Marzo de 1930
Fanny Brunnenmayer dejó de remover la masa en el cuenco y prestó atención al martilleo penetrante que llegaba desde el patio hasta la cocina de la villa de las telas.
—Ya estamos otra vez —gruñó indignada—. Creía que los golpes habían terminado.
—Ni mucho menos —comentó Gertie, que estaba sentada a la mesa larga con un café con leche—. Hay dos ventanas que no cierran bien, y el baño aún no ha quedado como quiere la señora Elisabeth.
Hacía unos dos años que habían empezado a construir un ala de dos plantas en la parte trasera de la villa de las telas, para que se instalaran Elisabeth, la hija mayor de los Melzer, y su marido, Sebastian Winkler, con sus tres hijos y todo el personal. Habían incluido salones y dormitorios y, en la buhardilla, varios cuartos para los empleados. La cocina, en cambio, seguía estando en la parte principal de la villa, y el comedor en la primera planta. Allí la familia comía toda junta, había sido la condición de Alicia Melzer antes de acceder a la reforma. Sin embargo, por cómo iban las cosas con los obreros, que incluso con la familia ya instalada no paraban de hacer retoques, la señora Elisabeth se lamentaba de que sería una obra eterna.
Fanny Brunnenmayer negó con la cabeza y volvió a la masa para la pasta. Se necesitaba una buena cantidad para cuatro comensales adultos y cinco niños; además estaban los empleados, que también tenían buen apetito. Para los señores había gulash de ternera, y el servicio tendría que contentarse con una salsa de tocino como acompañamiento para la pasta casera. Se imponía el ahorro en la villa de las telas, no era una época boyante, ni mucho menos: tras perder la guerra, la pobre Alemania no se había recuperado. Por supuesto, la culpa era de las elevadas compensaciones que el Reich alemán debía pagar a los vencedores de la Gran Guerra.
—¿Qué tipo de baño quiere la señora Elisabeth? —inquirió Else, que había despertado de su duermevela al escuchar la conversación. Hacía unos años que la anciana había adquirido la costumbre de dormirse en la mesa de la cocina cuando terminaba su trabajo, apoyada en el brazo.
—¿Que qué quiere la señora? —exclamó Gertie, y se echó a reír—. Es una locura. Robert se lo ha metido en la cabeza. Quiere un baño por goteo.
Fanny Brunnenmayer dejó de batir porque le dolía el brazo. La cocinera ya había cumplido sesenta y siete años, pero no quería ni pensar en retirarse. Una vez dijo que sin su trabajo se iría al garete, por eso estaba resuelta a continuar hasta que, si Dios así lo quería, un día cayera muerta. Lo más bonito sería poder preparar antes uno de sus magistrales menús de cinco platos y que los señores se deshicieran en elogios ante sus artes culinarias. Luego se sentiría satisfecha y seguiría sin rechistar a la descarnada muerte. De todos modos, hasta entonces aún quería darse un tiempo.
—¿Qué es un baño por goteo? —preguntó Else.
Gertie se había levantado de un salto para limpiarse una mancha de café con leche de la falda oscura. Desde que trabajaba con la señora Elisabeth como doncella, prestaba mucha atención a la ropa. La mayoría de los días vestía toda de negro, de vez en cuando de azul marino con cuello de encaje. Además, se recogía el cabello rubio y llevaba zapatos de tacón para parecer un poco más alta.
—Un baño por goteo —dijo entre risas—. Te caen gotas de agua desde arriba. En Estados Unidos lo tienen. Lo llaman ducha.
—¿Desde arriba? —insistió Else, extrañada—. ¿Como si estuvieras bajo la lluvia?
—Exacto. —Gertie se rio entre dientes—. Puedes plantarte desnuda en el parque, Else. Así tendrás también un baño por goteo.
Else, que salvo en el hospital nunca se había quitado el corsé de día, se puso como un tomate solo de pensarlo.
—Ay, Gertie —dijo con un gesto de rechazo—. ¡Siempre con tus bromas estúpidas!
Entretanto, Fanny Brunnenmayer se había sentado en una silla de la cocina para mezclar bien la masa con una cuchara de madera, lo que la hizo sudar bastante.
—¡Ven aquí, Liesl! —gritó hacia los fogones, donde Liesl Bliefert estaba colocando dos briquetas para poner a hervir el agua para la pasta de huevo.
—¡Ya voy, señora Brunnenmayer!
Hacía dos años que Liesl, la hija de Auguste, era ayudante de cocina en la villa de las telas. Era rápida, lo entendía todo a la primera y sabía lo que había que hacer, así que rara vez tenían que darle instrucciones. Además, no era nada ambiciosa, como era antes Gertie, sino obediente, siempre amable, nunca hacía preguntas. No le hacía falta porque tenía buena memoria y recordaba cómo se preparaban los platos. De hecho, era la ayudante de cocina más hábil que había visto Fanny Brunnenmayer en su larga trayectoria como cocinera. A excepción, claro está, de la joven Marie Hofgartner, que hacía tiempo que era la esposa de Paul Melzer. Desde el principio había algo en ella, tenía madera de señora, y eso que cuando llegó a la villa de las telas solo era una pobre huérfana.
—Vamos, sigue batiendo la masa, Liesl —ordenó la cocinera, y dejó la pesada cuchara en la mesa, delante de la chica—. Dale con ganas para que quede bien esponjosa. Y pruébala para ver si está bien de sal.
Liesl cogió una cucharita de té del cajón de la mesa y probó un poco de masa. Desde el primer día en la villa de las telas aprendió que no se metían los dedos en la comida, sino que se usaba una cuchara para probarla.
—Está bien así —afirmó, y la cocinera asintió satisfecha.
Por supuesto que estaba bien, Fanny Brunnenmayer no se equivocaba nunca al sazonar, solo quería que Liesl lo aprendiera. Le encantaba enseñar todo tipo de cosas a la chica porque en su fuero interno albergaba la esperanza de que algún día Liesl la sucediera en la cocina.
Gertie hacía tiempo que se había dado cuenta y, pese a haber ascendido a doncella, le fastidiaba.
—Si sigues meneando así la masa parecerá que estás furiosa con alguien —comentó mordaz—. ¿No será con Christian?
—¿Por qué precisamente con él? —preguntó Liesl, cohibida, y se metió debajo de la cofia un mechón de pelo que se le había salido.
Gertie soltó una risa burlona y se alegró de ver a Liesl ruborizada.
—Pero si todo el mundo sabe que hay algo entre vosotros dos —aseguró—. A Christian lo huelo yo a la legua. Siempre que te ve parece muy enamorado.
—¿No tienes nada mejor que hacer que estar aquí diciendo bobadas, Gertie? —intervino la cocinera—. Pensaba que eras imprescindible arriba, con la señora Elisabeth.
Ofendida, Gertie retiró la taza vacía y se levantó.
—Por supuesto que soy imprescindible —aseveró—. Ayer mismo la señora dijo que no sabía cómo se las arreglaría sin mí. Además, estoy aquí porque luego bajaré a planchar las cosas que me quedan y no quiero que usted deje que se apague el fuego de los fogones.
—Podrías habértelo ahorrado —gruñó la cocinera—. En mi cocina seguro que no se apaga el fuego de los fogones.
Gertie se dirigió con marcada lentitud hacia la escalera de servicio. Dejó allí la taza usada para que Liesl la metiera en el fregadero.
—¿Dónde está Hanna, por cierto? —preguntó como por casualidad—. No la he visto en todo el día.
Fanny Brunnenmayer se levantó de la silla para echar un vistazo al gulash, que estaba al lado del fuego y solo había que mantenerlo caliente. Le costó un poco dar los primeros pasos, las piernas le daban problemas: si tenía que pasar mucho tiempo de pie, se le abotagaban.
—¿Dónde quieres que esté? Arriba, en el salón, ayudando a Humbert a poner la mesa —contestó, y cogió una cuchara de palo.
—Sí, los preferidos de la villa —calumnió Gertie—. Humbert y Hanna, y ahora, encima, Liesl con el jardinero Christian. Hay que ir con cuidado, no sea que se contagie, ¿verdad, Else?
Se oyó un golpe sordo. A Else se le había resbalado la cabeza del brazo que tenía apoyado en la mesa.
—¡Fuera de aquí ahora mismo! —la reprendió la cocinera, y Gertie subió a toda prisa la escalera.
—Es incapaz de cerrar esa bocaza que tiene —gruñó Fanny Brunnenmayer, enfadada—. Antes Gertie era una buena chica, pero, desde que es doncella, cada día me recuerda más a Maria Jordan. Que Dios la tenga en su seno, pobre, pero era un tormento.
Liesl solo tenía un vago recuerdo de la doncella porque cuando Jordan perdió la vida de aquella forma tan horrible, ella todavía era una niña. La mató su marido, un oficial venido a menos. Según se rumoreaba, aún seguía en prisión pagando por su espantoso crimen.
—Yo creo que Gertie no es feliz aquí —le comentó Liesl a Fanny Brunnenmayer—. Por las tardes va a un curso para aprender a escribir a máquina.
Incluso para la cocinera, que lo sabía todo sobre el servicio, aquello era una novedad. Mira por dónde, Gertie quería entrar en una oficina. Y eso que había ascendido a doncella. Seguramente era una de esas que nunca se sentían satisfechas.
—Es una vergüenza —gruñó Fanny Brunnenmayer, que estaba junto a los fogones con la tabla de madera y el cuchillo porque el agua iba a romper a hervir y se disponía a echar la pasta. Se calló lo que tenía en la punta de la lengua porque se oyeron pasos presurosos delante de la puerta de la cocina—. Jesús y María, esa es Rosa con los niños —le dijo a Liesl—. Vigila que ninguno se acerque a los fogones cuando eche la pasta al agua.
—¡Yo vigilo, señora Brunnenmayer!
La chica tuvo el tiempo justo de darle la masa ya preparada antes de que la puerta de la cocina se abriera de golpe y la banda de pillos entrara en tromba.
Hubo épocas en la villa de las telas en que los hijos de los señores tenían terminantemente prohibido pisar la cocina. La señora Alicia Melzer lo recordaba de vez en cuando. También más tarde, cuando la institutriz Serafina von Dobern hacía gala de su severidad, los niños no pintaban nada en la cocina. Pero cuando Elisabeth Winkler, la hija mayor de los Melzer, volvió a instalarse en la villa y dio a luz a su tercera criatura, esta vez una niña, se adoptaron otras costumbres. Además, Marie Melzer, su cuñada, no tenía nada en contra de que Kurt, de cuatro años, su queridísimo benjamín, se metiese con sus primos Johann y Hanno en la cocina.
—¡Tengo sed! —rugió Johann, de cinco años, que fue el primero en llegar a la mesa larga—. Mosto de manzana, Brunni. ¡Por favor!
Johann resultó ser pelirrojo, lo que al principio asustó a su madre Elisabeth, pero ya se había acostumbrado. Sobre todo porque su hijo mayor destacaba por ser fuerte y tener un carácter enérgico. El delicado Kurt, de cuatro años, seguía a su primo como si fuera su sombra; los dos eran inseparables, así que Kurt pasaba muchas noches en casa de su tía Lisa, en el anexo de la cara norte de la villa de las telas, porque prefería dormir con Johann que con sus dos hermanos mayores, Dodo y Leo.
Detrás de Johann y Kurt entró en la cocina Rosa Knickbein, la rolliza y simpática niñera, con Hanno, de tres años, agarrado de la mano. Había dado un paseo con los niños por el parque y, por supuesto, los tres quisieron pasar un momento por la cocina antes de subir a lavarse las manos y cambiarse.
—Está bien, os daré un mosto de manzana —confirmó la cocinera—. Pero solo medio vaso, si no luego no os entrará la pasta de huevo porque tendréis el estómago lleno.
Esa explicación nunca había impedido que un niño bebiera hasta saciarse antes de comer, pero Fanny Brunnenmayer quería estar a bien con los señores, por eso le dio a cada niño medio vaso de mosto de manzana. Ni más, ni menos.
—Yo tengo un estómago muuuy grande —refunfuñó Johann y, al demostrar que tenía una barriga enorme, volcó la taza de café vacía de Gertie.
—La mía es aún más grande —exclamó Kurt, que levantó los brazos.
Else, que se había despertado con el ruido, pudo retirar a tiempo la jarra del zumo.
—¿Eso son fideos, Brunni? —Johann levantó la cabeza porque la cocinera partió la masa en la tabla de madera con el cuchillo a toda prisa y la echó al agua hirviendo.
—Son como gorriones —dijo Fanny Brunnenmayer—. Luego darán saltitos en vuestros platos.
Kurti quiso saber si los gorriones podían cantar en el plato.
—Eres tonto —dijo Johann—. Los gorriones no cantan, solo pían.
—¡Pío, pío! —exclamó Hanno, sentado en el regazo de Rosa, que le sujetaba el vaso para que no se manchara.
—Así que eres un gorrión —le dijo Johann a su hermano pequeño con una sonrisa pícara—. Un gorrino es lo que eres.
—¡Nooo! —se defendió Hanno—. No soy un gorrino.
El pequeño Hanno aprendió pronto la palabra «no» porque había comprendido que tenía que defenderse de su hermano mayor y de su primo. A esas alturas, Johann lanzaba su «no» siempre que tenía ocasión, aunque no entendiera en absoluto a qué se oponía. Mejor ir sobre seguro.
Entretanto en los fogones había mucho ajetreo. Liesl pescó de la cazuela los «gorriones» que estaban listos y los puso en una de las fuentes de porcelana para los señores, mientras la cocinera seguía echando más, infatigable. El sirviente Humbert apareció en el pasillo de la cocina para ponerse la americana de color azul marino con los botones dorados que llevaba cuando servía las comidas arriba. Tras su incursión en los escenarios de los cafés teatro berlineses, Humbert regresó arrepentido a la villa de las telas y le confiaron encantados el puesto de criado que acababa de quedar libre. Con Hanna, a la que Marie Melzer contrató en la villa después del grave accidente que tuvo en la fábrica, hacía años que había entablado una profunda amistad. Eran como hermanos, aunque algunas víboras afirmaran otra cosa.
—¿Puedes llenar dos cuencos con el caldo de ternera, Hanna? —ordenó la cocinera—. Y echa por encima un poco del perejil cortado que hay en la tabla de madera.
Hanna se apresuró a obedecer. Era una persona de buen corazón y cariñosa, jamás se le ocurriría pensar que como criada no estaba obligada a ayudar en la cocina. Pero echaba una mano allí donde se la requería, se ocupaba de los niños, llevaba a su venerada Alicia Melzer los polvos para el dolor de cabeza y sacudía las alfombras con Else.
—¡Pero date prisa! —gritó Rosa Knickbein—. Acábatelo, Kurti, tenemos que subir.
Los tres críos salieron de la cocina malhumorados detrás de la niñera hasta el vestíbulo y subieron por la escalera señorial a la planta superior. Lavarse las manos, cambiarse de ropa, peinarse: ninguno soportaba esos procedimientos superficiales, pero la abuela Alicia exigía que sus nietos se sentaran a la mesa bien vestidos y con las manos limpias. Así fue en su juventud, así lo había mantenido ella con sus propios hijos y, si bien los tiempos y la moda habían cambiado, ella quería cuidar esa bella tradición. Humbert llevó la sopera al montaplatos. Pese a su herida de guerra en la mano derecha, servía con una elegancia y seguridad que ningún sirviente de la villa de las telas había alcanzado jamás. Pero cuando estallaba una tormenta caía presa del pánico y, al recordar las trincheras y la lluvia de acero, se metía debajo de la mesa y era incapaz de hacer su trabajo. La Gran Guerra, en la que participó en contra de su voluntad, había hecho mella en las personas sensibles, como en muchas otras.
Mientras él subía para empezar con el servicio, Fanny echó al agua la última parte de la pasta y se puso a rehogar en una sartén el tocino cortado y la cebolla para la salsa. Gertie apareció de nuevo en la cocina para almorzar con los empleados, pero levantó la nariz e hizo una mueca.
—Puaj, qué peste. Ese tocino impregna toda la cocina.
—Si no es del agrado de la señora, puede comer en la lavandería —replicó la cocinera.
—No lo digo por decirlo —replicó Gertie, y se sentó en su sitio—. Luego la señora me dirá otra vez que mi ropa huele a cocina.
—Podría oler a cosas peores que a mi deliciosa salsa de tocino.
Liesl sacó de la nevera el postre para los señores y se lo preparó a Humbert. Era un dulce de requesón y nata, con compota de cereza en conserva del año anterior. Pero no se reservaba un poco del dulce para los empleados, solo la probarían si los señores dejaban algo. Tenían pocas esperanzas porque las cerezas estaban muy solicitadas, sobre todo por los tres niños. Y si quedaba una manchita en el cuenco se la comería Rosa Knickbein, que podía sentarse con ellos a la mesa porque sujetaba en el regazo a Charlotte, de un año, y tenía que vigilar a Hanno. Después de colocar la comida para los señores en el montaplatos, Hanna y Liesl pusieron los platos y los cubiertos en la cocina para el servicio. Else se levantó para sacar del armario las tazas para el mosto de manzana, y el jardinero Christian entró por la puerta del patio para almorzar con ellos. Tiempo atrás había trabajado para la difunta Maria Jordan, que tenía una tienda en Milchstrasse. Tras el horrible suceso que tuvo lugar allí, encontró trabajo durante una temporada en el vivero de Gustav Bliefert, donde conoció a Liesl y se enamoró en el acto de ella. Con el tiempo, el muchacho delgado y rubio se había convertido en un joven de buena presencia; gracias al trabajo en el vivero ahora tenía la espalda ancha y unos brazos fuertes, por lo que algunas chicas le ponían ojitos. Sin embargo, Christian solo tenía a Liesl en la cabeza, sobre todo desde que Paul Melzer le ofreció el puesto de jardinero en la villa de las telas. Entonces se mudó a la vieja y destartalada casa del jardinero, donde antes vivían los Bliefert, y la había arreglado con mucho amor y destreza; ahora todos esperaban con gran expectación a ver si Liesl tenía ganas de mudarse allí como esposa de Christian. No obstante, nadie sabía con seguridad si el joven ya le había propuesto matrimonio porque era terriblemente tímido, se cohibía con facilidad y era poco comunicativo. Por eso, después de un breve «que aproveche a todos», se sentó en silencio en su sitio, en un extremo de la mesa, justo al lado de la nevera, y clavó sus ojos anhelantes en Liesl, que puso la pesada sartén con la salsa de tocino en la mesa.
—Hola, Christian —le dijo Gertie—. Has colgado unas preciosas cortinas de flores en la ventana del dormitorio. Tu novia se alegrará.
A Christian se le pusieron las orejas muy rojas, y Liesl removió con tanta fuerza la salsa de tocino con la cuchara de palo que unas cuantas gotas salpicaron a Gertie.
—¡Ten cuidado! —gritó, y se limpió un poco de salsa de la manga—. El vestido está limpio de esta mañana.
—Lo siento mucho —se disculpó Liesl, con una sonrisa pícara—. Es que soy muy torpe.
El almuerzo siguió su curso. Humbert era el único que faltaba, se uniría más tarde, cuando los señores ya no lo necesitaran arriba. Gertie llevaba la voz cantante, hablaba dándose importancia de que al señor Winkler, el marido de la señora Elisabeth, le preocupaba mucho el futuro del Reich.
—Porque ya ha tenido que dimitir un gobierno tras no haber llegado a un acuerdo en el Reichstag.
A nadie en la mesa le inquietaba esa noticia. Else se sirvió otra cucharada de salsa de tocino en la pasta de huevo y Hanna se llenó de mosto de manzana la taza, con toda tranquilidad. Los cambios de gobierno y las incesantes disputas en el Reichstag eran el pan de cada día en la República. Eran mucho peores los desfiles en las calles de los comunistas y del NSDAP, el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán; también daba miedo la organización Stahlhelm porque sus miembros vestían de uniforme y llevaban porras. Cuando dos grupos enemigos se encontraban, saltaban chispas. Se golpeaban unos a otros sin fundamento, y quien tuviera la desgracia de entrar en semejante riña acababa no pocas veces en el hospital con alguna extremidad rota o el cráneo sangrando.
—Antes, con el emperador, esto no pasaba —comentó Else—. Reinaba la ley y el orden. Pero desde que tenemos una república, ya nadie vive con seguridad.
Nadie la contradijo. La República de Weimar tenía pocos seguidores entusiastas entre los empleados, y lo mismo entre los señores. Sobre todo Paul Melzer, el jefe de la empresa, estaba descontento con la República. Se lo habían contado Rosa Knickbein y Humbert, que oían muchas cosas en la planta de arriba.
—Así no se puede seguir —exclamó el señor el otro día—. No se toman decisiones urgentes y necesarias porque ningún partido concede un éxito a los otros.
El único que defendía la República era Sebastian Winkler, al que a Gertie llamaba «el marido de la señora Elisabeth». Sin embargo, ni siquiera él estaba contento porque los comunistas ya no tenían mayoría en el Reichstag.
—¿Por qué tanto alboroto? —preguntó Fanny Brunnenmayer en tono despectivo, y rascó los restos de salsa de tocino de la sartén—. Al final siempre se sale adelante de alguna manera, ¿o no?
Con estas palabras, el tema de la política quedó zanjado. Hanna contó que Leo, de catorce años, ahora daba clases con una célebre pianista rusa en el conservatorio y que su hermana Dodo revisaba todos los días la prensa por si aparecía alguna noticia sobre aviación.
—Dodo tiene un álbum donde pega todo lo que encuentra sobre aviones. La vuelven loca.
—Pero no es normal que una mujer pilote un avión —replicó Else mientras se hurgaba con un palillo entre los dientes—. ¡Eso es cosa de hombres!
Gertie estaba a punto de llevarle la contraria cuando Humbert entró en la cocina y dejó sobre la mesa, para sorpresa de todos, el cuenco con un poco de compota de cereza.
—¡Jesús! —exclamó Fanny Brunnenmayer—. ¿Es que a los señores no les ha gustado la compota?
—Claro que sí —contestó Humbert con una sonrisa—. Johann ha volcado una de las copas de vino y su abuela le ha dejado sin postre.
—Pobrecillo —suspiró Hanna—. Es muy buen niño, pero tiene demasiado ímpetu.
Fanny Brunnenmayer, que era quien mandaba en la cocina, paseó la mirada por la mesa y tomó una decisión.
—La compota será para Christian. Es el que hace el trabajo más duro, tiene que tomar algo dulce. Ten, Christian, que lo disfrutes.
Al chico le daba vergüenza tener un trato preferente, pero no quería rechazar la oferta de la cocinera, y aunque habría preferido ofrecérsela a Liesl, no se atrevió.
Entretanto Humbert ya se había sentado a la mesa, donde Hanna le sirvió una ración de pasta de huevo con salsa de tocino, que no le entusiasmó, como casi toda la comida. Al poco rato se agarró el bolsillo del chaleco con un suspiro.
—Ten —dijo, y sacó un sobre que entregó a Hanna—. Me lo ha dado el señor. Esta mañana estaba en el correo de la fábrica. Es para ti.
—¿Para mí? —preguntó Hanna, incrédula—. Seguro que es un error.
—Sí, mira —dijo Gertie, que tenía los ojos y los oídos atentos siempre que había algo interesante que saber—.
Seguro que es de Alfons Dinter, del departamento de impresión, que hace años que se muere por nuestra Hanna.
Hanna no había prestado atención a las palabras de Gertie porque intentaba descifrar el nombre del remitente a la vez que movía los labios en silencio. Fanny Brunnenmayer vio que la chica palidecía de pronto y creyó leer un nombre en sus labios. «Grigori».