajado la religión de la ciencia. He escrito un ensayo sobre el tema… aunque sólo por diversión, naturalmente. Estaría fuera de lugar publicarlo. Si se analiza el problema desde una perspectiva psicológica, se diría que cuando el antiguo Imperio empezó a desmoronarse, podría considerarse que la ciencia como tal había defraudado a los mundos exteriores. Para que volvieran a aceptarla tendría que presentarse con otra cara, y eso es precisamente lo que ha hecho. Funciona de maravilla con la ayuda de la lógica simbólica.

—¡Qué interesante! —El alcalde entrelazó las manos en la nuca y dijo de repente—: Hábleme de la situación en Anacreonte.

El embajador frunció el ceño y se sacó el puro de la boca. Lo contempló con desagrado antes de soltarlo.

—Bueno, pinta muy mal.

—De lo contrario no estaría usted aquí.

—Cierto. Las cosas están así: el hombre clave en Anacreonte es el príncipe regente, Wienis, el tío del rey Lepold.

—Lo sé. Pero Lepold alcanzará la mayoría de edad el año que viene, ¿me equivoco? Creo que cumple los dieciséis en febrero.

—Sí. —Tras una pausa, Verisof añadió con una mueca—: Si llega con vida a esa fecha. El padre del monarca falleció en turbias circunstancias. Una bala de aguja le atravesó el pecho durante una batida de caza. Dijeron que fue un accidente.

—Hmf. Me parece recordar a Wienis de la última vez que estuve en Anacreonte, cuando los expulsamos de Terminus. Fue antes de que usted naciera. Veamos: si no me falla la memoria, era un jovencito moreno, con el pelo negro y un poco bizco del ojo derecho. Tenía la nariz cómicamente ganchuda.

—El mismo. La nariz ganchuda y el estrabismo siguen estando presentes, pero sus cabellos ahora son grises. Se las da de astuto, lo que acentúa su simpleza.

—Suele ocurrir.

—Se cree que lo mejor para cascar un huevo es soltar una bomba atómica encima de él. Mire los impuestos sobre las propiedades del templo que intentó imponer justo después de la muerte del antiguo rey, hace dos años. ¿Se acuerda?

Hardin asintió con la cabeza, pensativo, y sonrió.

—Los sacerdotes pusieron el grito en el cielo.

—El grito que dieron se pudo oír hasta en Lucreza. Desde entonces ha mostrado más cautela en su trato con los sacerdotes, pero sigue apañándoselas para hacer las cosas por la vía más difícil. En cierto modo, su exceso de confianza es perjudicial para nosotros.

—Probablemente sea un mecanismo para compensar su complejo de inferioridad. Los benjamines de la realeza suelen salir así, ya sabe.

—Pero el resultado es el mismo. Echa espumarajos por la boca hablando de atacar la Fundación. No se molesta en disimular. Y desde un punto de vista armamentístico, está en condiciones de hacerlo. El antiguo monarca organizó una armada formidable, y Wienis no se ha pasado los dos últimos años durmiendo. De hecho, la intención original tras los impuestos sobre las propiedades del templo era aumentar su arsenal, y cuando la propuesta fracasó, duplicó el impuesto sobre la renta.

—¿Suscitó alguna protesta esa medida?

—Nada importante. La obediencia a la autoridad designada fue el tema de todos los sermones del reino durante semanas. Aunque eso no hizo que Wienis mostrara la menor gratitud.

—De acuerdo. Me hago una idea. ¿Y qué ha pasado ahora?

—Hace dos semanas, un carguero anacreonte se cruzó con los restos de un acorazado de la antigua armada imperial. Debía de llevar al menos tres siglos a la deriva en el espacio.

Un destello de interés iluminó la mirada de Hardin, que enderezó la espalda en su silla.

—Sí, había oído algo. La junta de navegación me ha pedido que solicite permiso para investigar la nave. Tengo entendido que se encuentra en buen estado.

—Demasiado bueno —fue la seca respuesta de Verisof—. Cuando Wienis recibió su sugerencia de enviar la nave a la Fundación, hace una semana, pensé que iba a darle un ataque.

—Todavía no ha contestado.

—Ni lo hará… salvo con las armas, o eso se cree. Verá, el día que salí de Anacreonte vino a verme y solicitó que la Fundación dejara este acorazado en condiciones de entrar en combate y se lo devolviera a la armada anacreonte. Tuvo el atrevimiento de decir que la nota de la semana anterior sugería que la Fundación planeaba atacar Anacreonte. Dijo que negarse a reparar el acorazado confirmaría sus sospechas, e indicó que se vería en la obligación de adoptar medidas para defender Anacreonte. Ésas fueron sus palabras. ¡Que «se vería en la obligación»! Por eso estoy aquí.

Hardin soltó una risita.

Verisof sonrió y continuó:

—Espera un no por respuesta, naturalmente, lo que a sus ojos le proporcionaría la excusa perfecta para lanzar un asalto inmediato.

—Me doy cuenta, Verisof. Bueno, tenemos al menos seis meses de plazo, así que arregle la nave y ofrézcasela con mis mejores deseos. Póngale el nombre de Wienis en señal de la estima y el afecto que nos profesamos mutuamente.

Se volvió a reír, y de nuevo Verisof respondió con la sombra de una sonrisa.

—Supongo que es lo más lógico, Hardin… pero estoy preocupado.

—¿Por qué?

—¡Porque es una nave! Por aquel entonces sabían construir esos trastos. Su capacidad cúbica es vez y media de la de toda la armada anacreonte junta. Está dotada de cañones atómicos capaces de hacer saltar por los aires todo un planeta, y su escudo podría absorber un rayo-Q sin acumular la menor radiación. Se encuentra en demasiado buen estado, Hardin…

—Detalles, Verisof, detalles. Ambos sabemos que, con el arsenal que tienen ahora, podrían arrasar Terminus mucho antes de que nos diera tiempo a reparar el acorazado y emplearlo en nuestra defensa. Entonces, ¿qué más da que se queden también con la nave? En realidad no va a estallar ninguna guerra, y usted lo sabe.

—Supongo que tiene razón. Sí. —El embajador levantó la cabeza—. Pero Hardin…

—¿Sí? ¿Por qué se para? Adelante.

—Mire. Éste no es mi terreno, pero he estado leyendo el periódico. —Dejó el Diario encima de la mesa e indicó la primera plana—. ¿Qué significa esto?

Hardin leyó de reojo:

—«Un grupo de consejeros fundará un nuevo partido político».

—Eso es lo que pone. —Verisof se rebulló, incómodo—. Sé que usted sigue los asuntos internos más de cerca que yo, pero le están atacando con todo salvo la violencia física. ¿Son fuertes?

—Condenadamente fuertes. Lo más probable es que controlen el consejo tras las próximas elecciones.

—¿No antes? —Verisof miró de soslayo al alcalde—. Las elecciones no son la única manera de obtener el control.

—¿Me toma por Wienis?

—No. Pero reparar la nave llevará meses, y una vez transcurrido ese tiempo es seguro que se producirá un ataque. Tomarán nuestra complacencia por un signo de debilidad y la adición del acorazado imperial no hará sino duplicar la fuerza de la armada de Wienis. Atacarán, tan cierto como que soy sumo sacerdote. ¿Por qué correr ningún riesgo? Tiene dos opciones: revelar el plan de campaña al consejo, o precipitar la crisis con Anacreonte ahora.

Hardin frunció el ceño.

—¿Precipitar la crisis? ¿Provocarla antes de tiempo? Eso es lo último que debería hacer. Piense en Hari Seldon y en el plan.

Verisof titubeó antes de preguntar:

—¿Está seguro de que existe algún plan?

—No entiendo cómo podría dudarlo —fue la áspera respuesta—. Estaba presente cuando se abrió la Bóveda del Tiempo, y la grabación de Seldon nos lo reveló.

—No me refería a eso, Hardin. Es sólo que no logro entender cómo podría cartografiarse la historia de la humanidad con mil años de antelación. Tal vez Seldon se sobrestimó. —Encogiéndose ligeramente ante la sonrisa sarcástica de Hardin, añadió—: Bueno, no soy psicólogo.

—Precisamente. Ninguno de nosotros lo es. Pero recibí algo de formación básica cuando era joven, suficiente para saber de qué es capaz la psicología, aunque no pueda explotar ese potencial personalmente. No cabe duda que Seldon hizo exactamente lo que afirma haber hecho. La Fundación, como asegura, se estableció como un refugio científico, el medio por el que la ciencia y la cultura del Imperio moribundo habrían de preservarse a través de los siglos de barbarie que han comenzado ya, para renacer al final en un segundo Imperio.

Verisof asintió con la cabeza, si bien algo dubitativo.

—Todo el mundo sabe que así es como deberían ser las cosas. ¿Pero podemos permitimos el lujo de correr algún riesgo? ¿Podemos poner en peligro el presente a cambio de un futuro incierto?

—Es nuestra obligación… porque el futuro no es incierto. Seldon lo ha calculado y cartografiado. Las sucesivas crisis de nuestra historia están calculadas de antemano, y dependen hasta cierto punto de la satisfactoria conclusión de sus antecesoras. Esta sólo es la segunda crisis, y sabe el espacio qué efecto sobre el resultado final podría tener siquiera la menor desviación.

—Eso son especulaciones gratuitas.

—¡No! Hari Seldon dijo en la Bóveda del Tiempo que con cada crisis nuestra libertad de acción se circunscribiría hasta tal punto que sólo habría una salida posible.

—¿Para conducirnos por el camino más recto?

—Para impedir que nos desviáramos, sí. Pero, por eso mismo, mientras haya más de una posible salida, no se habrá producido la crisis. Debemos dejar que los acontecimientos se desarrollen todo lo posible, y por el espacio que eso es lo que pretendo hacer.

Verisof no respondió. Se mordisqueó el labio inferior en silencio, contemplativo. Sólo hacía un año desde que Hardin le planteara el problema por primera vez… el verdadero problema; el problema de contrarrestar los hostiles preparativos de Anacreonte. Y únicamente porque él, Verisof, se había negado a seguir congraciándose.

Como si pudiera leer los pensamientos de su embajador, Hardin se lamentó:

—Preferiría no haberle contado nada de todo esto.

—¿Por qué lo dice? —exclamó Verisof, sorprendido.

—Porque ahora hay seis personas… usted y yo, los otros tres embajadores y Yohan Lee… con fundadas sospechas sobre lo que se avecina; y mucho me temo que Seldon no quería que nadie lo supiera.

—¿Por qué?

—Porque incluso la avanzada psicología de Seldon tenía sus límites. No podía controlar demasiadas variables independientes. No podía trabajar con personas individuales durante prolongados periodos de tiempo, igual que no se puede aplicar la teoría cinética de los gases a moléculas individuales. Trabajaba con grandes masas de gente, con la población de planetas enteros, y sólo con sujetos «ciegos» sin el menor conocimiento previó de las consecuencias de sus actos.

—No me ha quedado muy claro.

—No puedo evitarlo. Mis conocimientos de psicología no bastan para explicarlo de forma científica. Pero sepa lo siguiente: en Terminus no hay psicólogos profesionales ni textos matemáticos sobre la ciencia. Es evidente que no quería que ninguno de los habitantes de Terminus pudiera predecir el futuro. Seldon deseaba que actuáramos a ciegas, y por tanto correctamente, según la ley de la psicología de masas. Como le dije una vez, no sabía dónde nos estábamos metiendo cuando expulsé a los anacreontes. Mi idea era conservar el equilibrio de poder, nada más. Únicamente después me pareció ver una pauta en los acontecimientos; pero he hecho todo lo posible por no reaccionar ante ese conocimiento. La interferencia motivada por la anticipación habría provocado que el plan descarrilara.

Verisof asintió con la cabeza, meditabundo.

—He oído argumentos poco menos complicados en los templos de Anacreonte. ¿Cómo espera distinguir el momento correcto para actuar?

—Ya lo he hecho. Según sus propias palabras, cuando reparemos el acorazado, nada impedirá que Wienis nos ataque. Ya no habrá ninguna alternativa al respecto.

—Así es.

—De acuerdo. Ahí tiene su agente externo. Mientras tanto, reconoce también que las próximas elecciones se saldarán con el nombramiento de un nuevo consejo, más hostil, que querrá emprender acciones contra Anacreonte. No hay alternativa en ese sentido.

—Correcto.

—Y una vez agotadas todas las alternativas, se producirá la crisis. Aun así… estoy preocupado.

Verisof aguardó mientras Hardin meditaba sus palabras. Despacio, casi a regañadientes, el alcalde continuó:

—Tengo la sospecha… apenas una teoría… de que las presiones externas e internas estaban programadas para desencadenarse simultáneamente. Así las cosas, resulta que habrá unos meses de diferencia. Lo más probable es que Wienis ataque antes de la primavera, mientras que todavía falta un año para que se celebren los comicios.

—No me parece tan importante.

—No lo sé. Quizá se deba simplemente a inevitables errores de cálculo, o tal vez al hecho de que yo sabía demasiado. He intentado que mis acciones no se vieran influidas por lo que sabía, ¿pero cómo podría estar seguro? ¿Y qué efecto surtirá la discrepancia? En cualquier caso —levantó la cabeza—, he tomado una decisión.

—¿De qué se trata?

—Cuando la crisis se ponga en marcha, viajaré a Anacreonte. Quiero estar sobre el terreno… Bueno, ya está bien, Verisof. Se hace tarde. Salgamos a disfrutar de la noche. Me apetece relajarme un poco.

—Pues hágalo aquí —replicó el embajador—. No quiero que me reconozcan, o a saber qué diría este nuevo partido que pretenden formar sus apreciados consejeros. Pida que traigan el brandy.

Así lo hizo Hardin, pero no encargó demasiado.

3

En la antigüedad, cuando el Imperio Galáctico abarcaba toda la Galaxia y Anacreonte era la prefectura más boyante de la Periferia, más de un emperador había visitado el palacio virreinal en persona. Y ninguno se había ido sin medir al menos una vez su habilidad con el aerodeslizador y el fusil de agujas contra el formidable plumífero volador que llamaban ave nyak.

La fama de Anacreonte se había marchitado hasta desaparecer con el paso del tiempo. El palacio virreinal era un montón de escombros barrido por el viento, a excepción del ala que habían restaurado los trabajadores de la Fundación. Y ningún emperador había vuelto a pisar Anacreonte en los últimos doscientos años.

Pero la caza del nyak seguía siendo el deporte predilecto de la realeza, igual que la buena puntería con el fusil de agujas seguía siendo el requisito fundamental de los monarcas de Anacreonte.

Lepold I, rey de Anacreonte y —un aditivo tan inevitable como falaz— señor de los dominios exteriores, había demostrado su pericia en numerosas ocasiones, pese a no contar aún dieciséis años de edad. Abatió su primer nyak con trece años recién cumplidos; el décimo, una semana después de ascender al trono; y ahora se disponía a cazar el cuadragésimo sexto.

—Cincuenta antes de alcanzar la mayoría de edad —anunció, exultante—. ¿Quién acepta la apuesta?

Pero los cortesanos no apuestan contra la habilidad de su rey. La posibilidad de ganar es demasiado peligrosa. De modo que nadie lo hacia, y el monarca fue a cambiarse de ropa con el ánimo por las nubes.

—¡Lepold!

El rey se detuvo en seco al oír la única voz que era capaz de conseguir algo así. De mala gana, se dio la vuelta.

Wienis, de pie en el umbral de sus aposentos, observaba ceñudo a su joven sobrino.

—Que se vayan —ordenó con un aspaviento de impaciencia—. Líbrate de ellos.

El rey asintió sucinto con la cabeza, y los dos chambelanes hicieron una reverencia y bajaron las escaleras. Lepold entró en la habitación de su tío.

Wienis contempló malhumoradamente el atuendo de caza del rey.

—Pronto tendrás asuntos más importantes que atender que la caza del nyak.

Giró sobre los talones y se dirigió a su escritorio con paso firme. Desde que la edad le desaconsejara las corrientes de aire, los peligrosos picados para colocarse a un golpe de ala del nyak, los vertiginosos giros y remontadas que ensayaba el aerodeslizador con un movimiento del pie, había dejado de verle la gracia al deporte.

Lepold supo reconocer el agrio talante de su tío y fue no sin cierta malicia que empezó a relatar apasionadamente:

—Tendrías que habernos acompañado hoy, tío. En los montes de Samia levantamos un auténtico monstruo. Y fiero donde los haya. Lo perseguimos durante dos horas sobre doscientos kilómetros cuadrados de terreno, por lo menos. Entonces apunté con el morro al sol —empezó a representar gráficamente sus palabras, como si volviera a estar montado en el aerodeslizador—, hice un tirabuzón y me abalancé en picado. Al remontar el vuelo le pegué a bocajarro justo debajo del ala izquierda. Se volvió loco y viró de través. Acepté el reto y giré yo también a babor, esperando a que bajara. Como era lógico, inició el descenso. Se situó a un golpe de ala antes de que me diera tiempo a cambiar el rumbo, y entonces…

—¡Lepold!

—¡Y entonces lo cacé!

—Seguro que sí. Y ahora, ¿te importaría escucharme?

El rey se encogió de hombros y gravitó hacia la mesa del fondo, donde mordisqueó una nuez de Lera con gesto más enfurruñado que regio. No osó mirar a su tío a los ojos.

—Hoy he ido a ver la nave —dijo Wienis a modo de preámbulo.

—¿Qué nave?

—Sólo hay una. La nave. La que está reparando la Fundación para la armada. El antiguo acorazado imperial. ¿Me he explicado lo suficiente?

—¿Ésa? Mira, ya te dije que la Fundación la arreglaría si se lo pedíamos. Esa historia tuya sobre sus intenciones de atacarnos es una pamplina, ¿lo ves? Si quisieran hacerlo, ¿repararían la nave? No tiene sentido.

—Lepold, eres un majadero.

El rey, que acababa de tirar la cáscara de la nuez de Lera y estaba acercándose otra a los labios, se sonrojó.

—Bueno, veamos —dijo con un mohín que pretendía ser de rabia y se quedó en mera petulancia—, me parece que no deberías llamarme esas cosas. Olvidas cuál es tu lugar. Dentro de dos meses seré mayor de edad, ya lo sabes.

—Sí, y estás en escasas condiciones de asumir las responsabilidades de la corona. Si la mitad del tiempo que pasas cazando nyaks la dedicaras a asuntos de estado, renunciaría a la regencia inmediatamente con la conciencia tranquila.

—Me da igual. Eso no tiene nada que ver. El caso es que aunque seas el regente y mí tío, yo sigo siendo el rey y tú sigues siendo mi súbdito. No deberías llamarme majadero y no deberías sentarte en mi presencia. No me has pedido permiso. Creo que deberías tener más cuidado, o podría hacer algo al respecto… muy pronto.

—¿Debería referirme a vos como «majestad»? —La mirada de Wienis era glacial.

—Sí.

—Pues bien: ¡majestad, sois un majadero!

Sus ojos oscuros relampaguearon bajo las cejas entrecanas, y el joven rey se sentó muy despacio. Por un momento, el rostro del regente dejó traslucir la torva satisfacción que sentía, pero no tardó en desvanecerse. Una sonrisa le separó los labios carnosos, y apoyó una mano en el hombro del rey.

—No tiene importancia, Lepold. No debería haberte levantado la voz. A veces es difícil comportarse con el debido decoro cuando la presión de las circunstancias es tan… ¿Lo entiendes? —Pese al tono conciliador de sus palabras, la dureza aún no había abandonado sus ojos.

—Sí —titubeó Lepold—. Los asuntos de estado son endiabladamente complejos, ¿sabes? —Se preguntó, no sin cierta aprensión, si no le esperaría un soporífero asalto de detalles absurdos sobre el último año de relaciones comerciales con Smyrno y sobre la interminable y tortuosa disputa que enfrentaba a los planetas escasamente poblados del Pasillo Rojo.