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Chapter 4 - Segunda parte Los enciclopedistas

—¿Pego qué necesidad hay? Además, se me antoja un método extgaogdinaguiamente incómodo y de lo más impgoductivo. Migue, tengo aquí las obgas de todos los ggandes maestgos, los agqueólogos más guenombgados del pasado. Los compago, sopeso las discguepancias, analizo las contgadicciones, decido quién es más pgobable que tenga gazón… y extgaigo una conclusión. Ése es el método científico. Al menos —añadió, condescendiente— tal y como yo lo entiendo. Seguía insufguiblemente bugdo ir a Agctugus, o a Sol, pog ejemplo, y andag pog ahí dando palos de ciego cuando los antiguos maestgos ya han cubiegto el mismo tegueno mucho más eficazmente de lo que yo podguía espegag conseguig jamás.

—Ya veo —murmuró educadamente Hardin.

Método científico, ¡y una porra! No era de extrañar que la Galaxia estuviera yéndose al garete.

—Milord —dijo Pirenne—, creo que va siendo hora de regresar.

—Ah, sí. Tiene usted gazón.

Cuando se disponían a salir de la habitación, Hardin dijo de repente:

—Milord, ¿puedo hacerle una pregunta?

Lord Dorwin esbozó una sonrisa insulsa y enfatizó su respuesta aleteando delicadamente con una mano.

—Pog supuesto, estimado amigo. Estoy a su segvicio. Si mis modestos conocimientos pueden segvigle de algo…

—No se trata de arqueología precisamente, milord.

—¿No?

—No, sino de lo siguiente: el año pasado llegó a Terminus la noticia de la explosión de una central energética en el Planeta V de Gamma Andrómeda. Recibimos una nota escueta que no entraba en detalles. Me pregunto si sabría usted decirme qué ocurrió exactamente.

Pirenne ensayó una mueca.

—Y yo me pregunto por qué tiene que molestar a su señoría indagando en sucesos que no vienen al caso.

—No es molestia, doctog Piguenne —intercedió el canciller—. En absoluto. De todas fogmas, no hay mucho que decig al guespecto. La centgal eneggética explotó, en efecto, y fue una vegdadega catástgofe, cguéanme. Me paguece guecogdag que muguiegon vaguios millones de pegsonas, y al menos la mitad del planeta quedó gueducido a escombgos. El gobiegno está considegando seguiamente la posibilidad de imponeg estguictas guestguicciones al uso indiscguiminado de la eneggía atómica… aunque esto no es de dominio público, ya saben.

—Me hago cargo —dijo Hardin—. ¿Pero qué sucedió con la planta?

—Bueno, vegá —respondió con indiferencia lord Dorwin—, ¿quién sabe? Hacía años que estaba estgopeada y se cguee que las piezas de guecambio y las guepagaciones dejaban mucho que deseag. Hoy en día es muy difícil encontgag pegsonal cualificado para compguendeg los detalles más técnicos de nuestgos sistemas eneggéticos. —Aspiró una pizca de rapé con expresión compungida.

—¿Se da usted cuenta —continuó Hardin— de que todos los reinos independientes de la Periferia se han quedado sin energía atómica?

—¿Es ciegto eso? No me sogpguende en absoluto. Planetas bágbagos… Pego estimado amigo, ay, no los llame independientes. No lo son. Los tgatados que hemos figmado con ellos así lo atestiguan. Gueconocen la sobeganía del Impeguio. Guequisito indispensable, natugalmente, paga la figma de dichos tgatados.

—Es posible, pero aun así gozan de una libertad de acción considerable.

—Sí, supongo que sí. Considegable. Pego iguelevante. Al Impeguio le conviene que la Pegifeguia dependa de sus pgopios guecugsos… como ocugue ahoga, más o menos. No nos sigven de nada, la vegdad. Bágbagos sin guemedio. Y casi sin civilizag.

—Estaban civilizados en el pasado. Anacreonte era una de las provincias exteriores más ricas. Tengo entendido que hacía sombra incluso a Vega.

—Ah, pego Hagdin, de eso hace siglos. No pueden extgaegse conclusiones de ahí. Las cosas egan distintas en la antigüedad. Las pegsonas cambian, no lo dude. Ay, Hagdin, es usted un muchacho obstinado. Le había dicho que hoy no queguía hablag de negocios. El doctog Piguenne me pguevino sobgue usted. Me advigtió que intentaguía tigagme de la lengua, pero este pego es demasiado viejo para eso. Dejémoslo para otga ocasión.

Y así lo hicieron.

5

Era la segunda reunión de la junta a la que asistía Hardin, sin contar las conversaciones informales que habían mantenido los miembros de la junta con lord Dorwin, quien ya había dado por concluida su visita a Terminus. El alcalde, sin embargo, tenía la fundada sospecha de que se había celebrado al menos una más, cuando no dos o tres, aunque por el motivo que fuese nadie le había extendido ninguna invitación.

No le extrañaría nada que la única razón de que se le hubiera notificado ésta fuera el ultimátum.

Pues de eso se trataba, en definitiva, por mucho que una lectura superficial del documento visigrafiado indujese a pensar que no era más que un cordial intercambio de formalidades entre dos potentados.

Hardin lo sostuvo con cuidado. Empezaba con el rimbombante saludo de «su poderosa majestad, el rey de Anacreonte, a su amigo y hermano, el doctor Lewis Pirenne, presidente de la junta de fideicomisarios de la Fundación Número Uno de la Enciclopedia», y terminaba de forma aún más espectacular con un gigantesco sello multicolor cuajado de símbolos.

Pero no dejaba de ser un ultimátum.

—Al final resulta que no disponíamos de tanto tiempo —dijo Hardin—, sólo tres meses. Pero por poco que fuese, hemos dejado que se desperdiciara. Esta carta nos concede una semana. ¿Qué hacemos ahora?

Pirenne frunció el ceño, preocupado.

—Debe de haber alguna salida. En vista de lo que nos aseguró lord Dorwin con respecto a la actitud del emperador y el Imperio, es de todo punto inconcebible que pretendan llevar la situación hasta sus últimas consecuencias.

—Ya veo. —Hardin adoptó una expresión más animada—. ¿Ha informado al rey de Anacreonte de esa supuesta actitud?

—Así es, tras plantear la propuesta ante la junta para su votación y recibir el visto bueno por unanimidad.

—¿Y cuándo dice que se celebró esa votación?

—No sabía que tuviera que darle explicaciones de nada, señor alcalde —se indignó Pirenne.

—De acuerdo. Tampoco me va la vida en ello. Opino, sin embargo, que el detonante directo de esta notita tan simpática no es otro que su diplomático informe de la valiosa contribución de lord Dorwin a la causa. —Una sonrisita ácida le curvó las comisuras de los labios—. Podríamos haber dispuesto de más tiempo, de lo contrario… aunque dudo que Terminus se hubiera beneficiado de ese plazo adicional, habida cuenta de la actitud de la junta.

—¿Y en qué se basa para llegar a tan notable conclusión, señor alcalde? —intervino Yate Fulham.

—Nada más sencillo. Basta con aplicar esa herramienta tan infravalorada que es el sentido común. Verán, existe una rama de las humanidades conocida como lógica simbólica, la cual sirve para desbrozar y allanar los intrincados vericuetos del idioma.

—¿Y a qué viene eso ahora? —insistió Fulham.

—A que la he aplicado, entre otras cosas, a este documento de aquí. Personalmente no me hacía falta porque su significado era evidente, pero creo que podré explicárselo mejor a cinco físicos con símbolos en vez de con palabras.

Hardin sacó y repartió un puñado de hojas del montón que llevaba debajo del brazo.

—Esto no es obra mía exclusivamente, por cierto —dijo—. Como pueden ver, los análisis están firmados por Muller Holk, de la división de Lógica.

Pirenne se inclinó sobre la mesa para ver mejor mientras Hardin continuaba:

—A nadie le sorprenderá saber que el problema que planteaba el mensaje de Anacreonte fue fácil de desentrañar, dado que quienes lo redactaron no eran expertos en retórica sino personas de acción. Se reduce básicamente a una declaración tácita representada por estos símbolos que ven aquí, cuya traducción aproximada en palabras sería: «Tienen una semana para hacer lo que les decimos o les daremos una paliza y nos saldremos con la nuestra de todas formas».

El silencio se impuso en la habitación mientras los cinco miembros de la junta paseaban la mirada por la cadena de símbolos. Al cabo, Pirenne se sentó y carraspeó con expresión preocupada.

—No hay ninguna fallo, ¿verdad, doctor Pirenne? —dijo Hardin.

—No parece que lo haya.

—De acuerdo. —Hardin dejó otro montón de hojas encima de la mesa—. Lo que tienen ahora ante ustedes es una copia del tratado vigente entre el Imperio y Anacreonte. Un tratado, como verán, que lleva la firma de lord Dorwin en calidad de representante del emperador, tras su visita de la semana pasada. Al final encontrarán un examen simbólico.

El tratado, que ocupaba cinco páginas de letra pequeña, terminaba con un análisis escrito a mano en menos de media cara.

—Como ven, caballeros, el examen descarta directamente alrededor del noventa por ciento del tratado, por superfluo, y el interesante contenido restante se podría describir del siguiente modo:

»Obligaciones de Anacreonte con el Imperio: ninguna.

»Poderes del Imperio sobre Anacreonte: ninguno.

El intranquilo quinteto escuchó este razonamiento sin poder disimular su nerviosismo. Releyeron con atención el tratado, y cuando acabaron, Pirenne musitó con preocupación:

—Se diría que está en lo cierto.

—¿Reconoce entonces que el tratado no es sino una declaración de independencia total por parte de Anacreonte y un reconocimiento de ese estatus por parte del Imperio?

—Eso parece, si.

—¿Y cree que Anacreonte no se da cuenta de la situación y no arde en deseos de reforzar su posición de independencia, por lo que sería lógico que mirara con recelo cualquier viso de amenaza por parte del Imperio? Sobre todo cuando es evidente que éste no puede cumplir sus amenazas de ninguna manera, o de lo contrario jamás hubiera permitido que Anacreonte se emancipara.

—Pero entonces —interpuso Sutt—, ¿cómo explica el alcalde Hardin que lord Dorwin garantizara el respaldo del Imperio? Sus explicaciones parecían… —Se encogió de hombros—. Bueno, parecían convincentes.

Hardin se retrepó en la silla.

—¿Sabe?, eso es lo más curioso de todo. Reconozco que tomé a su señoría por un alcornoque redomado la primera vez que lo vi, pero resulta que se trata de un diplomático consumado y astuto. Me tomé la libertad de grabar todas sus declaraciones.

Se produjo un revuelo. Pirenne se quedó boquiabierto, horrorizado.

—¿Qué ocurre? —preguntó Hardin—. Sé que fue una tremenda falta de hospitalidad, algo en lo que no incurriría nadie que se considerara un caballero, y que las cosas podrían haberse puesto muy feas si su señoría se hubiera percatado. Pero no lo hizo, las escuchas obran en mi poder, y eso es todo. Envié una copia de la grabación a Holk para que también la analizara.

—¿Y dónde está el análisis? —quiso saber Lundin Crast.

—Eso —respondió Hardin— es lo curioso. El análisis fue el más complicado de los tres, con diferencia. Cuando Holk, tras dos jornadas de trabajo intensivo, consiguió excluir las declaraciones sin sentido, las vaguedades, los epítetos gratuitos… todo lo superfluo, en definitiva… descubrió que no quedaba nada. Lo había eliminado todo.

»Lord Dorwin, caballeros, en cinco días de diálogo, no dijo ni una triste palabra digna de tenerse en consideración, y lo hizo de modo que nadie se diera ni cuenta. Ahí tienen las garantías de su bonito Imperio.

Hardin no hubiera podido provocar más confusión que la generada por sus últimas palabras ni soltando una bomba fétida en el centro de la mesa. Cuando por fin cesaron los murmullos, concluyó con impaciencia:

—Así que cuando esgrimieron sus amenazas… pues no eran otra cosa… concernientes a una acción del Imperio sobre Anacreonte, lo único que consiguieron fue irritar a un monarca que no tiene un pelo de tonto. Como cabía esperar, su ego le exigiría emprender medidas de inmediato, y este ultimátum es el resultado. Lo que nos lleva otra vez al principio de mi intervención. Nos queda una semana, ¿y ahora qué hacemos?

—Parece —dijo Sutt— que no nos queda más remedio que permitir que Anacreonte establezca sus bases militares en Terminus.

—En eso le doy la razón —repuso Hardin—, ¿pero qué medidas vamos a tomar para expulsarlos en cuanto se presente la ocasión?

El bigote de Yate Fulham sufrió un estremecimiento.

—Se diría que tiene usted claro que habrá que recurrir a la violencia.

—La violencia —fue la contrarréplica— es el último recurso del incompetente. Aunque lo cierto es que no tengo la menor intención de tenderles la alfombra roja y desempolvar mis mejores muebles para recibirlos.

—Sigue sin gustarme la forma en que lo expone —insistió Fulham—. Es una actitud peligrosa, tanto más por cuanto venimos notando de un tiempo a esta parte que un porcentaje considerable de la población parece acatar todas sus sugerencias a pies juntillas. Permítame que le diga, señor alcalde, que en la junta no estamos ciegos y seguimos muy de cerca sus actividades.

Una sensación de aquiescencia general impregnó el subsiguiente silencio. Hardin se encogió de hombros.

—Si caldeara los ánimos hasta provocar un estallido de violencia en la ciudad —continuó Fulham—, sólo conseguiría provocar un suicidio multitudinario, algo que no toleraremos de ninguna manera. Nuestra política se sustenta en un principio fundamental, y ése es la Enciclopedia. Lo que decidamos hacer o dejar de hacer será la medida necesaria para garantizar su seguridad.

—En tal caso —dijo Hardin—, habrán llegado a la conclusión de que debemos perpetuar nuestra intensiva campaña de brazos cruzados.

—Usted mismo ha demostrado que el Imperio no puede ayudarnos —replicó con acritud Pirenne—, aunque sigo sin entender el cómo y el porqué de que así sea. Si es preciso llegar a un acuerdo…

Hardin experimentó la horrible sensación de estar corriendo tan deprisa como podía sin moverse del sitio.

—No hay acuerdo al que llegar. ¿No se da cuenta de que toda esta monserga sobre bases militares no es más que burda palabrería? El haut Rodric nos reveló lo que ambiciona Anacreonte, anexionarnos e imponernos su sistema feudal de latifundios y su economía de aristócratas y campesinado. Es posible que el endeble farol de nuestra energía nuclear les obligue a actuar con cautela, pero actuarán de todas formas.

Se había puesto de pie, indignado, y los demás se levantaron con él. Menos Jord Fara, que aprovechó ese momento para decir:

—Por favor, siéntense. Creo que ya hemos ido demasiado lejos. Venga, señor alcalde, no hay motivo para encolerizarse de esa manera. Ninguno de nosotros ha cometido traición.

—¡Tendrá que convencerme de eso!

Fara esbozó una sonrisa.

—Ya sabe que no lo dice en serio. Permítame hablar.

Tenia los ojillos astutos entrecerrados, y el sudor perlaba la vasta superficie de su mentón.

—De nada serviría ocultar el hecho de que la junta ha llegado a la conclusión de que la verdadera solución al problema de Anacreonte nos será revelada dentro de seis días, cuando se abra la Bóveda.

—¿Ésa es su aportación a este asunto?

—En efecto.

—¿Pretende que no hagamos nada, que nos limitemos a esperar tranquilamente y confiar en que surja algún deus ex machina de la Bóveda?

—Fraseología melodramática al margen, sí, ésa es la idea.

—¡Qué forma tan sutil de escurrir el bulto! De verdad, doctor Fara, un intelecto inferior sería incapaz de producir semejante golpe de genio.

—Su afición por los epigramas es tan cómica como improcedente, Hardin —replicó Fara con una sonrisa indulgente—. Si no me equivoco, recordará usted los razonamientos sobre la Bóveda que expuse hace tres semanas.

—Sí, los recuerdo. Reconozco que era poco menos que una sandez desde el punto de vista de la lógica deductiva. Dijo… corríjame si me equivoco… que Hari Seldon era el psicólogo más importante de todo el sistema; que, por consiguiente, habría sabido prever el aprieto en que nos encontramos ahora; y que, por si fuera poco, diseñó la Bóveda como un método para mostrarnos la salida.

—Ha capturado la idea en esencia.

—¿Le sorprendería escuchar que no he dejado de darle vueltas a la cuestión en las últimas semanas?

—Me halaga. ¿Con qué resultado?

—Con el resultado de que la simple deducción es insuficiente. Insisto, lo que necesitamos es un ápice de sentido común.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, si anticipó nuestro conflicto con Anacreonte, ¿por qué no nos emplazó en cualquier otro planeta, más cerca de los centros galácticos? No es ningún secreto que Seldon manipuló a los comisionados de Trantor para que ordenaran que la Fundación se estableciera en Terminus. ¿Pero qué lo impulsó a hacer algo así? ¿Por qué situarnos aquí si podía pronosticar el corte de las comunicaciones, el aislamiento del resto de la Galaxia, la amenaza de nuestros vecinos y la indefensión de Terminus por culpa de su escasez de metales? ¡Sobre todo eso! O, si lo tenía todo previsto, ¿por qué no avisar con tiempo a los primeros colonos para que pudieran estar preparados en vez de esperar a que la situación fuera tan insostenible como en estos momentos?

»Y no olviden una cosa. Si él pudo prever el problema entonces, nosotros podemos verlo igual de bien ahora. Por tanto, si él fue capaz de prever la solución entonces, nosotros deberíamos ser capaces de verla ahora. Después de todo, Seldon no era ningún mago. No hay ningún truco secreto para escapar de un dilema que él pueda ver y nosotros no.

—Hardin —le recordó Fara—, es que es imposible.

—Pero si no lo han intentado. Ni siquiera una sola vez. ¡Primero se negaron a admitir que existiera alguna amenaza! ¡Después depositaron una confianza ciega en el emperador! Ahora esperan que los salve Hari Seldon. En todo momento han apelado invariablemente a la autoridad o al pasado, jamás a sus propios recursos.

Abrió y cerró los puños espasmódicamente.

—Todo se reduce a una actitud equivocada, un reflejo condicionado que bloquea la independencia de sus mentes siempre que se plantea la posibilidad de oponerse a la autoridad. Jamás se les ocurriría dudar que el emperador sea más poderoso que ustedes, o Hari Seldon más sabio. Y eso es un error, ¿no lo ven?

Por el motivo que fuera, nadie se molestó en contestar.

—No son los únicos —continuó Hardin—. Se trata de la Galaxia entera. Pirenne oyó lo que piensa lord Dorwin de la investigación científica. Su señoría opina que para ser un buen arqueólogo sólo hay que leer todos los libros que se han escrito sobre la materia… escritos por personas que llevan siglos enterradas. Su método para resolver enigmas arqueológicos pasa por contrastar autoridades enfrentadas. Y Pirenne se quedó escuchando sus palabras sin oponer ninguna objeción. ¿No se dan cuenta de que algo anda mal en todo eso?

De nuevo una nota implorante en su voz. De nuevo, no hubo respuesta.

Prosiguió:

—Ustedes y la mitad de Terminus tampoco son mucho mejores. Aquí nos tienen, sentados, ensalzando la extraordinaria importancia de la Enciclopedia. Damos por supuesto que la finalidad suma de la ciencia es la clasificación de acontecimientos pasados. Es importante, cierto, ¿pero no queda acaso nada nuevo por desarrollar? Estamos retrocediendo, sucumbiendo al olvido, ¿no lo ven? Aquí, en la Periferia, han perdido la energía atómica. En Gamma Andrómeda, una central energética ha saltado por los aires por culpa de unas labores de reparación deplorables, y el canciller del Imperio lamenta la escasez de técnicos nucleares. ¿Y la solución? ¿Formar nuevos profesionales? ¡Jamás! En vez de eso, pretenden restringir la energía atómica.

Y por tercera vez:

—¿No se dan cuenta! El fenómeno está extendido por toda la Galaxia. Lo único que nos deparará este culto al pasado es deterioro y estancamiento.

Paseó la mirada por los rostros de todos los presentes, que se limitaron a contemplarlo sin pestañear.

Fara fue el primero en recuperarse.

—Bueno, la filosofía mística no va a sernos de ninguna ayuda. Vayamos al grano. ¿Niega usted que Hari Seldon pudiera haber predicho las tendencias históricas del futuro mediante técnicas psicológicas?

—¡No, claro que no! —exclamó Hardin—. Pero no podemos depender de él para encontrar una solución. Él podría señalar el problema, a lo sumo, pero si existe una salida, deberemos encontrarla por nuestros propios medios. Hari Seldon no puede hacer nuestro trabajo.

—¿A qué se refiere con «señalar el problema»? —habló de improviso Fulham—. Ya sabemos cuál es el problema.

Hardin giró sobre los talones para encararse con él.

—¿Eso cree? ¿Le parece probable que Anacreonte fuera la principal preocupación de Hari Seldon? ¡Disiento! Les aseguro, caballeros, que ninguno de ustedes tiene aún la menor idea de lo que está pasando realmente.

—¿Y usted sí? —preguntó con hostilidad Pirenne.

—¡En efecto! —Hardin se levantó de un salto y apartó la silla de un empujón. Un brillo helado le iluminaba la mirada—. Si algo está claro es que algo huele a podrido en todo este asunto, algo más importante que cualquier cosa que hayamos dicho hasta ahora. Háganse esta pregunta: ¿a qué se debe que entre los pobladores originales de la Fundación no se incluyera ni un solo psicólogo de primera, aparte de Bor Alurin? Quien además tuvo mucho cuidado de abstenerse de enseñar algo más que los rudimentos de la disciplina a sus pupilos.

Tras unos instantes de silencio, Fara dijo:

—Vale. ¿A qué?

—A que es posible que un psicólogo descubriera de qué va todo esto… y demasiado pronto para el gusto de Hari Seldon. Así las cosas, llevamos todo este tiempo dando palos de ciego, descubriendo apenas atisbos de la verdad. Precisamente lo que Hari Seldon quería. —Se rio con voz ronca . ¡Caballeros, que tengan un buen día!

Dicho lo cual, salió de la habitación con cajas destempladas.

6

El alcalde Hardin seguía rumiando la punta del puro, sin importarle que éste se hubiera apagado. Había pasado la noche en vela, y tenía la firme sospecha de que tampoco conseguiría pegar ojo la siguiente. La falta de sueño se reflejaba en sus ojos.

—¿Y eso lo cubre? —preguntó con voz fatigada.

—Me parece que si. —Yohan Lee se llevó una mano a la barbilla—. ¿Cómo suena?

—No está mal. Habrá que actuar con impudicia, compréndalo. Es decir, no puede haber ninguna vacilación, no debemos concederles tiempo para que se den cuenta de lo que está pasando. Cuando estemos en posición de impartir órdenes, hágalo como si hubiera nacido para ello y la fuerza de la costumbre se encargará de que obedezcan. Ésa es la esencia de un golpe de estado.

—Si la junta se sigue mostrando indecisa siquiera…

—¿La junta? Olvídese de ellos. A partir de mañana, su capacidad de intervención en los asuntos de Terminus no valdrá ni medio crédito oxidado.

Lee asintió con la cabeza, despacio.

—Sin embargo, me extraña que no hayan intentado detenernos todavía. Usted mismo ha dicho que su ignorancia no era absoluta.

—Fara tantea los bordes del problema. A veces me pone nervioso. Y Pirenne recela de mí desde que me eligieron. Pero nunca han tenido la menor oportunidad de comprender realmente qué ocurre. Su fe en la autoridad es absoluta. Están convencidos de que el emperador, por el mero hecho de ostentar ese título, es omnipotente. Y están seguros de que la junta de fideicomisarios, por el simple hecho de actuar en representación del emperador, jamás podría encontrarse en una posición que le impidiera dar órdenes. Esa incapacidad para reconocer la posibilidad de una revuelta es nuestra mejor aliada.

Se levantó pesadamente de la silla y se dirigió al refrigerador de agua.

—No son malas personas, Lee, cuando se ciñen a su Enciclopedia… y nosotros nos encargaremos de que se ciñan a ella en el futuro. Cuando de dirigir Terminus se trata, no obstante, su incompetencia no tiene límite. Ahora váyase y ponga las cosas en marcha. Quiero estar solo.

Se sentó en una esquina de la mesa, con la mirada fija en el vaso de agua.

¡Por el espacio! ¡Ojalá estuviera tan seguro como aparentaba! Los anacreontes aterrizarían dentro de dos días, y lo único que él tenía para seguir adelante era un puñado de presentimientos y sospechas sobre lo que Hari Seldon llevaba insinuando desde hacía cincuenta años. Ni siquiera era psicólogo de verdad, con todas las letras, tan sólo un aficionado con algo de educación empeñado en ser más listo que la mente más brillante de su época.

Si Fara tenía razón, si Anacreonte era el único problema previsto por Hari Seldon, si la Enciclopedia era lo único que le interesaba preservar… ¿qué precio pagarían entonces por su golpe de estado?

Se encogió de hombros y se bebió el agua.

7

El mobiliario de la Bóveda constaba de muchas más de seis sillas, como si se esperara una concurrencia mucho más nutrida. Hardin reparó en ese detalle, contemplativo, y se sentó con expresión fatigada en un rincón, lo más lejos posible de los otros cinco.

Los miembros de la junta no parecían tener nada que objetar a esa distribución. Conversaban entre ellos en susurros que se redujeron a sibilantes monosílabos antes de extinguirse por completo. De todos ellos, tan sólo Jord Fara parecía razonablemente sereno. Había sacado un reloj de bolsillo y lo observaba con gesto sombrío.

Hardin también consultó su reloj, de soslayo, antes de dirigir la mirada al cubículo de cristal, vacío por completo, que dominaba la mitad de la estancia. Era el único rasgo llamativo de la habitación, pues aparte de eso nada indicaba que, en alguna parte, una mota de radio a punto de agotarse señalaría el momento exacto en que caería un contrapeso, se establecería una conexión y…

Las luces se atenuaron.

No se apagaron, sino que adquirieron una tonalidad mortecina tan de repente que a Hardin le dio un vuelco el corazón. Había vuelto la mirada hacia el techo, alarmado, y cuando la bajó de nuevo el cubículo ya no estaba vacío.

Lo ocupaba una figura; una figura sentada en una silla de ruedas.

El recién llegado no habló de inmediato, sino que cerró el libro que sostenía en el regazo y lo acarició ociosamente. Al cabo, sonrió, y su rostro pareció llenarse de vida.

—Soy Hari Seldon —anunció, con voz suave y añeja.

Hardin estuvo a punto de incorporarse para responder al saludo, pero se reprimió a tiempo.

La voz prosiguió en tono cordial:

—Como verán, me encuentro confinado en esta silla y no puedo levantarme para darles la bienvenida. Sus abuelos partieron hacia Terminus hace unos meses, en mi época, y desde entonces me aqueja una inoportuna parálisis. Sepan que no puedo verlos, lo que me impide saludarlos como es debido. Ni siquiera sé cuántos son, por lo que esta reunión deberá transcurrir por cauces informales. Si alguno de ustedes está de pie, le ruego que se siente; y si desean fumar, sepan que no tengo nada en contra. —Emitió una risita—. ¿Por qué debería? Ni siquiera estoy aquí de verdad.

Hari Seldon dejó el libro a un lado, como si lo depositara encima de una mesa invisible, y cuando lo soltó, se desvaneció.

—Hace ya cincuenta años que se estableció esta Fundación, cincuenta años durante los cuales sus miembros han trabajado en pos de un objetivo desconocido. Su ignorancia era imprescindible, pero ahora esa necesidad ha dejado de ser tal.

»La Fundación de la Enciclopedia es una farsa y lo ha sido siempre.

Hardin oyó un tumulto a su espalda, y una o dos increpaciones ahogadas, pero no se giró.

Hari Seldon, como cabía esperar, se mantuvo impertérrito. Continuó:

—Es una farsa en el sentido de que ni a mis colegas ni a mí nos importa lo más mínimo que llegue a publicarse un solo volumen de la Enciclopedia. Ya ha cumplido su función, pues gracias a ella hemos conseguido una cédula imperial, hemos reunido a las cien mil personas necesarias para nuestro plan, y hemos conseguido mantenerlas ocupadas mientras los acontecimientos iban cobrando forma, hasta ser demasiado tarde para que nadie se eche atrás.

»En el transcurso de los cincuenta años que llevan trabajando en este proyecto fraudulento… de nada sirve andarse con eufemismos… se ha cortado su retirada, y ahora no les queda más remedio que proseguir con el proyecto infinitamente más importante que era, y sigue siendo, nuestro auténtico plan.

»A tal fin los emplazamos en un planeta y en una época que permitieran que en cincuenta años llegasen a un punto donde la libertad de acción ya no fuera posible. A partir de ahora, y durante siglos, el camino que deberán recorrer está fijado de antemano. Se enfrentarán a una serie de crisis, de las cuales ahora afrontan la primera, y en todos los casos su libertad de acción se verá igualmente circunscrita para que tomen siempre una y solamente una salida.

»Dicha salida es el objetivo de nuestra psicología… y tiene su razón de ser.

»La civilización galáctica lleva siglos estancándose y degenerando, aunque sólo unos pocos hayan sabido verlo. Pero ahora, por fin, la Periferia está independizándose y la unidad política del Imperio se tambalea. En algún momento de los últimos cincuenta años se encuentra el momento donde los historiadores del futuro trazarán una línea arbitraria y dirán: «Aquí empezó la caída del Imperio Galáctico».

»Y tendrán razón, aunque aún habrán de transcurrir varios siglos antes de que esa Caída sea reconocida como tal.

»Después de la Caída llegará la inevitable barbarie, un periodo que, según revela la psicohistoria, debería prolongarse treinta mil años en circunstancias normales. No podemos impedir la Caída. Tampoco es ése nuestro deseo, pues la cultura del Imperio ha perdido el vigor y la valía que poseyó en sus comienzos. Pero podemos acortar el subsiguiente periodo de primitivismo… podemos reducirlo a un solo milenio.

»Los pormenores de esa reducción no podemos desvelárselos, como tampoco podíamos desvelarles la verdad acerca de la Fundación hace cincuenta años. Si averiguaran dichos pormenores, nuestro plan podría fracasar; como habría ocurrido si hubieran descubierto antes la farsa de la Enciclopedia, pues ese conocimiento expandiría su libertad de acción y el número de variables adicionales introducidas se volvería imposible de controlar para nuestra psicología.

»Pero no averiguarán nada, puesto que en Terminus no hay psicólogos ni los hubo nunca, a excepción de Alurin… que era uno de los nuestros.

»Sólo puedo decirles una cosa: Terminus y su Fundación compañera emplazada en el otro extremo de la Galaxia son las semillas del renacimiento y de los futuros fundadores del Segundo Imperio Galáctico, y es la crisis actual lo que empujará a Terminus hacia ese clímax.

»Esta crisis, dicho sea de paso, es mucho más directa y sencilla que las numerosas que los aguardan. Reducida a sus elementos básicos, se podría resumir así: su planeta ha quedado inesperadamente aislado de los centros aún civilizados de la Galaxia y se ve amenazado por sus vecinos más fuertes. Se trata de un pequeño mundo de científicos rodeado de vastos frentes de barbarie en rápida expansión. Constituye un islote de energía nuclear en un océano cada vez mayor de energía más primitiva, pero a pesar de eso está indefenso por culpa de la escasez de metales.

»Así pues, como ven, acuciados por la necesidad, es perentorio que emprendan alguna acción. La naturaleza de dicha acción… o lo que es lo mismo, la solución a su dilema… es evidente.

La imagen de Hari Seldon extendió un brazo y el libro volvió a materializarse en su mano. Lo abrió y continuó:

—Por tortuoso que sea el rumbo que tome su historia futura, inculquen siempre a sus descendientes la idea de que el camino estaba fijado de antemano, y que al final de éste se yergue un nuevo Imperio, aún más glorioso si cabe.

A continuación posó la mirada en el libro, su imagen se evaporó con un parpadeo, y las luces volvieron a brillar con más intensidad.

Cuando Hardin levantó la cabeza vio que Pirenne estaba observándolo con labios temblorosos, empañados los ojos por la tragedia.

El presidente habló con voz firme pero carente de inflexión.

—Tenía usted razón, por lo visto. Si le apetece reunirse con nosotros más tarde, a las seis, la junta consultará con usted cuál debería ser nuestro próximo movimiento.

Le estrecharon la mano, todos y cada uno de ellos, y se marcharon; Hardin sonrió para sus adentros. Habían reaccionado con la sensatez que cabía esperar, pues como científicos sabían reconocer que se habían equivocado. Pero ya era demasiado tarde para ellos.

Consultó su reloj. A estas alturas, todo debía de haber terminado. Los hombres de Lee habrían asumido el mando y la junta ya no estaría en condiciones de dar más órdenes.

Las primeras naves anacreontes aterrizarían mañana, pero también eso estaba previsto. Dentro de seis meses, tampoco ellos podrían darle órdenes a nadie.

Lo cierto era que la solución a esta primera crisis era evidente, tal y como acababa de expresar Hari Seldon y como Salvor Hardin había intuido desde que Anselm haut Rodric revelara por primera vez ante él la carencia de energía atómica de Anacreonte.

Más evidente, imposible.