Cada terminación nerviosa de su cuerpo se iluminó al mismo tiempo cuando ella lo tomó en su boca. —¡Melena del Creador! —jadeó, y arqueó la espalda hacia arriba. Pero ella puso una mano en su estómago y lo mantuvo presionado. Y él estaba tan superado por las sensaciones que ella le estaba dando, que tembló, cerró sus manos en puño en las pieles y se quedó allí.
—Elia... —su voz era estrangulada—. Querido... ¡joder!
Pero ella continuó acariciándolo, continuó besándolo, continuó tomándolo, lentamente, tan lentamente, hasta que sus caderas comenzaron a moverse sin su permiso y pequeños ruidos escapaban de su garganta en cada punto álgido. —¡Elia! ¡Luz! —puso sus manos en su cabello y la levantó—. ¡Para, tienes que parar!
—¿Por qué? —jadeó ella—. Parecía que estaba funcionando.
—Querido Señor, mujer —gruñó él, empujándose para sentarse—. Me harás cruzar el límite y ni siquiera hemos