Penny solo esperaba que los otros que habían venido con ellos no hubieran escuchado lo que Damien le había susurrado al oído. El hombre no tenía vergüenza. Ni un poco y siempre lo demostraba, sin pudor alguno. Cuando el sastre apareció de nuevo con dos sillas, nadie dijo nada excepto Elliot, quien ayudó al hombre a mover la silla por encima del mostrador antes de colocarla para el señor Alexander y otra silla que quedó vacía. El señor Alexander se sentó en la dura silla de madera, cruzó sus piernas y sus brazos mientras observaba los vestidos que estaban expuestos para la muestra.
Penny no se atrevía a mirar aquí y allá, en cambio, puso su mano sobre la propia mano de Damien para que, si era necesario, pudiera y lo haría clavar sus uñas en su piel.
Con el señor Alexander en la habitación, sus ojos parecían aburridos pero intimidantes al mismo tiempo, el sastre comenzó su trabajo inmediatamente, preguntando a Penélope,