—¡Asolar! —bramó Leonidas—. ¡Hijo de Hércules!
—¡Atraviesa el Vacío! —gritó Lux—. ¡Lanza de Longino!
Dos poderosos ataques chocaron entre sí, creando un chillido agudo que casi hizo que todos en el coliseo se cubrieran los oídos.
El suelo bajo los pies de Leonidas se destrozó, y la sangre fluyó de la comisura de sus labios. Pero se mantuvo firme y miró fijamente la punta del gigantesco arpón que amenazaba con borrar su misma existencia.
Lo único que evitaba que eso sucediera era la indestructible lanza en su mano, que se mantenía firme a pesar de que el arma con la que luchaba era innumerables veces más grande que ella.
De repente, el fuerte sonido de algo rompiéndose llegó a los oídos de Leonidas.
Detrás de él, escuchó cómo uno de los Escudos Dorados se rompía, y pronto fue seguido por otro.
Unos segundos después, tres escudos más explotaron en una lluvia de luces. Estas partículas de luz volaron hacia Leonidas como si le transmitieran sus deseos.