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En el inquietante silencio que siguió a la revelación de Agonon, el aire mismo parecía hacer una pausa, esperando que el mundo se realineara bajo el peso de sus palabras. —Soy yo... madre.
Su voz, un eco grave del abismo, portaba tanto el tormento de su transformación como la innegable verdad de su identidad.
Era un sonido que resonaba a través del alma de Lysandra, un faro de esperanza en medio de la desesperación que había envuelto su mundo.
Lágrimas, nacidas de innumerables noches de dolor y anhelo, se acumulaban en los ojos de Lysandra, difuminando su visión mientras una temblorosa sonrisa, teñida de alegría y pena, florecía en su rostro.
Su voz no era la misma que ella recordaba y había algo diferente no solo en su voz sino incluso en sus ojos. Pero no se sorprendió después de ver lo que le había sucedido.
Con un grito ahogado que era tanto un lamento como una celebración, ella cerró la distancia entre ellos, sus brazos rodeando la figura de pesadilla que era su hijo.