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—¿A dónde vas? —preguntó Rosalind. Tenía curiosidad al respecto. Durante unos segundos, él no dijo ni una palabra.
—Tengo que ir a las murallas —respondió.
Claramente, él estaba mintiendo. Si esto fuesen los días normales, ella habría soltado su brazo, asentiría y sonreiría, y luego se despediría de él. No tenía derecho a preguntarle sobre las mentiras. Sin embargo, un súbito coraje dentro de ella la hizo decir:
—Quédate.
Rosalind parpadeó. Estaba preparada para ser rechazada, para que él abandonara la habitación y la dejara sola.
Para su sorpresa, sin embargo, él dejó de moverse. Luego sonrió.
—Yo— Tengo más preguntas —Rosalind no pudo evitar tartamudear. Sonaba casi absurdo y patético. Sin embargo, ya no podía negar el hecho de que su atracción crecía día tras día.
—Por supuesto, pero creo que es mejor terminar esta conversación en tu habitación donde la luz es un poco mejor —dijo él.
Por alguna razón, esa afirmación la hizo sonrojar.