Estallé de frustración y arrojé la computadora al otro lado de la habitación, donde se hizo añicos en pequeños fragmentos. Habían pasado tres días y aún no había señales de Aria, ni una pista, ni un rumor, ni un susurro. Había utilizado todas mis conexiones y recursos de inteligencia, pero fue en vano. Incluso Atlas, con su vasta red en el submundo de la ciudad, no había encontrado nada. Lo que complicaba aún más las cosas era que no sabía si estaba buscando a Arianna o a Aria. La información que había compartido estaba destinada a Aria, pero existía la posibilidad de que todavía estuviera usando su identidad de Avaroux.
—¡Maldición! —exclamé. Golpeé la mesa con el puño, casi partiéndola en dos.
—Tranquilo, grandullón —intervino Atlas, —esa es la tercera laptop que me debes. No quiero tener que reemplazar mis muebles también.
—Lo siento —gruñí—. Agrégalo a mi cuenta.
