Vraxos, con una mirada tan profunda como el océano y tan firme como la tierra, clavó sus ojos en Edmund, silencioso pero intimidante. Una leve sonrisa fría se curvó en el borde de su boca, como si sintiera desdén al escuchar la audaz proclama de Edmund.
—Joven Señor Edmund Thorne —llamó, su voz un trueno rodante, resonando a través del pueblo—. Me malinterpretas. No soy un cobarde, a diferencia de alguien que se escondió dentro de su casa por meses.
La multitud contuvo la respiración, un silencio colectivo se apoderó del pueblo. Algunos aldeanos se atrevieron a mirar a Edmund, cuyo rostro era duro como la piedra. Sus ojos rojos se estrecharon, y la comisura de su boca se contrajo, mostrando su molestia ante la audacia de Vraxos.
Aunque Vraxos no mencionó el nombre de Edmund, estaba claro a quién se refería realmente.
—Y si realmente lo fuera —continuó Vraxos, firme bajo la mirada intensa de Edmund—, habría traído un pequeño ejército para conversar contigo, Joven Señor.