En un mundo envuelto en sombras, donde las almas se resguardan en capullos dorados, las diminutas estrellas se desvanecen bajo el vasto y solitario cielo negro. Parpadean como luciérnagas, luchando en su agonía, lanzándose hacia el agua helada para despedirse de una existencia cruel. La tristeza satura el aire con un aroma agridulce, llevando consigo la congoja y la insatisfacción en sutiles ráfagas de viento. Sentado sobre la arena blanca, Soichi ha regresado a ese lugar.
Todo llegará a su fin en este día.
Un poco adormilado, el joven escucha la suave voz de una mujer que se ríe detrás de él.
—Has despertado, mi querido Soichi.
Lo toma por sorpresa, se levanta de golpe apartándose de ella. La dama viste un kimono negro, su cabello recogido y su rostro apenas mantiene un sutil tono rosáceo en las mejillas. Con las manos en la espalda, lo observa fijamente. Al darse cuenta de su ubicación y su atuendo, él se enfurece.
—¿Qué mierda es esto? —Señala con desprecio el kimono blanco de seda que lleva puesto—. ¿A qué estás jugando?
—Estamos vestidos para la ocasión. ¿Acaso eso es malo?
—¡Vos! ¡Quítatelo! —exclama él, incrementando su furia.
—Pero, mi querido Soichi, a esta altura vas a comenzar a tratarme mal. Eso me parece injusto —dice mientras se acerca lentamente—. Creí que estarías feliz. ¿No te estoy dando lo que tanto querías?
Diversas sensaciones se revuelven en el estómago del joven, clava las uñas en su palma mientras grita:
—¿Me estás jodiendo? ¡No soy idiota! ¿Qué clase de juego perverso estás intentando?
—Pero, mi querido Soichi, ¿cómo podrías pensar algo así de mí? No te he negado lo que pedías, incluso te he facilitado las cosas. Estás siendo injusto conmigo —responde ella, con una mueca agraviada.
—¡Cállate! ¡Me estás jodiendo! ¡Te pensas que no sé contar! ¡Encima te reís de mí así! ¡Usando un puto mofuku! —Con los ojos inyectados en sangre, estallo en una carcajada—. ¡No! ¡No! ¡Yo no he pagado todo!
—Diez de diez; cumpliste con tu parte, yo cumplo con la mía.
—¿Me estás escuchando? ¡No lo hice! ¿No era que lo sabías y veías todo? ¡Ahora explícate! —responde él, cruzándose de brazos y adoptando una postura firme—. ¿Por qué me estás estafando?
—¿Estafar? Tú eras el que estaba infeliz con lo que tenía, aceptaste este trato y yo solo vengo a cobrar lo que me corresponde.
Soichi no está dispuesto a ceder, está hastiado. Como un niño rebelde, comienza a gritarle.
—¡Mentira! ¡Ya te dije que no hice todo! —Levanta los labios con una sonrisa que parece revelar un gran plan—. ¡Faltó una cosa y lo sabes! ¡No voy a seguir tu juego, tenés que dejarme ir!
La mujer entrecierra los ojos con fastidio.
—Eres lento, ¿acaso tengo que enumerar cada cosa? —Chasquea los dedos y pequeñas imágenes envueltas en un halo de luz comienzan a desplegarse frente a Soichi. Levanta las cejas y sus ojos se llenan de arrogancia—. Todo está ahí.
Y era cierto.
Múltiples emociones se agitan en su interior mientras todo lo que ella le había pedido y él había hecho se desplegaba ante él como en una película.
Era demasiado vergonzoso; parado en el baño tirando el cóctel de medicamentos, aquella cena con sus compañeros de trabajo, la salida al cine, ese abrazo espontáneo con Lían, el renacer de su pasión por escribir, el intento de cocinar, el cuidado atento de una mascota, la emoción de conocer un lugar nuevo y el simple acto de pedir un deseo de cumpleaños después de tantos años.
El calor de la vergüenza brota en sus mejillas y el fuego del enojo arde en sus entrañas. Sus manos tiemblan ligeramente, una mezcla de ansiedad y frustración lo embarga. Aunque ahora se sienta como un idiota, está seguro de algo y no se va a dejar ganar.
—No importa lo que me muestres, sé muy bien que falta una cosa.
La mujer se ofende. ¿No se da cuenta de que lo está ayudando?
Es tan patético ver a alguien apasionado por vivir en la melancolía, un iluso enamorado de la tristeza, donde la ansiedad se ha vuelto su amante y la depresión su alimento. Es una pena que no vea los colores que se deslizan sobre sus pies. Pero ya es tarde, negocios son negocios.
—Si te refieres a eso. —Desliza las imágenes y forma una nueva con sus manos—. Deberías ver esto antes de estar tan seguro, aunque considero tu memoria selectiva un poco errada.
Si Soichi tuviera un cuerpo en ese momento, su alma saldría disparada horrorizada. Sus orejas hierven y sus finos labios se tensan, no lo puede creer.
—Esto, esto no es cierto.
—Por supuesto que sí, son tus recuerdos al final de todo. La mente esconde las cosas que no quiere rememorar, las guarda en lo más profundo; lo que pasó siempre estuvo ahí, solo que nunca tuviste las intenciones de verlo.
Una noche, hace cinco meses, Soichi, sumido en la desesperación por el fallecimiento de Hanna, se entregó al alcohol sin medida. La combinación del alcohol con los antidepresivos e inhibidores no resultaba en una mezcla favorable. Sin embargo, para alguien que carecía de todo lo que quería y había perdido lo único que consideraba propio, no quedaba mucho más que hacer. De esa noche, lo último que recordaba era que se dirigía hacia el exterior; desconocía su destino, pero sabía que el resultado sería el único que había perseguido durante muchos años: morir.
A su pesar, Soichi se despertó con un terrible dolor de cabeza, envuelto en sus sábanas. Incluso los restos de botellas y latas que había esparcido por toda la habitación ya no estaban. En aquel entonces, se preguntaba qué había ocurrido, pero ahora surge una pregunta aún más importante.
No puede continuar viéndolo. Tiembla como un niño indefenso, lleno de miedo y vergüenza. En estas circunstancias, lo más razonable no es mostrar ese rostro vulnerable. Él lo sabe, pero no puede continuar viendo esa imagen, pero tampoco puede quedarse con la duda. Necesita la verdad.
—¿Lo lastime? ¿Le hice daño?
Cuando Soichi abandonaba su viejo y gastado disfraz, se transformaba en alguien diferente, más interesante.
—La verdad es que no lo sé, no consumo ese tipo de contenido —dice, observando cómo el joven, en lugar de reaccionar con rabia o violencia, solo parece vibrar con los ojos acuosos. Le resulta aburrido. Agita la mano con despreocupación—. Tranquilo, no va más de eso.
Un silencio marca una brecha entre ambos, pero el silencio es tiempo y en este momento es lo que no tienen.
—Si bien esto sucedió hace cinco meses, por tu excesiva necesidad lo considero como una suerte de acto de buena fe para iniciar nuestro trato.
—Diez días, me diste ese plazo. No entra en el trato —responde él, ocultando todo por lo que está atravesando, no puede permitirse ser frágil, no ahora, tiene que volver—. No cumplí, así que decime cómo debo pagarte.
—Mi querido Soichi, sabías que cuando uno incumple un contrato se puede solicitar que un tercero lo haga. Creo que te imaginas lo que quiero decir.
Soichi presiona su sien con una mano, sintiendo un dolor punzante que parece como si miles de personas le estuvieran pateando la cabeza. En un instante, todo se aclara en su mente, como si una ventana oculta se abriera de repente, revelando una verdad escalofriante. El rostro del joven se oscurece, como si el peso del mundo entero cayera sobre sus hombros. Su cuerpo comienza a temblar y la respiración empieza una cadencia arrítmica; nunca ha tenido posibilidades desde el principio.
En medio de su angustia, el vasto mar negro se evapora ante sus ojos. Hermosos lirios blancos comienzan a brotar del suelo, llenando el aire con su fragancia embriagadora. En lo alto, un árbol de glicina comienza a ondear sus flores bajo el cálido viento dulce.
A varios metros de distancia, un hombre se sienta en una banca, reposando bajo la sombra. A esa distancia, el joven no puede reconocer su rostro, pero sabe quién es. Sus ojos se desenfocan por un momento, y siente como si sus pulmones se estuvieran ahogando.
La mujer sonríe fríamente.
—Como ves, así están las cosas —dice, dándole la espalda y comenzando a levitar a unos centímetros del suelo—. Incluso creo que esta opción es mejor, siempre me dio curiosidad.
Soichi baja la cabeza por un momento.
Ya está.
Ha perdido.
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