"Para un hombre de la realeza, Atticus era un rey que se enorgulleció de mantener la cabeza fría en numerosas ocasiones. Había estado en batallas, luchado en guerras, manejado la corte y pasado por muchas otras cosas que habrían sido el fin de él si se hubiera dejado llevar.
Por lo tanto, resultaba bastante extraño que hiciera falta tan poco como una dama pidiendo ayuda para hacer que su cara se sonrojara como una remolacha.
—¿Perdón? —preguntó Atticus—. ¿Quieres que haga qué?
—Abróchame —repitió ella—. Mis cordones, quiero decir. No puedo ajustar correctamente mi corsé yo misma.
Atticus tragó pesadamente, su nuez de Adán subiendo y bajando mientras lo hacía. Lentamente, se acercó a Daphne antes de agarrar los cordones donde ella señaló.
—La mayoría de las mujeres pueden hacer esto solas —murmuró bajo su aliento.
—Sí —respondió Daphne—. Pero no puedo ajustarlo tanto como quiero. Por eso necesito la ayuda de otra persona.
—Avísame si está demasiado apretado, entonces.