—Sabes —dijo suavemente—, no he hecho ningún intento de retener su corazón.
—Ella no me quiere, cabrón. Déjalo. Es igual a todos los otros ciegos idiotas aquí que te miran una vez y deciden que el sol brilla por tu culo. Incluso los humanos... No sé qué magia te han hecho, Zev, pero uno de estos días espero que empieces a apreciarlo. Porque el resto de nosotros tenemos que luchar por el tipo de lealtad y devoción que tú pisoteas todos los días de tu maldita vida.
Zev miró al techo y suspiró profundamente. —Lo siento —dijo—. Realmente no sabía.
—Deberías —murmuró Lhars, pero su voz carecía del calor que tenía un momento antes.
Zev hizo una mueca. Le dolía la cabeza. Le dolía el pecho. Todo su cuerpo le dolía. Había estado equivocado acerca de su hermano. Su pareja estaba en manos de humanos. Y él estaba atado a una cama.
Si no hubiera sido tan jodidamente trágico, se habría reído.
—¿De qué diablos te estás sonriendo? —gruñó Lhars.