Contemplé con asombro y temor la escena ante mis ojos. Chris Hansen, cuya piel estaba carbonizada hasta quedar irreconocible, cuya sangre ahora se escurría de las oscuras fisuras, cuyo olor se perdía bajo la fetidez de la carne chamuscada, avanzaba hacia nosotros y hablaba como si ser calcinado fuera solo un inconveniente.
Noah me empujó detrás de él y gruñó ante la figura enigmática que teníamos frente a nosotros. Incluso Tony, el hermano de Chris, pareció sorprendido al verlo.
—¿Qué diablos está pasando? —rugió Noah—. ¿Cómo sigues con vida?
—¿A qué te refieres? —preguntó Chris con falsa inocencia—. ¿Tuve algún tipo de percance?
—¡Sal de aquí, ahora! —Noah me susurró con urgencia.
—No me iré sin ti —respondí con firmeza, tomando mi lugar a su lado—. ¡Contesta la pregunta! —exigí, dirigiéndome a Chris—. Nada debería haber sobrevivido a esa explosión.