Rosalind agarró el vino y terminó su contenido de un trago. Luego le devolvió la copa a él.
—¿Ya terminamos? —preguntó.
—Pareces irritada. ¿Fue por mi bata? —preguntó él.
—Simplemente te fuiste —sus ojos azules brillaban bajo la tenue iluminación de la habitación—. Sin decirme nada. Eso lo odiaba. Odiaba preocuparse por él.
Rosalind sabía que eso no lo mataría, pero ella fue la que lo causó. No quería lastimarlo ni verlo sufrir porque le pidió comer algo que no debía.
—Podrías haber dicho que no y lo habría dejado pasar.
—¿Por qué lo habría hecho? —preguntó él.
—¿Qué? —Esta vez, Rosalind dio un paso atrás. Ahora se daba cuenta de lo cerca que estaban.
—¿Por qué rechazaría la comida que mi esposa me pide que coma?
—¿Porque te haría daño? —¿No era esa razón suficiente?
—Pero no me mataría.
—Tu lógica es absurda.
—Eso no es lógica —él le alcanzó y tomó su mano antes de levantarla a sus labios. Besando el dorso de su palma, añadió—. ¿Te unes a mí?