—Harold bufó incrédulo mientras los observaba —. Había dado instrucciones estrictas de que nadie comiera nada. No solo estos tontos lo habían desobedecido, sino que su escondite resultó estar justo fuera de la ventana de su cámara.
Podía entender por qué pensaban que era seguro. El lugar parecía un rincón desierto. Aunque la cámara del Príncipe Harold estaba en el segundo piso del edificio, nadie quería pasar jamás por esa dirección por miedo a que él mirara hacia abajo y los encontrara.
Agradecidamente, él había estado buscando a alguien a quien desquitarse por su enojo, y los tontos se habían ofrecido a él en bandeja de plata. No podía dejar pasar la oportunidad.
Si había algo que los Alfas odiaban en general, era ser desobedecidos o que desafiaran su autoridad.
Los ojos de Harold brillaron rojos mientras su lobo despertaba una vez más —. Quédate —ordenó con calma mientras seguía mirando a los chicos.