Los días se vuelven planos, la vida insulsa y la respiración solo un trámite.
Todo es gris.
El hombre encuentra su razón para escapar de los confines del hospital en el cuidado de la preciada mascota de Soichi. Los cuerpos de carne y sangre no resisten semejante calvario, pero Lían ya no es humano. En uno de esos días sin brillo, observa con incredulidad cómo el hombre en la cama del hospital, rodeado de cables y sondas, parece parpadear. Este pequeño gesto despierta una nueva esperanza en él.
Desde entonces, cada jornada se despliega siguiendo un patrón invariable. A las diez en punto de la noche, abandona los pasillos del hospital. Una hora más tarde, llega a su hogar, donde se entrega a una ligera ducha antes de abrazar con ternura a la bola de pelos que se ha convertido en su fiel compañera.
Se han convertido en buenos amigos, ya no importan las diferencias.
Ambos esperan a la misma persona.
Ambos quieren lo mismo.
Como todas las noches, Lían se encuentra recostado en aquella cama, aguardando pacientemente a que llegue la una de la mañana. Envía un mensaje a la amable enfermera que, tras su ronda, le responde de inmediato. Sin embargo, la respuesta es siempre la misma.
"No hubo cambios, está estable como cuando te fuiste. Descansa, si sucede algo enseguida te avisaré."
Es desolador ver a un joven en esa situación. Aunque durante la noche no llegan noticias negativas, el manto oscuro cubre el cielo, apagando cualquier destello de esperanza. La luna se esconde tras las nubes, negándole su cálida sonrisa. El invierno está llegando a su fin, pero las buenas noticias siguen sin llegar.
Con el tiempo, el cuerpo de Lían se adapta y se convierte en una máquina. Por inercia, se duerme a las dos de la madrugada y se despierta a las cinco. Acomoda al gatito, dejando todo listo para cuando Raúl pase a recogerlo. Es reconfortante ver que se llevan bien, aunque el gatito ya no ronronea ni juega. Aun así, permanece firme, aguardando el regreso de su humano.
A Lían no le apasionaba la lectura; las novelas y la poesía no despertaban su interés. Sin embargo, un día se topó con un poema en su celular y, estaba seguro, las hermosas pestañas negras que permanecían selladas al vacío habían realizado un sutil movimiento.
No estaba loco.
No estaba desesperado.
No lo había imaginado.
Desde entonces, cada mañana, como si fuera un ritual, lee para su amado.
Javier siempre fue comprensivo con sus empleados. ¿Cómo permitiría que Lían renunciara? No dejaría que se consumiera al lado de esa camilla. Al menos, durante unas horas frente al ordenador, escribiendo y vigilando a Soichi, podría mantenerse cuerdo.
Los fines de semana eran los más difíciles. El leía desde que llegaba hasta que se iba. A veces las lágrimas caían sobre el papel amarillento; en otras ocasiones, sus sollozos se mezclaban con los gritos de los pacientes. Casi siempre su voz estaba tan ronca que le dolía la garganta. Lo único que anhelaba era que esas hermosas almendras cenizas lo volvieran a mirar.
Si Soichi despertara...
La culpa lo seguía persiguiendo ¿Lo odiaría? En realidad debería.
Él nunca debió acercarse, no debió amarlo, no lo merecía ¡Todo es su culpa!
Fueron muchos días y noches arrodillado pidiendo a Dios qué lo perdonará.
Un día su padre le dijo que los pecadores como él serían juzgados y castigados. En ese momento, con quince años, maldijo e insultó a los cielos. Él no era una mierda pecadora, él no era un fenómeno, él no era un puto marica.
¿Cuándo hizo algo malo? ¿Nacer? ¿Vivir? ¿Existir?
Nunca creyó que el castigo fuera tan cruel. Si él hubiera hecho algo malo, o por más que no lo haya hecho, aceptaría el castigo divino. Pero la persona que él amaba no merecía pagar sus pecados, eso era injusto.
Si nunca le hubiera ofrecido ese café.
La mente y el corazón de Lían era un caos. ¿Por qué tuvo que ser tan codicioso? ¿Por qué pensó que podía hacer feliz a alguien?
Si tan solo no se hubiera enamorado, ahora Soichi estaría bien.
Aún mantenía la esperanza, se aferraba a ella con todas sus fuerzas, como la última bocanada de oxígeno antes de sumergirse en el frío mar.
Sí, Soichi estará bien.
Él despertará...
◇◆◇
Han pasado ciento veintiocho días desde aquella fatídica noche.
El sol, en su cenit, golpea el delgado cuello dorado, depositándose como una gentil caricia reconfortante. Los dulces aromas de la primavera han llegado y las pequeñas mariposas revolotean por el espacio vacío. Entre ellas y los colibríes, brindan un poco de compañía a aquellos que han sido olvidados.
El pasto recién cortado humedece las rodillas del hombre frente al mármol; blanco como la espuma, sutiles vetas grises lo decoran. Las letras están cubiertas por una fina capa de polvo, y los restos de hierba fresca hacen juego con las lágrimas puras de añoranza.
El que alguna vez fue un hombre hermoso y carismático, hoy está demacrado. Sus hermosos ojos verdes, con una rasgada terminación felina, llevan las marcas del dolor acumulado.
Está cansado.
Su figura se ha reducido a la mitad, y sus labios carnosos parecen haber abandonado su rostro, ha perdido demasiado peso. Pero aun así, como si fuera a una cita, arregla su cabello y vuelve a usar perfume. Ha olvidado cómo era, hace mucho tiempo que no esparce sobre su piel ese aroma dulce.
Observa por un momento el nombre grabado en la lápida.
Su delgado pecho se llena de aflicción. Su alma hace tiempo que abandonó su cuerpo, viviendo atormentada en la oscuridad de la desolación. Pero ahora ha vuelto a tomar posesión, y las lágrimas que fueron contenidas por unas horas vuelven a salir.
Los ojos están enrojecidos, suplican piedad. Demasiadas lágrimas, demasiado tiempo. Inclina su delgada figura y susurra.
—Sabes... nunca te pregunté qué flores te gustaban. —Lleva consigo un hermoso ramo de lirios blancos. La comisura de sus labios se eleva con complacencia—. Creí que estos te gustarían.
Los ojos nublados sienten una brisa cálida y húmeda abrazándolos. Como una respuesta afectuosa, unas gracias silenciosas y cariñosas. Entrecierra los ojos y la camisa de seda azul se mueve.
Sí.
Es un abrazo, el abrazo de alguien que ya no volverá.
Como un adolescente confesando algo prohibido, se sonroja. La vergüenza tiñe ligeramente esas delgadas mejillas.
—Nunca pude contarte mis sentimientos. Al final, terminé siendo egoísta. Me gustaría creer que a vos también te habría gustado. —Sus manos, que están frías, comienzan a sudar—. Vos más que nadie conocías mi pasado, me arrepiento de no haberte dicho todo. No te conté lo que quería, lo que deseaba.
Se queda en silencio por un momento, abraza con fuerza el ramo de lirios, sonríe y mira al cielo.
—Siempre me pregunté, ¿te habrías negado? Sé que no pensabas que fuera malo. ¿Me habrías prejuzgado?, ¿pensarías que era un capricho? No, no lo creo. Seguramente me habrías visto con una cara horrible y te habrías servido más café. —Bajo la calidez del sol, las lágrimas caen—. Te extraño…
—¿Estás? ¿Estás bien? —pregunta una voz temblorosa que le habló desde un costado. El joven vestido de negro lo mira lleno de ternura y preocupación. Sus cabellos negros ondulados se arremolinan con la brisa primaveral, sus delgados labios vuelven a abrirse—. ¿Te sentís mal?
Lían eleva la cabeza y mira hacia arriba al joven de pie. En ese momento, recuerda lo mucho que ama ese gris humo, sus miradas se entrelazan, explorando lo más profundo. Con una sonrisa espléndida, asiente.
Soichi se acerca y, con algo de vergüenza, acaricia la mejilla húmeda.
—No llores, a la abuela no le gustaría.
Ambos se ponen de cuclillas, dejan el hermoso ramo de lirios, dicen unas oraciones y, en silencio, se despiden de Hanna.
Al pasar por el arco de salida del cementerio, Soichi detiene el paso. Lían se vuelve hacia atrás algo confundido, su corazón se agita por un momento. Pero el joven extiende su mano, sus orejas se tiñen de un sutil rojo y una hermosa sonrisa se dibuja en su rostro.
Lían se acerca y entrelazan sus dedos, la calidez de ambos los reconforta. Porque el mundo seguirá siendo cruel y la vida difícil, pero en él habitan personas preciosas. Aquellas que te llenan de esperanza, las que te apoyan y te acompañan.
Estos hombres inician su camino hacia un futuro incierto, con la única certeza de que nunca soltarán sus manos.
Porque ambos quieren ser felices juntos.
Porque ambos se aman.
"Es hora de regresar a casa"
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