Caminé de lado sin dirigirle la mirada, enmascarando mi rabia con una actitud imperturbable. Los recuerdos de viejas afrentas tensaron mis labios en una mueca apenas perceptible. A pesar de todo, mi lealtad hacia mi señor era un ancla que me mantenía atada al presente, obligándome a enterrar el pasado. Todo lo que realmente me importaba estaba allí, en ese salón, al alcance de mi mano.
Observé en silencio el intercambio de palabras entre Western y mi señor. Parecía menos una conversación y más un duelo, donde cada palabra era como el filo de una espada, desenterrando viejas heridas que ambos habían intentado olvidar. Axel trataba sin éxito de encontrar algún rastro de humanidad en los ojos de Western, mientras yo no podía evitar preguntarme qué clase de hombre pondría su orgullo por encima del bienestar de su propia hija.
—Señor Western, ¿por qué no aboga por vuestra hija? —Las palabras salieron de mis labios antes de que pudiera detenerlas; mi voz era firme, pero cargada de incredulidad. Frente a él, nuestras miradas se encontraron en un duelo silencioso. Sentí cómo el miedo se desvanecía, reemplazado por una determinación férrea. Ya no me importaba ser un modelo de conducta.
—Joven Winter... —Western detuvo su respuesta a media frase. Un suspiro escapó de sus labios mientras sus ojos me decían lo que no se atrevía a verbalizar: "¿Por qué te importa la vida de mi hija?". Sentí cómo la ira burbujeaba dentro de mí, pero supe que tenía razón. Aunque me pesara, no tenía otra opción más que ofrecerle mi perdón a su hija.
—Que este acto sirva como última advertencia —intervino David, su voz serena resonando en el salón como un eco de sabiduría antigua—. El joven Winter ha mostrado clemencia. Esta afrenta no recaerá sobre el líder de los Halcones, dado que su hija inició todo este conflicto.
El suelo fue golpeado por su bastón, un gesto final que sellaba la paz; al menos por ahora.
—Señor Axel, muchas gracias. Nunca olvidaré su bondad. Haré todo lo posible por devolvértelo —dijo Beatriz con una sinceridad que contrastaba con su voz temblorosa. Al levantarse del suelo, corrió hacia su hermana mayor, quien parecía en estado de shock. No todos los días uno sale ileso de un duelo en el que la espada de la muerte estuvo tan cerca de su cuello.
La escena, el choque de espadas y la tensión que había llenado el aire se disiparon tan rápidamente como habían surgido. Pero lo que ocurrió en ese salón debía permanecer oculto, un juramento sellado por todos los presentes. Una palabra mal dirigida y el delicado equilibrio de paz podría desmoronarse, desencadenando una guerra que consumiría nuestras casas.
Me gustaría evitar entrar en detalles sobre lo que hicieron con los cuerpos, pero es inevitable. Ester y mi hermana me llevaron a un rincón apartado, donde me reuní con mis escoltas. Con vergüenza, se arrodillaron ante mí, pidiendo perdón por no haber cumplido sus votos de protección. Una pequeña herida en mi mano, teñida de sangre, era la única prueba de su fallo.
—Está bien... no tienen por qué culparse por esto —les dije con una sonrisa cansada. Levanté mi mano vendada para restar importancia a la situación. Aunque el conflicto no había escalado, sentía un peso en el aire, una sensación de inquietud que no podía sacudirme. Tal vez se debía a los cuerpos sin vida que eran retirados con todo el honor que un caballero caído merecía.
Sin embargo, había algo más que me seguía inquietando. A pesar de que mi hermana había actuado por su cuenta, sentía que no era yo quien daba las órdenes. Aquellos caballeros de armadura negra, misteriosos y sombríos, parecían tan conectados a ella como la misma sangre que compartimos. Gracias al cielo que Ester había detenido la ejecución, pero eso solo me dejaba con más preguntas.
¿Desde cuándo Ester se volvió tan hábil con las dagas y la espada? La pregunta quedó sin respuesta, guardada en lo más profundo de mi mente. Lo único que debía saber, era que su lealtad era inquebrantable, ella siempre había estado a mi lado; incluso en mis momentos más oscuros, nunca se apartó de mi lecho de dolor.
De vuelta entre los nobles, intenté entablar conversaciones, pero las palabras eran escasas y vacías. Ninguno de ellos me preguntó cómo estaba, si el enfrentamiento había dejado alguna marca en mí. Tal vez era algo que debía llevar en mi conciencia, el peso de ser fuerte y digno, pero aún sentía que aquella noche había sido demasiado para mí.
Estaba agotado, tanto física como mentalmente. Incluso había olvidado la presencia de Nadia, pero antes de pedir a uno de mis escoltas que la trajeran, Ester, como si hubiera leído mis pensamientos, la presentó ante mí. Al verla, no pude evitar sonreír. En ese momento, frente a todos, solo existía ella. Caminé hacia Nadia y tomé su mano con suavidad.
—Axel, ¿por qué tienes la mano vendada? —preguntó, su voz llena de preocupación mientras sus ojos buscaban respuestas en los míos. Le devolví una sonrisa tranquila, dejando que la noche continuara su curso. Tal vez la casualidad fue tan exacta que el momento del baile llegó, justo entonces, aproveché la oportunidad para pedir a mis escoltas que nos dejaran solos. Pasando desapercibidos, nos mezclamos con la multitud y, poco a poco, nos escapamos en silencio. Por esta noche, ya había tenido suficiente. Mi mente necesitaba escapar de aquel lugar.
El recorrido nocturno, que debería haber sido un alivio, se transformó en una pesadilla. Axel cerró los ojos, intentando encontrar un breve respiro en la oscuridad de sus párpados, pero el alivio fue efímero. La limusina frenó de golpe, y un chirrido agudo y desgarrador perforó el aire mientras las ruedas se deslizaban sobre el asfalto. La sacudida violenta lo lanzó de un lado a otro.
Sintió una ola de desesperación al ver la cara pálida y aterrorizada de Nadia. Su mente corría a mil por hora, intentando encontrar una solución, pero el dolor punzante en su cabeza y el miedo en sus ojos nublaban su pensamiento. Cada impacto contra la limusina era como un golpe directo a su frágil tranquilidad, arrebatándole el escaso sentido de seguridad que le quedaba.
El rostro del conductor, pálido y empapado en sudor, luchaba por mantener el control del vehículo. Axel intentó gritar su nombre, buscando alguna señal de esperanza, pero sus palabras se perdieron en el rugido ensordecedor de los disparos. A través del vidrio tintado, el mundo exterior se desdibujaba en una mancha borrosa de luces y sombras.
—¡Estefan, por favor, responde…! —su voz se quebró.
La limusina se detuvo de golpe, bloqueada por vehículos en llamas y barricadas improvisadas. Axel y Nadia vieron cómo el conductor, con un último esfuerzo, trataba de maniobrar entre el caos. Pero una ráfaga de balas rompió el cristal delantero, sellando su destino en un instante de brutalidad. El vehículo quedó inmóvil, atrapado en una calle sin salida, mientras las voces amenazantes de los atacantes se acercaban.
—¿Por qué está pasando esto? ¿Quién se atreve a atacarme en mis propios dominios? —murmuró Axel, mientras sus dedos temblorosos marcaban el número de Ester.
—Mi señor, ¿dónde se encuentra? —respondió Ester, su voz se llenó de preocupación al percibir el miedo de su señor—. Estamos buscándole. ¡Dígame dónde está! Iré tan rápido como pueda.
El sonido de las balas perforando el blindaje resonaba en sus oídos, cada impacto golpeando su calma y erosionando la frágil seguridad que le quedaba. Sacó su teléfono nuevamente, con la esperanza de que sus caballeros respondieran, pero la culpa por haberse ido sin previo aviso lo envolvía como una sombra. Las fuerzas enemigas se acercaban, y el sonido insistente de la puerta siendo forzada desde afuera aumentaba la tensión.
—¡Salgan del auto de inmediato! —exigieron las voces desconocidas, cortantes e implacables.
En un intento desesperado, Axel ofreció una suma exorbitante de dinero, su voz quebrándose por el miedo. —¡Por favor, escuchen! Ofrezco una fortuna por mi vida y la de Nadia. Solo déjennos ir.
Sus palabras salieron atropelladas y cargadas de pánico, mientras las luces de las armas enemigas permanecían fijas en ellos, como estrellas inamovibles en un cielo sin esperanza.