—¿Qué demonios hacemos aquí en nombre de la Diosa? —los ojos de Elías se fijaron en el imponente peñasco que se erigía ante ellos, su oscura grieta asemejándose a la gigantesca boca de alguna antigua y siniestra criatura.
El aire alrededor de la entrada se sentía pesado, con una presencia de mal augurio, como si la misma roca albergara secretos que era mejor no perturbar. —No podemos acampar aquí. No es seguro —advirtió, su voz teñida de una mezcla de preocupación y cautela.
A pesar de la aprensión de Elías, Atior comenzó a recoger los restos de las criaturas demoníacas que habían eliminado durante su peligroso viaje. Los huesos, torcidos y malévolos, contenían una energía de otro mundo que enviaba escalofríos por la espalda de Elías.
Con meticuloso cuidado, Atior los apiló unos sobre otros, formando una macabra simulación de una hoguera en el corazón de la oscuridad.